En el comentario anterior os anuncié que nos adentraríamos en el libro titulado “Un viejo que leía novelas de amor” de Luis Sepúlveda, pero cuando fui a recoger los ejemplares para el club me dijeron que habían sido enviados a Turquía.
Me quedé un poco contrariada, porque había solicitado y preparado su lectura y la de dos novelas más con antelación, para ganar tiempo y poder compaginar otro compromiso también literario para el que tenía fecha de entrega. Pero dicha contrariedad se disipó enseguida: me gustó el destino, adoro Estambul, y me dije que, sin duda, allí comprenderían de maravilla el universal lenguaje del tigrillo y la dignidad de los shuar.
Así que no nos queda otro remedio que practicar la selvática paciencia del protagonista y esperar con anhelo a que la novela de Sepúlveda regrese a nosotros impregnada de Bósforo y Mármara, de la misma forma que Antonio José Bolívar Proaño cada seis meses aguardaba ilusionado en El Idilio la llegada del dentista Rubicundo Loachamín con las nuevas entregas.
Allí, en su mesa de largas patas -construida a propósito para comer y leer de pie y evitar de ese modo el dolor de espalda- Antonio José se evadirá del desconocimiento y la desfachatez de los forasteros que creen dominar la selva por el hecho de portar un arma, y devorará ávido página a página las novelas que tratan de amores difíciles y sufrientes que son sus preferidos. Pero en esta ocasión el compromiso vital con la selva amazónica y con los indios shuar pospondrá su apasionada lectura. Gracias a dicho compromiso que protagonista y autor comparten, comprenderemos el único duelo digno que la naturaleza admite, y el desconcierto del tigrillo nos pinzará el corazón remitiéndonos sin remedio a otra gran joya, la de Heminway : “El viejo y el mar”.
Y ahora, para compensar la espera, os quiero regalar este bellísimo pasaje con la intención de que os provoque el deseo inaplazable de tener entre las manos “Un viejo que leía novelas de amor” de Luis Sepúlveda:
“El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.
Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rápidos donde sería destrozado por puñales de piedra, a salvo para siempre de las indignas alimañas.
Enseguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.
Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonia, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana” .
Como no hay mal que por bien no venga con la ayuda de un compañero de la biblioteca encontré “84 Charing Cross Road”.
¡Qué preciosidad!, y cuánto nos hemos alegrado de haberla leído en el club.
Este pequeño libro de culto es un epistolario, la recopilación de las cartas que durante más de 20 años cruzaron el océano de Nueva York a Londres y de Londres a Nueva York.
Helene Hanff , tuvo un sentimiento agridulce al saber que su clamoroso éxito lo conseguían unas cartas atesoradas en un cajón y no una de sus obras de ficción tras haber escrito decenas de piezas de teatro soñadas para Broadway que jamás fueron estrenadas.
Para entonces Helene apenas sobrevivía como freelance escribiendo guiones de televisión, cuentos infantiles, documentales… (En fin, no quiero extenderme con su biografía que sin duda hallareis pormenorizada por muchos rincones de internet, y la labor del club no es redundar sino entregar su singular enfoque una vez tamizado el libro con los ingredientes de todas las opiniones). Pero no saquéis conclusiones adelantadas: tampoco después de “84 Charing Cross Road” se acabaría la precariedad que desde siempre acompañó a esta chica de Filadelfia nacida en el 18 del siglo XX. Y es que en ningún momento estamos hablando de fama ni de éxito o dinero, sino de prestigio, y este afloró, por suerte, gracias a su editor o a su agente (no estoy segura) que lo halló en la humanidad de esas cartas y la obligó a compartirlo.
Si pudiera decirle a Helenne, -la gran dama que murió en una residencia de ancianos, con la misma escasez de bienes con la que había vivido- que no siempre se escribe con pluma, bolígrafo o teclado, que también se crea y se trama mentalmente; que escribimos con la huella de nuestros pasos y que esa grafología es más indeleble, que llega más lejos, que alcanza más alto, que se oye más fuerte, sin duda se alegraría y el sentimiento agridulce desaparecería.
Si pudiera decírselo, ella sabría de inmediato que fue un honor para nosotras entrar en su salón; que nos dejó deslumbradas la flamante librería formada por cajas de fruta lujosamente rellenas de ejemplares únicos encuadernados con hermosas tapas de suntuosas telas gastadas. Libros que persisten en abrirse por donde más insistía el dueño anterior, novelas que se empeñan en compartir la caricia de anónimos dedos imperecederos… “de segunda mano” mal llamadas, o “de viejo” que aún es peor. Si pudiéramos decirle lo que sentimos al entrar por la puerta del libro en su aposento, al instante sabría que el pellizco colectivo, empático y unísono nos encogió el corazón.
