SHOW ME A HERO, serie de TV

En la ciudad de Yonkers (Nueva York) Nick Wasicko (Oscar Isaacs) el alcalde demócrata más joven de los Estados Unidos (27 años) recibe una orden judicial que le obliga a permitir que se construyan –repartidas- en barrios habitados por blancos doscientas viviendas sociales para familias con pocos recursos provenientes del “conflictivo” distrito de Schlobohm. Con dicha resolución se busca como objetivo integrar y eliminar así los guetos y focos marginales pero la ciudad no recibe bien el proyecto.
El título Show me a hero surge de una frase de Francis Scott Fitzgerald: “Muestrame un héroe y escribiré una tragedia.” La serie se inspiró en el libro de la ex periodista de The New York Times Lisa Belkin, y su artífice fue David Simon el creador de The corner, The wire, Generation Kill, Treme… La adaptación del guión corrió a cargo de David Simon, Lisa Belkin y William F. Zorzi. La fotografía es de Andrij Parekh y la música de Bruce Springsteen. Los seis capítulos están basados en hechos reales que sucedieron entre 1989 y 1995.
Antes de comentarlos pondré mis cartas boca arriba: la calidad de las series de las que hablo en este blog es indiscutible y partiendo de esa base, es decir, de que Show me a hero es una obra magnífica, usaré las palabras que una vez le escuché a Rosa Montero y que ya he dicho con anterioridad en alguna ocasión en este mismo espacio: “La literatura es el arte de lo ambiguo y el periodismo el de lo concreto” no sé si es suya la frase o ella misma a su vez parafraseaba a alguien. Lo cierto es que salvo la propia Rosa Montero, Gabriel García Márquez… y pocos más, no conozco a muchos autores que sean capaces de reunir ambos registros. Los dos talentos son más que loables, y probablemente el periodístico consiga mayor capacidad de llegada y por tanto mejor eficacia en la toma de conciencia con los problemas sociales, pero en mi opinión se remite a los hechos y la mirada es externa, y yo como espectadora tengo mis preferencias (no es necesario aclarar que hago el traslado de la escritura literaria a la escritura cinematográfica, la herramienta en este caso es lo de menos ya que hablamos de la creatividad o de la falta de ella) y con todos los trabajos del cineasta David Simon que he contemplado hasta ahora siempre he tenido la misma sensación: reportaje periodístico, documental dramatizado por extraordinarios actores. En sus entregas me falta el aliento poético que no es un adorno superfluo e innecesario que se superpone como un celofán con lazo encima de la trama y tan sólo embellece, sino una fina sensibilidad que no todo el que se coloca detrás de una cámara o pone sus dedos sobre un teclado o empuña un micrófono posee, me refiero a la sensibilidad que permite bucear, explorar a mayor profundidad y por tanto taladra el alma y penetra entre sus pliegues para llegar más lejos. Por ello y con todo el dolor de mi corazón digo que el tan aclamado David Simon, en mi opinión –subjetiva por supuesto- no es un artista. Que al gran público eso le da igual, vale. Pero Jordi Ébole que es un sagaz e inteligentísimo periodista que logra que se le abran en canal los entrevistados aún a riesgo de perjudicarse a sí mismos sin embargo no tiene por qué ser un escritor literario ni cinematográfico por muy bien entramados y filmados que estén sus reportajes, al igual que un cineasta no tiene por qué ser un buen cronista, y la huella que ambos dejen tampoco tiene por qué ser la misma. Deseo que se entienda que no pretendo comparar, ni dar o restar importancia a una u otra disciplina, sólo estoy diferenciándolas.
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Una vez aclarado que a mi juicio Show me a hero es un buen documental sin más, perfecta y minuciosamente ambientado, hablaré de los grandes logros que le encuentro y también de lo que no me gusta de esta fábula, y utilizo bien el término y su significado a pesar de que no esté protagonizada por animales –aunque si así hubiera sido sin duda habría resultado menos cruel- y reitero que defino como fábula a esta serie porque como tal tiene sus moralejas que son diáfanas y contundentes y porque las fábulas son de corta duración y en este caso estamos ante una miniserie.
