"EN EL ESTANQUE DORADO", película de Mark Rydell


Hace algunos años me preguntaron mis hijas, al azar que en qué lugar del mundo me gustaría vivir si pudiera, y sin vacilación les respondí: “En el estanque dorado.” Me compraron el dvd para que viajase hasta allí siempre que quisiera, naturalmente no hablo del lago Squam de New Hampshire, el maravilloso paraje en el que fue rodada, hablo de entrar y salir de la película, algo parecido a lo que hacían los personajes de la “Rosa púrpura del Cairo” de Woody Allen, pero en otra clave.
El cine para mí, entre otras muchas cosas de las que luego hablaré, siempre ha sido cruzar al otro lado del espejo, algo así como manejarte en la cuarta o la quinta dimensión, qué feliz sería Lewis Carroll sabiendo que lo vaticinó y que hoy podemos ver a su Alicia detrás del cristal y en alta definición.
Sólo en esa dimensión, al otro lado del espejo pudieron hacer las paces Henry Fonda y su hija Jane, suplantados por sus personajes Norman Thayer y Chelsea, con la ayuda del mejor intermediario: el cineasta Mark Rydell a quien probablemente dio voz -en este caso y ocupando su lugar- la sublime Ethel, (Kathharine Hepburn) perfecta y ecuánime mediadora con quien a cualquier hombre le gustaría llegar hasta el final de sus días y sus noches.
Esa extraordinaria dualidad en la que el espectador contempla cómo ambas realidades entran y salen constantemente de la pantalla es algo absolutamente inusual que sólo se produjo en aquella ocasión multiplicando la potencia del film. Pocos meses después de su estreno moría Henry Fonda dejando al mundo como testigo de ese abrazo que padre e hija se dieron, el abrazo era de fuera aunque lo viéramos dentro. Quizá se trate de eso, de llegar al final sin dejar asuntos pendientes.
Lo que más admiro de Mark Rydell, este director que comenzó como actor, es la humildad de no situarse en medio, de diluirse como si no estuviese presente, no le notas… entregaría mi reino por ver como daba las pautas, sin manipular, dejando fluir a este poderoso cuarteto, imagino que lo hizo como un eficiente, afectuoso, elegante y discreto psicoterapeuta.
En la escena en la que Chelsea se aferra a Ethel, escondiendo la cabeza en su pecho y cogiéndole la ropa entre los puños para que no se aparte, hay algo tan desgarrador y hondo que aunque el espectador desconozca la raíz intuye que trasciende de la mera interpretación porque lo que está viendo es la desesperada necesidad real de que Katharine Hepburn-Ethel sea su madre y que siga siendo su madre a ambos lados de la pantalla.
Los Fonda tuvieron siempre muchas terapias pendientes, la esposa de Henry, madre de Jane y Peter Fonda se suicidó. Para suavizar la desgracia Henry les dijo a sus hijos que había muerto de un infarto, más adelante al enterarse de la verdad ambos hermanos la encajarían de forma traumática. Peter Fonda, el hermano de Jane –actor a su vez y padre de la actriz Bridget Fonda- también intentó quitarse la vida. Jane arrastró una bulimia perniciosa durante décadas, de ahí que el detalle de que en la película Norman llame gordita a Chelsea como cuando era niña adquiera un valor distinto. Aunque fuera del ambiente familiar -en la película- sea una mujer cuyos valores son reconocidos, alguien que pisa fuerte, sin embargo vive pendiente del pasado y de la aprobación del padre, con la sensación de que haga lo que haga nunca estará a la altura de sus expectativas. A causa de ese sentimiento no ha terminado de hacerse, de desarrollarse, de tener criterio propio para pensar por sí misma. La madre le insta a que camine del lado de la existencia y hacia el futuro y se olvide de responsabilizar al pasado y a su padre de sus inseguridades, le exige que tome sus riendas.
Imagino que ser hijo de actores tan estelares, produce un eclipse contra el que hay que luchar con uñas y dientes si quieres seguir la misma carrera. A Henry Fonda se le apodaba el actor de la toma única, porque a la primera se escuchaba al director exclamar ¡Buena!. Con más de 120 películas en su haber en cierta ocasión durante una entrevista le preguntaron a John Ford que qué era el cine para él, respondió de inmediato con otra pregunta: “¿Usted ha visto caminar a Henry Fonda?” pues eso es el cine. Peter Bogdanovich manifestó: “Cuando Henry Fonda dice algo lo crees”. Y yo añado, es cierto, tanto que los jurados populares todavía hoy tienen la tentación de emularle con la duda razonable tras haber visto su interpretación en “12 hombres sin piedad”.
En Hollywood tuvo gran predicamento. Si su imagen privada fue distinta, es una intimidad que le pertenece a la familia. El escritor John Steinbeck dijo que su rostro era un cuadro de opuestos en conflicto y el propio Henry Fonda afirmó: “Actuar, para mí, es como ponerme una máscara y cuando no interpreto mi mayor tragedia es no tener una máscara tras la que ocultarme”. También esa frase tiene enjundia, y de algún modo refleja un enorme sufrimiento almacenado y contenido.
No es mi intención poner como eje principal a Henry Fonda porque la película la sostiene el trío, el chiquillo de 13 años, (Doug Mackeon) hijo del dentista, -el nuevo amor de Chelsea- a quien dejan con Norman y Ethel durante un tiempo mientras la pareja realiza un viaje por Europa. Chelsea tanto en ausencia como en presencia compone el contrafuerte de sujeción que explica pasado y presente.