Sabría que derramé lágrimas, sobre esa alfombra que nunca tuvo, al ver su entusiasmo desparramado en catálogos de comida en conserva y medias de seda con destino a la posguerra del nº 84 de Charing Cross Road.
Esa poderosa imagen nos dio la medida exacta de la generosidad: Helene y su escasa ropa, Helene y su frugal comida para hacer acopio por no saber si habrá cheque para el último escrito…, pero fiel a la vocación y al oficio. Siempre tuvo para dar y antes que comer prefirió los libros.
Esa mujer que un buen día de 1949 descubre los ansiados tesoros a precio asequible en un anuncio de Marks & Co., y que por no perder tiempo en la larga fila de la oficina de correos prefiere enviar en un sobre el dinero adelantado para su pedido, transportará sin embargo, más adelante y sin ninguna pereza, paquetes enormes de víveres para que lleguen sanos y salvos al otro lado del mar.
Helene nunca conoció en persona a los protagonistas de su hermosa composición ejecutada a varias manos, cantada a varias voces…, para cuando pudo viajar hasta Londres la librería ya no estaba y Frank Doel había fallecido. Tal vez esta escritora de ferviente imaginación tampoco supo que a veces a la realidad le da por inspirarse para echarle una mano a la vida y superar a la ficción.
Esta mujer que se crió entre tablas de teatro porque su padre era sastre de las compañías merecía sin duda y por derecho propio ver sobre el escenario sus creaciones.
Pero a esta chica sin picardía yo le diría que sólo hay una palabra que nunca debió nombrar, esa que no se perdona, y que produce alergia urticante a las “intelectualidades” de cualquier tiempo. Ese terrible vocablo se silabea así: au-to-di-dac-ta , y en el mismísimo instante en el que es pronunciado empuja escaleras abajo el currículum de toda una vida con vertiginosa precipitación.
A esa chica sin argucia le gritaría con énfasis para que me entendiera: "No importa si has masticado el polvo del teatro desde antes de tener dientes, no se considera relevante que hayas escudriñado a griegos y romanos, ni que te hayas bebido el cáliz sajón y también el anglo además del teutón, porque se trata del barniz, ¿me escuchas? no interesa la buena madera sino el brillo del barniz, se trata de avalar con títulos, de contraponer cinco años de juventud a toda una vida de estudio y preparación. Así que nunca, nunca jamás, ¿me oyes? vuelvas a definirte como autodidacta, porque ese “estigma” quedará impreso en la solapa de un libro único y no publicarás más. Eso sí, trabajo de campo no te ha de faltar, todo el que quieras: ¡Escribe!, ¡adapta!, ¡busca para la tele!…, pero sabiendo que nadie te nombrará".
Estoy segura de que mi club está lleno de mujeres sin título que con sus lecturas llenarían paredes de inmensos palacios, pero allí nos mezclamos sin preguntar, sin que ese efímero detalle se sepa o importe ya a nuestra edad de egos pulidos, hay en el aire una especie de acuerdo tácito que convierte en mal gusto la exhibición, y al igual que los años que cumples o los kilos que pesas, hay cosas que no se preguntan. Así que no seré yo quien haga la ficha.
Pero a veces la vida busca sinuosos recovecos para ser justa, y Mel Brooks a través de su compañía Brooks Film adquirió los derechos del libro de Hanff para regalarle a su esposa Anne Bancroft en el 21 aniversario de su matrimonio uno de los papeles más bellos de su carrera, Anthony Hopkins le daría réplica interpretando a Frank Doel, el delicado y culto encargado de la librería. Hugh Whitemore la adaptó y David Jones la dirigió, ambos provenían del mundo televisivo, con razón digo que el destino, a veces, escribe en justicia su propio guión y sin dejar cabo suelto.
El film en España se tituló “La carta final”. Creo que escogieron sin saberlo un emblema que encierra de algún modo un testamento que todos hemos heredado. Dicen que es la mejor película, sobre libros y librerías, jamás filmada, pero yo sólo estoy dispuesta a admitirlo si va cogida de la mano de “Fahrenheit 451”, de François Truffaut.
No me extraña que a Isabel Coixet le atrapara el libro, Isabel ama lo escrito entre las líneas, ese espacio es como un inconsciente que nos da información espontánea sin saberlo, ella se mueve bien en el terreno subliminal y consigue que el espectador vea lo sugerido en primer plano. Títulos como “Las cosas que nunca se dicen”, “La vida secreta de las palabras”… hablan por sí mismos y es que “84 Charing Cross Road” contiene LA HISTORIA, no sólo la de un tiempo concreto, sino LA HISTORIA, mira debajo y sabrás de qué te hablo.
A Helen Hanff le habría gustado ver el sobre el escenario a Carmen Elías y a Joseph Minguell.