Paul Haggis (el autor de Crash, esa hermosa y honda parábola) dirigió los seis capítulos, pero en esta ocasión queda claro que se puso a las órdenes porque dichas entregas son puro y duro David Simon de principio a fin: evidentes, con sus titulares bien subrayados, didácticas y sin sutilezas y me atrevo a decir que previsibles aunque se agradece que lo sean ya que al estar basadas en hechos reales lo que importa no es el cómo sino el por qué. Pero del estilo de Haggis no hay ni rastro y es una pena.
En la serie que nos ocupa queda bien recalcado que querer ser alcalde a toda costa, y conseguirlo de carambola sin saber en qué consiste el oficio ni a qué compromete, trae consecuencias, trágicas en este caso. Si tienes la necesidad de complacer para mantener el puesto, para seguir en la cresta de la ola, es fácil que el entendimiento se te enturbie y olvides que siempre hay que hacer lo correcto, de esa clase de valor debería ir el tema de dirigir nada menos que una alcaldía. También es duro y desmoralizador que las personas a las que has ayudado ni siquiera te conozcan. El escupitajo que recibe Wasicsko y los portazos resultan difíciles de mirar aunque comprendas que son el resultado lógico. “¿Y a usted, le ha merecido la pena?” le devuelve la pregunta Norma O’Neal (Latanya Richardson) cuando finalmente Nick Wasicsko decide hacer el puerta a puerta para ver si los nuevos vecinos están contentos con sus casas recién estrenadas.
En Show me a hero queda extraordinariamente bien explicado que es instintivo que no quieras juntarte con quien te desprecia, y también se comprende que te asuste lo desconocido sobre todo si la mala fama lo precede y que no desees que esté cerca de tu casa, aunque de sobra sepas en tu interior que con esa actitud contribuyes a que paguen justos por pecadores, y que nadie te garantiza que tú vayas a ser siempre el justo y que nunca te vas a convertir en pecador. Para salir del bucle tan sólo hace falta que alguien decida darse a conocer y salude y estire la mano para que sea estrechada dejando atrás el prurito de a quién le correspondería hacerlo en primer lugar, o que un niño se agache para acariciar a los caniches de la señora altiva que pasa a diario por delante de su casa sin dirigirle la palabra ni a él ni a su familia y que el repetido gesto de inocencia y de ternura del pequeño rompa un día en mil pedazos la placa de hielo prejuicioso que les separaba… y por fin que una vez transcurrido el tiempo dos amigas, una blanca y otra negra, tomen café en el porche en un día soleado y a la vista de todos para que la imagen se vuelva cotidiana y se normalice, pero sobre todo lo que está magníficamente explicado es que los ciudadanos pueden pasar de sus políticos y seguir con su lucha cuando éstos les dan la espalda, tergiversan, manipulan y utilizan cualquier causa como excusa para seguir encumbrándose por ese placer que sólo el poder otorga y que crea una rápida y dañina adicción. Y es que cuando las personas se tratan y conviven terminan entendiéndose y aunque sea una verdad de Perogrullo es necesario que nos la recuerden, pero para que eso suceda sí es cierto que se necesita que haya personas puente que pongan los puntos sobre las íes entre ambas partes, la figura del mediador es importante.
