La autora declara que en este momento y a su edad se dedica a ella misma y a las demandas de su salud, confiesa que no ha encontrado respuestas pero que lo importante es buscarlas y que se arrepiente de no haber hecho más por su gente antillana, y eso lo dice nada menos que la mujer negra que consiguió con su trabajo la ley francesa que hoy reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad, la madre que en soledad crio a cuatro hijos en África trasladándolos consigo mientras daba clases en distintos países, la que en determinadas etapas no pudo llenar la nevera para su familia, la mujer que escribió más de treinta libros de literatura, ensayo y teatro, obras que se han caracterizado por interrogarse sobre la Identidad, la memoria, el ideal femenino, la diáspora negra y el colonialismo. La escritora que creó el premio literario de Las Américas Insulares y Guyana y que recibió a su vez sendos y prestigiosos galardones en Francia como el Nacional de literatura sobre la mujer y el Anais-Ségalas de La Academia Francesa, fue la primera mujer que obtuvo el premio Putterbaugh otorgado por EE UU a autores francófonos. La profesora que terminó amando la docencia.
"Corazón que ríe, corazón que llora", de MARYSE CONDÉ
La autora declara que en este momento y a su edad se dedica a ella misma y a las demandas de su salud, confiesa que no ha encontrado respuestas pero que lo importante es buscarlas y que se arrepiente de no haber hecho más por su gente antillana, y eso lo dice nada menos que la mujer negra que consiguió con su trabajo la ley francesa que hoy reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad, la madre que en soledad crio a cuatro hijos en África trasladándolos consigo mientras daba clases en distintos países, la que en determinadas etapas no pudo llenar la nevera para su familia, la mujer que escribió más de treinta libros de literatura, ensayo y teatro, obras que se han caracterizado por interrogarse sobre la Identidad, la memoria, el ideal femenino, la diáspora negra y el colonialismo. La escritora que creó el premio literario de Las Américas Insulares y Guyana y que recibió a su vez sendos y prestigiosos galardones en Francia como el Nacional de literatura sobre la mujer y el Anais-Ségalas de La Academia Francesa, fue la primera mujer que obtuvo el premio Putterbaugh otorgado por EE UU a autores francófonos. La profesora que terminó amando la docencia.
"Feliz final", de ISAAC ROSA
Comenzar por el final, una ruptura de pareja, para
llegar hasta el principio -cuando se conocieron y enamoraron- es la original
herramienta narrativa que elige el autor para recorrer en este sincero flash
back los escollos con los que se ha ido tropezando el amor de Ángela y Antonio a lo largo de trece años. ¿Habrían sido salvables? El lector
decide.
La composición y la estructura cobran cuerpo físico
en sí mismas. La novela comienza por el epílogo, y un poema de Eugénio de Andrade, que habla sobre el fin de un amor, nos abre la puerta del capítulo siete, que en realidad es el
último.
Acompañaremos a los protagonistas dentro de las
páginas, a veces a Antonio y otras a Ángela -y queriendo o sin querer tomaremos
partido a su vez alternativamente por ella o por él- (logro que consigue Isaac Rosa dado que sabe construir y
dar voz y verdad tanto a un hombre como a una mujer) y en otras ocasiones
comprenderemos con equidad a ambos para terminar apreciándolos como pareja y
también por separado.
Al “finalizar” llegaremos al principio, al capítulo
uno, situado en la última página, y nos volverá a abrir la puerta -esta vez la
del prólogo- otro poema de Eugénio de Andrade que habla del instante preciso en
el que comienza un amor.
El íntimo encuentro con Antonio y Ángela habrá
concluido y tras él abandonaremos la novela habiendo realizado nuestro propio
balance.
Durante el terapéutico trayecto ella se expresará
en cursiva, él en letra de libro. A veces monologará primero él y a
continuación ella, y según vayamos acercándonos al comienzo de esta sincera
retrospectiva, habrá momentos en los que hablarán sobre el mismo asunto uno frente
al otro, o al lado, y entonces cursiva y letra mecanográfica se irán entremezclando
en el diálogo. Más adelante los dos se explicarán a la vez, el autor lo resolvió visualmente mediante columnas -no en vano Antonio en la ficción e
Isaac fuera de las páginas son periodistas.
Como dice Juan
Mari Arzak: “Este plato es sencillo de hacer, pero se te tiene que
ocurrir”. En eso consiste el talento de la renovación formal.
En cualquier caso, la novela retrata de forma
fidedigna, y avisa sobre los síntomas, pone palabras donde antes no las había y
suscita el interés sobre esa parte desconocida que se resume en “Nos hemos
separado” o en el más habitual “Me he separado” ya sin el nosotros.