Esa relación iniciática de joven con mayor, de Billy con Norman y con Ethel nos da la clave de que hay puntos de encuentro entre todas las generaciones, al fin y al cabo caminamos juntos en el mismo espacio y en el mismo tiempo, y la vejez al igual que la adolescencia son umbrales en los que todo el mundo anda desorientado, se trata de hallar el respeto mutuo en la relación, que tiene que ver con la actitud y no con guardar las formas.
La película fue primero una obra de teatro que el propio autor Ernest Thomson adaptó para el cine; obtuvo un oscar por el trabajo, un honor si tenemos en cuenta que fue unido a otros dos: el de mejor actriz para Katharine Hepbrurn, la única de la historia del cine que consiguió cuatro y el de mejor actor para Henry Fonda, que ya había recibido el honorífico por toda una vida.
Marck Rydell nació en Nueva York en 1934, tiene una larga carrera que os invito investigar; entre su extensa e impecable filmografía se encuentran largometrajes como “La zorra”, “Permiso para amar hasta media noche”, “Harry y Walter van a Nueva York”, “La rosa” (otra de mis favoritas, en ella Bette Midler recrea la vida y muerte de la cantante de rock y blues Janis Joplin; fue nominada a los oscar por su impresionante actuación como actriz y cantante), “Cuando el río crece”, “Ayer hoy y siempre”, “Entre dos mujeres”… Todas sus películas son apuestas fuertes que indagan en los vericuetos y espirales interiores del alma y en todas ellas los actores brillan bajo la luz de su mirada. Rydell sabe iluminar la parte digna de la zona oscura extrayendo las grandezas que también hay en ella, por esa razón recalcaba al principio que este director comenzó como actor y obtuvo un gran reconocimiento en papeles como el del violento mafioso Marty Augustine en el largometraje de Robert Altman, o en “Hollywood Ending” película en la que hacía de agente del hipocondriaco Woody Allen, papel interpretado por el propio Allen… Tal vez por haber estado bajo las órdenes de otros cineastas y delante de la cámara sea un gran director de actores y es a ellos a quienes les da la prioridad.
Mark Rydell
Decía al comienzo que iba a hablar de lo que busco en el cine, creo que hay dos clases de películas: las que te sacan de ti mismo para evadirte, en ellas por empatía puedes realizar aventuras que jamás emprenderías… suelen estar muy bien realizadas, te distraen, te seducen, te atrapan, están bien documentadas, y sin duda podemos estar hablando de arte con mayúsculas en cuanto a imaginación, ingenio y espectacularidad, pero curiosamente no suelen dejar en mí ninguna huella. Y luego están las otras, las que van hacia dentro. No te proponen viajes fáciles, a menudo las pérdidas y la muerte están presentes, los dilemas, las encrucijadas, la toma de posiciones, las decisiones difíciles, los conflictos interpersonales, la soledad, las obsesiones y los miedos, también la superación de los mismos, la esperanza, el amor y la búsqueda de soluciones, de nuevas vías y salidas. Este tipo de cine suele sacudirte, te remueve y vapulea las entrañas, los principios… te pone el espejo en las narices para que te veas los granos de las pieles interiores, te provoca la catarsis y te trasforma. Esos son los largometrajes que me importan, los que me llenan, los que sí dejan huella en mí, los aplicables a la vida. En esas películas encuentro consuelo, no porque cubran una carencia, sino porque me consuela la certeza de saber que estoy conectando con otra intimidad que me explica lo que me ocurre, o lo que me podría pasar, y me regala la experiencia y me permite ensayarla y tenerla aprendida para cuando se presente y a su vez me abre hacia los otros y me enseña a comprenderles y a saber qué necesitan de mí y si soy capaz de dárselo en el momento oportuno y apropiado.
Cuando comencé el club de cine y proyectamos la película de Isabel CoixetMi vida sin mí”, una señora se salió de la sala, alegando que no podía verla porque su hijo había muerto hacía poco, me quedé muy compungida y, quizá por mi expresión, otra se apresuró a decir: “la película tiene más vida que muerte”, y otra expresó que le habría gustado verla antes de que muriera su marido porque habría tenido otra actitud ya que no pudo evitar llorar ante él a veces y añadió que había comprendido el punto de vista de él a través de la protagonista, que le había gustado mucho verla y que le había proporcionado sosiego. Creo que a Isabel Coixet le habría agradado escucharlo. Sobra explicar que no siempre encuentro lo que me remueve en el drama, muy a menudo lo que aprendo proviene de la comedia. No menosprecio el cine que entendemos por “comercial”, por “entretenido”, si es de calidad, si entrega arte: importa el envase, pero también el contenido.
Lo que sí sé es que la ciencia no lo explica todo, la historia tampoco ni la filosofía, ni la sociología… sin embargo el arte sí, porque se ocupa de la estructura emocional e indaga en los misterios y sobre todo bucea y saca afuera lo que atesora el interior y crea la mejor forma de exponerlo. El arte es un rastreador imparable de nuevos caminos y en ese afán termina encontrando las conexiones que le dan unidad al mundo y a los mecanismos que lo mueven.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.
Pili Zori

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