David Simon
Ahora bien, con Simon, aunque cuenta de maravilla todas estas reivindicaciones, siempre tengo la impresión de que de modo inconsciente, sin darse cuenta, presenta a los blancos de clase media como la forma ordenada, limpia y correcta de vivir y que el acercamiento ha de ser de los negros: el asesor vecinal, el hombre puente y mediador del que hablaba en renglones anteriores Robert Mayhawk (Clarke Peters) se gana la confianza de Mary Dorman (Katherine Keener) al aparecer ante ella con traje y corbata, pero sobre todo cuando recoge con cuidado de la mesa y de forma automática las migas del bizcocho que Mary le ha servido mientras siguen conversando, el detalle indica que es un hombre educado y que al igual que ella proviene de un hogar limpio y tiene buenos hábitos. Sé que simplifico en exceso y que lo que está en cuestión en esta serie no es el racismo sino el pequeño clasismo de la pequeña clase media, y que Simon se limita a retratarlo, pero él fue periodista y sigue ejerciendo y los periodistas van, dan la noticia y se desentienden de ella para de inmediato ir en busca de otra, esa distancia forma parte del oficio, y es de agradecer el testimonio, sea más frío o más cálido, pero él también –a mi parecer- les mira a distancia ya que quien asusta a la clase media o acomodada es la gente pobre, que en Estados Unidos casualmente es negra y ha estado apartada y sin mezclarse por aquello de “juntos pero no revueltos.” Sé que el discurso de David Simon resulta incómodo, que mete el dedo en la llaga y da vueltas en ella para que sangre y lo veamos, pero aun entendiendo y compartiendo su admirable y legítima intención me molesta que resalte tanto que viven en la calle como en un vertedero sentados en viejos sofás abandonados, o trasladando sus sucios colchones a sus pisos de paredes cochambrosas en el barrio de Schlobohm, que a la mínima te hacen una peineta, que el machismo impera y que las mujeres jóvenes lo extienden… Por supuesto que será verdad pero para mí hay demasiado entretenimiento y regodeo humillante y aleccionador en esas imágenes, en esa mirada y desde la distancia a la que Simon se coloca y que parece exclamar: ¡Mira como vivís!, ¡si da miedo acercarse a vosotros!, ¡normal que nadie quiera entrar aquí! Y diréis, no llevas razón porque Simon no generaliza ya que personas como Norma O’Neal (Latanya Richardson) es digna e intachable al igual que su hijo, y Carmen Febles (Ilfenesh Hadera) la dominicana que expresa que es más duro ser pobre en Norte América que en su país, tiene un comportamiento impecable… pero insisto en que siempre aprueban si se acercan o se aproximan a lo que entendemos por la única forma suprema y correcta de vivir y si no lo hacen suspenden.
En fin, es posible que me esté contradiciendo y que David Simon se limite a decir como Serrat que “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.”  Pero creo que en la lucha por la igualdad y la justicia aún nos quedan muchos caminos interiores que debemos desbrozar, ramalazos de sentimientos de superioridad de lo más idiota que se nos escapan por poros inesperados. Hemos de mirarnos más de cerca y a la altura de los ojos y entender que en el intercambio damos y recibimos, porque todavía hay mucha gente que hace caridad para sobresalir y si te subes a más peldaños para relacionarte con los demás te van a doler las cervicales cuando te agaches. Caer en la pobreza es más fácil de lo que parece, y desarrollarte si tienes las oportunidades también.
En cualquier caso a David Simon hay mucho que agradecerle, aunque a mí no me llegue al corazón tanto como otros de sus coetáneos, poco a poco como nuestro Galdós está escribiendo sus episodios nacionales, el desamparo tras el huracán Katrina en Treme, el de los abandonados a su suerte en The Wire… y sus retratos sociales son hiperrealistas pero sobre todo muy necesarios.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

AMERICAN CRIME, serie de TV

“¡¡¿Qué estamos haciendo?!!” Ese es el grito que con tanta potencia profiere John Ridley a la sociedad en la que vive y que nos golpea de igual modo también en la nuestra. Un cineasta enorme que acabo de descubrir y que me mantiene aún boquiabierta tras haber contemplado la primera temporada de American Crime (se puede ver con independencia ya que desenlaza y cierra) y parte de la segunda que elige otros aspectos del mismo cuerpo social para aplicar el minucioso escáner, además de la resonancia magnética que se detiene -con sonidos de lamento y de quejido- en cada uno de los ocultos y profundos nódulos que contienen el dolor y los males, individuales y colectivos, que nos aquejan. Tal vez con el pormenorizado diagnóstico de este autor consigamos poner remedio.