Sobre los detalles del proceso nadie pregunta por
respeto y ese es precisamente el tramo que Isaac Rosa nos explica de forma pormenorizada. La historia que cuenta se sitúa en el contexto de la generación a la que él pertenece.
La novela nos hace un sinfín de planteamientos e interrogantes:
¿En esta época en la que impera el corto plazo, el
amor romántico es inculcado y aprendido a través del cine, las series o la
publicidad?
¿O sólo lo creen así quienes nunca se han enamorado
realmente?
¿Hay un interés comercial en mostrar sucedáneos del
deseo, para provocarlo, frustrarlo y garantizar de esa manera el bucle de
repetición en el espejismo del consumo?
¿Acaso el deseo sólo funciona a largo plazo si va
unido al amor? ¿O en la rapidez del corto plazo de nuestro tiempo se confunde
con lo quiero, lo pido, lo obtengo y me lo trae de inmediato a la puerta de mi
casa un repartidor de la multinacional?
Ironías aparte, con el símil me refería a
la infidelidad que no repara en las consecuencias.
¿Existe el enamoramiento? ¿O, como muchos
descreídos piensan, enamorarse es el resultado químico de un estado físico
ancestral destinado a la procreación?
¿Puede recuperarse tras un periodo de desamor el
amor hacia la misma persona?, ¿son necesarias las crisis para sacudir la alfombra?
Hay ejemplos para todo, hasta divorciados que tras
darse un garbeo por el exterior vuelven con los sentimientos más claros. El riesgo,
como es lógico es que la otra persona ya no le espere.
¿Hasta dónde se puede tensar la cuerda? ¿Al amor lo
matan los caracteres y temperamentos feos? ¿Nos falta educación sentimental?,
¿es necesaria o por el contrario el corazón sabe de sobra hacia dónde tiene que
ir?
¿Se entienden bien las señales del semáforo para
saber distinguir la recuperación de la conformidad?
No todo es achacable a la independencia económica,
conozco personas dependientes que sin embargo ganan mucho dinero, a parejas
atadas y con falta de libertad -al menos la de alguno de sus miembros- sin que
tengan problemas crematísticos, y también sé de matrimonios que deciden divorciarse a pesar de
las dificultades aparentemente insalvables. Por tanto habría que profundizar
antes de sentenciar y de echar balones fuera ya que con los mismos ingredientes
se elaboran comidas distintas.
¿Tal vez las personas de la edad del escritor –salvo
honrosas excepciones- pequen de juvenilismo y por ello teman la llegada a la
madurez y como consecuencia generen ese extraño síndrome de Peter Pan y busquen
con ahínco la repetición de la intensidad de los primeros años amorosos con
otras u otros?
Es sabido que algunos se emparejan porque toca, y
tienen hijos por la misma razón, mal asunto si después de dicha elección se dan
cuenta de que están con alguien equivocado, también existe la amistad con sexo,
o el deseo de espantar la soledad y múltiples variantes de conveniencia que
pueden funcionar, pero el amor es un misterio imperfecto al que tenemos
derecho, con hijos, sin hijos, con dinero, sin dinero... y sería bueno que en
caso de divorcio ambos tuvieran techo y facilidades para volver a ser felices
en otra compañía o en soledad y que los hijos no tuvieran que pagar ningún
plato roto.
El debate está servido.
La disección, el escáner, la autopsia de Feliz final, vale como espejo en formato
y diseño de inventario para todos, pero Isaac Rosa, como ya he dicho en renglones
anteriores, refleja fundamentalmente en el azogue a su generación –o a un gran
sector de ella- nacida en democracia y con todas las expectativas de alegría y
progreso que la nueva era prometía y que finalmente no se cumplieron.
Estar en paro es malo, pero en el mundo laboral de
hoy las normas en su mayoría no son precisamente democráticas sino más bien de
edad media.
La duración de los trabajos suele ser inestable,
los sueldos no equivalen a las necesidades básicas y dichas parejas las cubren
con dificultad aunque tengan empleos muy titulados.
La precariedad no sólo es aplicable a la pobreza,
tener tiempo para trabajar y no para vivir nos vuelve frágiles en todos los
aspectos: dificulta la crianza de los hijos, complica tener techo, comida,
educación, odontólogos, oftalmólogos… el tiempo es necesario para escuchar,
comunicar, amar, crear… para tener espacios comunes y no jaulas –como el
protagonista nos dice- en las que se comparten cansancio y soledades, en las
que no se hace el amor sino un cuerpo a cuerpo de masturbaciones mutuas con las
caricias del otro.