Un fuerte abrazo y hasta el próximo encuentro en el que hablaremos de Nadra, Khaled y Nasmiya los protagonistas principales de la magnífica novela de Adelaida García Morales.
Me quedé un poco contrariada, porque había solicitado y preparado su lectura y la de dos novelas más con antelación, para ganar tiempo y poder compaginar otro compromiso también literario para el que tenía fecha de entrega. Pero dicha contrariedad se disipó enseguida: me gustó el destino, adoro Estambul, y me dije que, sin duda, allí comprenderían de maravilla el universal lenguaje del tigrillo y la dignidad de los shuar.
Así que no nos queda otro remedio que practicar la selvática paciencia del protagonista y esperar con anhelo a que la novela de Sepúlveda regrese a nosotros impregnada de Bósforo y Mármara, de la misma forma que Antonio José Bolívar Proaño cada seis meses aguardaba ilusionado en El Idilio la llegada del dentista Rubicundo Loachamín con las nuevas entregas.
Allí, en su mesa de largas patas -construida a propósito para comer y leer de pie y evitar de ese modo el dolor de espalda- Antonio José se evadirá del desconocimiento y la desfachatez de los forasteros que creen dominar la selva por el hecho de portar un arma, y devorará ávido página a página las novelas que tratan de amores difíciles y sufrientes que son sus preferidos. Pero en esta ocasión el compromiso vital con la selva amazónica y con los indios shuar pospondrá su apasionada lectura. Gracias a dicho compromiso que protagonista y autor comparten, comprenderemos el único duelo digno que la naturaleza admite, y el desconcierto del tigrillo nos pinzará el corazón remitiéndonos sin remedio a otra gran joya, la de Heminway : “El viejo y el mar”.
Y ahora, para compensar la espera, os quiero regalar este bellísimo pasaje con la intención de que os provoque el deseo inaplazable de tener entre las manos “Un viejo que leía novelas de amor” de Luis Sepúlveda:
“El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.
Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rápidos donde sería destrozado por puñales de piedra, a salvo para siempre de las indignas alimañas.
Enseguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.
Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonia, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana” .
Como no hay mal que por bien no venga con la ayuda de un compañero de la biblioteca encontré “84 Charing Cross Road”.
¡Qué preciosidad!, y cuánto nos hemos alegrado de haberla leído en el club.
Este pequeño libro de culto es un epistolario, la recopilación de las cartas que durante más de 20 años cruzaron el océano de Nueva York a Londres y de Londres a Nueva York.
Helene Hanff , tuvo un sentimiento agridulce al saber que su clamoroso éxito lo conseguían unas cartas atesoradas en un cajón y no una de sus obras de ficción tras haber escrito decenas de piezas de teatro soñadas para Broadway que jamás fueron estrenadas.
Para entonces Helene apenas sobrevivía como freelance escribiendo guiones de televisión, cuentos infantiles, documentales… (En fin, no quiero extenderme con su biografía que sin duda hallareis pormenorizada por muchos rincones de internet, y la labor del club no es redundar sino entregar su singular enfoque una vez tamizado el libro con los ingredientes de todas las opiniones). Pero no saquéis conclusiones adelantadas: tampoco después de “84 Charing Cross Road” se acabaría la precariedad que desde siempre acompañó a esta chica de Filadelfia nacida en el 18 del siglo XX. Y es que en ningún momento estamos hablando de fama ni de éxito o dinero, sino de prestigio, y este afloró, por suerte, gracias a su editor o a su agente (no estoy segura) que lo halló en la humanidad de esas cartas y la obligó a compartirlo.
Si pudiera decirle a Helenne, -la gran dama que murió en una residencia de ancianos, con la misma escasez de bienes con la que había vivido- que no siempre se escribe con pluma, bolígrafo o teclado, que también se crea y se trama mentalmente; que escribimos con la huella de nuestros pasos y que esa grafología es más indeleble, que llega más lejos, que alcanza más alto, que se oye más fuerte, sin duda se alegraría y el sentimiento agridulce desaparecería.
Si pudiera decírselo, ella sabría de inmediato que fue un honor para nosotras entrar en su salón; que nos dejó deslumbradas la flamante librería formada por cajas de fruta lujosamente rellenas de ejemplares únicos encuadernados con hermosas tapas de suntuosas telas gastadas. Libros que persisten en abrirse por donde más insistía el dueño anterior, novelas que se empeñan en compartir la caricia de anónimos dedos imperecederos… “de segunda mano” mal llamadas, o “de viejo” que aún es peor. Si pudiéramos decirle lo que sentimos al entrar por la puerta del libro en su aposento, al instante sabría que el pellizco colectivo, empático y unísono nos encogió el corazón.
Sabría que derramé lágrimas, sobre esa alfombra que nunca tuvo, al ver su entusiasmo desparramado en catálogos de comida en conserva y medias de seda con destino a la posguerra del nº 84 de Charing Cross Road.