John Ridley no sólo escribe y hace cine con maestría, también crea literatura, y en esta ocasión justo es decir que el guión lo realizaron junto a él David Pérez y Julie Hébert. La música está a cargo de Mark Isham y la fotografía la dirige Ramsey Nickell.
Dicen que el pesimismo siempre es reaccionario porque tira la toalla y no cree en que las malas situaciones puedan mejorar. Sin embargo cuando alguien como John Ridley se empeña en mostrar historias tan tristes y nos espolea con tanta fuerza es porque tiene fe en que si tomamos conciencia podremos transformarnos y por tanto transformar.
La serie redefine el racismo, el de aquí y ahora, y por supuesto deja claro que lo hay de ida y vuelta, el repaso es para todos, también para quienes se escudan en la discriminación sin que ésta se haya producido. Especifica y detalla la xenofobia. Desmenuza los ingredientes del clasismo actual y también muestra a quienes se desclasan en pro de una cultura más avanzada en apariencia despreciándose a sí mismos por su origen con tal de sentirse integrados en el país de “acogida”. Y es que no basta con los hechos, es importante conocer qué los motiva y Ridley nos enseña las verdaderas razones llegando con eficacia a zonas inexploradas. Sólo haciendo ese ejercicio podremos crecer y avanzar. Pero sobre todo tira de la manta del sistema legal, y lo hace para que conozcamos que existe la discriminación económica encubierta en una nación que encumbra el dinero vendiendo con hipocresía la falsa idea de que lo que se valora en las personas son sus méritos, o al menos –deseo dar un margen- digamos que dicho aprecio no se aplica en todos los casos por igual, si partimos de la base de que ellos mismos admiten que hay universidades mejores y que sólo se accede a ellas con poder adquisitivo pues ya está marcada la diferencia. Tampoco nosotros nos libramos de elitismos soterrados, dicho sea de paso.

La serie televisiva nos muestra un claro ejemplo: Todos los ciudadanos tienen derecho a ser defendidos, a tener un buen abogado que no esté saturado de casos y que pueda dedicarse en cuerpo y alma a la causa de su cliente. Vemos un padre que para demostrar la inocencia de su hijo tiene que vender y perder su pequeño taller de coches, única fuente de ingresos para la familia, y tirar por la borda el esfuerzo y el sueño de toda su vida. Benito Martínez hace un trabajo extraordinario y profundamente conmovedor en el papel de Alonzo Gutierrez junto a Johnny Ortiz (Tony Gutierrez) y Gleendylis Inoa (Jennifer Gutierrez) que interpretan a los hijos de Alonzo en actuaciones más que sobresalientes. Nos encontramos frente a una buena cantera de jóvenes actores.
En cuanto a los muchos temas que trata American Crime y que giran y resbalan formando bucle dentro del gran embudo para desembocar en el vértice principal que saca a la palestra todos los estamentos de la sociedad norteamericana -tras haberla estudiado en cada una de sus aristas- la familia ocupa el primer lugar. Entornos familiares muy distintos que forzosamente quedan relacionados a causa del crimen y de los sospechosos.
El debate que suscita el cineasta no tiene desperdicio, los hijos increpan a los padres, igual que los padres a los hijos como en el caso de Alonzo a quien su primogénita Jennifer le reprocha –disculpadme por no citar textualmente- que lo que le ocurre es que se avergüenza de ser mejicano, que lo que en el fondo quiere es ser norteamericano y mirar del mismo modo altivo y distante a los demás inmigrantes, alegando siempre que él no fue ilegal. El comportamiento del padre es modélico pero como veis sí está bien que revise las verdaderas razones de su modo de actuar. Como os decía, también para los hijos habrá recriminaciones: ocultar, incomunicarse, esconder, seguir cánones de conductas inculcadas por pandilleros… acarrea consecuencias, y paradójicamente no afrontar los problemas o tratar de eludirlos genera otros más grandes. Las reglas del lumpen parece que consolidan lazos no consanguíneos más protectores que los de tu propia familia y un adolescente en plena rebeldía contra el nido, no entiende el largo plazo si no se lo explican, la calle va siempre más deprisa.