Quizá los protagonistas pertenecen a “la generación
más sobradamente preparada de la historia de España”, y haber sido educados
para el triunfo tal vez elimine la capacidad de lucha, de resistencia, de encajar
la frustración, el fracaso.
En el coloquio de nuestro club de literatura,
también se habló de los daños colaterales que en la novela apenas se tocan: los
que padecen los hijos de padres separados, del egoísmo a la hora de repartir
bienes o deudas... Imagino que en los próximos encuentros surgirán muchos
epílogos enriquecedores añadidos por nosotros, todavía estamos reflexionando
sobre las primeras cien páginas, aunque me di licencia para leer la novela completa y hace días que la terminé, nunca hago spoiler.
Una vez expuestos todos los elogios anteriormente dichos añadiré alguna pega:
Hay una escena que me molesta especialmente, en
ella los protagonistas que en ese momento viajan en el metro, se sienten
superiores a una pareja mayor que ellos, mal avenida en ese instante,
seguramente por un enfado momentáneo o arrastrado, no se sabe. Antonio y Ángela
piensan con aversión que ese hombre y esa mujer son el reflejo de un futuro al
que por nada del mundo quieren llegar, también critican a sus padres por la
misma razón.
La altivez joven, la necesidad de destacar, de sentirse
especiales y naturalmente de juzgar es un pecado de juventud, como cuando alguien
exclama para sobresalir y diferenciarse “¡Uy, a mí eso no me pasa!”, de
inmediato me dan ganas de apostillar: “Pero te pasan otras cosas, ¿de qué vas?”,
o de añadir “las discusiones se oyen, los besos no, y enfadado nadie resulta
guapo ¡tú qué sabrás!, puede que si ahondas salgas perdiendo en la comparación”.
No estamos en el interior de las personas y
habitualmente conocemos los hechos in media res, sin lo de delante ni lo de
detrás.
En Feliz
final hay un hilo conductor: la referencia a la película que ambos
protagonistas vieron por separado cada uno en su habitación de hotel cuando se
conocieron, es una atinadísima elección “Te querré siempre” así la titularon
en nuestro país, o “Viaggio in Italia” que fue la designación original. Aquel filme dio paso en su día a una moderna forma de narrar muy ponderada por
Cahiers du cinema.
El largometraje trata el mismo tema que hoy y en
esta novela nos ocupa, fue protagonizado por Ingrid
Bergman y George Sanders y
dirigido por el esposo de la actriz, Roberto
Rossellini, e ilustra un proceso similar (el matrimonio Rossellini tuvo
muchas dificultades y rechazo social en aquel Hollywood de 1954, otro día si os
parece tocaremos esa historia).
Como veis, la novela suscita reflexiones e invita a
compartir experiencias, pero lo mejor es que nos muestra los sentimientos,
alegrías y dificultades de una generación sumida en un mundo en el que la
solidaridad y la ayuda mutua fuera de la familia brillan poco. Un mundo del que
todos formamos parte a cualquier edad, una existencia a la que le deberíamos arrancar
el blindaje porque cada una de nuestras actitudes repercute en los demás y no
sirve mirar hacia otro lado ya que afrontar y no evadirse es lo que nos convierte en humanidad.
Al amor hay que arroparlo entre todos, crearle una
buena atmósfera, darle facilidades para caminar y desarrollarse y no al
contrario, y si se convierte en desamor con mayor motivo hay que protegerlo
porque el derecho a equivocarse es inalienable como el de recibir reinserciones
y nuevas oportunidades.
Buscar víctimas o culpables es un craso error. Se
tiene derecho a dejar de amar a alguien, lo fácil es preferir ser el abandonado
y no quien abandona, pero es una falsa premisa, y una vez pasado el duelo el
sol vuelve a salir para todos.
El arranque metafórico de Feliz final es precioso, un sofá cojo desde que ángela y Antonio lo compraron, la
porquería que se sedimenta detrás de los muebles y que queda a la vista en una
mudanza, el orden cronológico de las fotos, los recuerdos… y la frase clave
“Nosotros íbamos a envejecer juntos”. Ese era el plan común.
Isaac Rosa tiene una enorme destreza y potencia con
el lenguaje, tanta que el lector olvida lo bien que escribe imbuido en las
imágenes tan difíciles de crear sin que haya apenas escenarios. La novela me
remitió a la magnífica serie “En terapia” dirigida por Rodrigo García, en ella una habitación con sofá y sillón para
paciente y terapeuta sujetando los primeros planos con apabullante honradez y
entrega bastaron para descubrir los desnudos anímicos de mayor hondura que he tenido
la suerte de presenciar.
Feliz final no es un libro de evasión sino introspectivo y por tanto
de lectura atenta.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine
o con los libros.
Pili Zori