Esa poderosa imagen nos dio la medida exacta de la generosidad: Helene y su escasa ropa, Helene y su frugal comida para hacer acopio por no saber si habrá cheque para el último escrito…, pero fiel a la vocación y al oficio. Siempre tuvo para dar y antes que comer prefirió los libros.
Esa mujer que un buen día de 1949 descubre los ansiados tesoros a precio asequible en un anuncio de Marks & Co., y que por no perder tiempo en la larga fila de la oficina de correos prefiere enviar en un sobre el dinero adelantado para su pedido, transportará sin embargo, más adelante y sin ninguna pereza, paquetes enormes de víveres para que lleguen sanos y salvos al otro lado del mar.
Helene nunca conoció en persona a los protagonistas de su hermosa composición ejecutada a varias manos, cantada a varias voces…, para cuando pudo viajar hasta Londres la librería ya no estaba y Frank Doel había fallecido. Tal vez esta escritora de ferviente imaginación tampoco supo que a veces a la realidad le da por inspirarse para echarle una mano a la vida y superar a la ficción.
Esta mujer que se crió entre tablas de teatro porque su padre era sastre de las compañías merecía sin duda y por derecho propio ver sobre el escenario sus creaciones.
Pero a esta chica sin picardía yo le diría que sólo hay una palabra que nunca debió nombrar, esa que no se perdona, y que produce alergia urticante a las “intelectualidades” de cualquier tiempo. Ese terrible vocablo se silabea así: au-to-di-dac-ta , y en el mismísimo instante en el que es pronunciado empuja escaleras abajo el currículum de toda una vida con vertiginosa precipitación.
A esa chica sin argucia le gritaría con énfasis para que me entendiera: "No importa si has masticado el polvo del teatro desde antes de tener dientes, no se considera relevante que hayas escudriñado a griegos y romanos, ni que te hayas bebido el cáliz sajón y también el anglo además del teutón, porque se trata del barniz, ¿me escuchas? no interesa la buena madera sino el brillo del barniz, se trata de avalar con títulos, de contraponer cinco años de juventud a toda una vida de estudio y preparación. Así que nunca, nunca jamás, ¿me oyes? vuelvas a definirte como autodidacta, porque ese “estigma” quedará impreso en la solapa de un libro único y no publicarás más. Eso sí, trabajo de campo no te ha de faltar, todo el que quieras: ¡Escribe!, ¡adapta!, ¡busca para la tele!…, pero sabiendo que nadie te nombrará"
Estoy segura de que mi club está lleno de mujeres sin título que con sus lecturas llenarían paredes de inmensos palacios, pero allí nos mezclamos sin preguntar, sin que ese efímero detalle se sepa o importe ya a nuestra edad de egos pulidos, hay en el aire una especie de acuerdo tácito que convierte en mal gusto la exhibición, y al igual que los años que cumples o los kilos que pesas, hay cosas que no se preguntan. Así que no seré yo quien haga la ficha.
Pero a veces la vida busca sinuosos recovecos para ser justa, y Mel Brooks a través de su compañía Brooks Film adquirió los derechos del libro de Hanff para regalarle a su esposa Anne Bancroft en el 21 aniversario de su matrimonio uno de los papeles más bellos de su carrera, Anthony Hopkins le daría réplica interpretando a Frank Doel, el delicado y culto encargado de la librería. Hugh Whitemore la adaptó y David Jones la dirigió, ambos provenían del mundo televisivo, con razón digo que el destino, a veces, escribe en justicia su propio guión y sin dejar cabo suelto.
El film en España se tituló “La carta final”. Creo que escogieron sin saberlo un emblema que encierra de algún modo un testamento que todos hemos heredado. Dicen que es la mejor película, sobre libros y librerías, jamás filmada, pero yo sólo estoy dispuesta a admitirlo si va cogida de la mano de “Fahrenheit 451”, de François Truffaut.
No me extraña que a Isabel Coixet le atrapara el libro, Isabel ama lo escrito entre las líneas, ese espacio es como un inconsciente que nos da información espontánea sin saberlo, ella se mueve bien en el terreno subliminal y consigue que el espectador vea lo sugerido en primer plano. Títulos como “Las cosas que nunca se dicen”, “La vida secreta de las palabras”… hablan por sí mismos y es que “84 Charing Cross Road” contiene LA HISTORIA, no sólo la de un tiempo concreto, sino LA HISTORIA, mira debajo y sabrás de qué te hablo.
A Helen Hanff le habría gustado ver el sobre el escenario a Carmen Elías y a Joseph Minguell.
Un fuerte abrazo y hasta el próximo encuentro en el que hablaremos de Nadra, Khaled y Nasmiya los protagonistas principales de la magnífica novela de Adelaida García Morales.
Pili Zori