A Barbara (Felicity Huffman) sólo le queda una fantasía a la que aferrarse, su hijo asesinado no respondía a la idea de héroe que ella se empeña en mantener y digo se empeña porque más adelante en el metraje descubrimos que era traficante de drogas y que Barbara lo sabía. La guerra no es un correccional y esa madre lo envía allí para lavar su imagen en vez de enfrentarse realmente a los problemas que su hijo tenía. Me pregunto qué significa, qué es exactamente la idea abstracta de “la comunidad”, esa diosa voraz a la que hay que someterse porque si no lo haces te expulsa de su olimpo y cuando te despoja de la última brizna de humanidad sólo te quedan las apariencias para vestirte con ellas. Barbara es eso: el temor tan terrible a sentirse juzgada por no dar la talla como madre coraje que ha criado a sus hijos sin la ayuda del padre, representa la soberbia y el resentimiento de quien creía haber hecho bien su papel de cara a la galería. Es la mujer que compra un arma para defenderse de sus propios miedos en vez de acudir a la policía cuando el cristal de su coche recibe una pedrada con ella dentro. Excusa perfecta para su particular cruzada. Pero llega el día en el que se queda sin argumentos y se topa de frente con la cruda realidad, entonces se asusta de sí misma y en vez de deshacerse de la pistola se la entrega a ese ex-marido regenerado que se aferra a un clavo ardiendo con tal de recuperar el rol de hombre de familia que defiende a su esposa y a su prole, de inmediato sabemos lo que va a ocurrir. Al menos él sí afronta las consecuencias. Pero aunque Barbara es un personaje de quien se diría que “no la salva ni la caridad” lo cierto es que Ridley la levanta del suelo con profunda compasión ya que ella –tan víctima como culpable- no es más que el resultado de una serie de nefastas creencias sobre supremacía y derecho al desprecio que desde tiempo inmemorial han permanecido latentes en el interior de muchos norteamericanos. Véase Donald Trump.
Para el hijo de ambos –el hermano del asesinado- también hay recriminaciones justas, él juzga con dureza a sus progenitores, vive con su novia asiática que sabe que no será aceptada por su madre, y también tiene la excusa perfecta y completamente legítima para romper con su familia, pero su padre le matiza que tal vez lo haga no para alejarse sino para huir de responsabilidades.
A la tiranía no le importa cambiar de manos y le da lo mismo el color, como vemos en la segunda temporada. Lo explico porque el autor hace un estudio profundo no de razas –que no existen- sino de personas.
American Crime es una obra de arte en todos sus aspectos, esas escenas hipnóticas en las que se oyen las palabras de alguien que está fuera de plano -el espectador sin embargo ve la reacción de quien escucha y no la de quien habla- tienen un estilo y sello muy personales y consiguen el efecto buscado, el público que contempla el film, (porque para mí es un largometraje de mayor duración que debería verse en pantalla de cine y desde el patio de butacas) entra en la pantalla, se trasvasa y se convierte en el personaje porque el director le coge por el cogote y le inclina la cabeza para que observe y sienta como si viese a través de un microscopio de innumerables aumentos, y el nivel de empatía alcanzado es mayor que en cualquier otra obra cinematográfica que yo haya visto jamás. Sólo así comprendemos el lenguaje interno, lo que subyace, y lo vemos en los detalles: primeros planos de la crispación de unos dedos, el leve pestañeo de unos ojos que se llenan de ira, rebeldía, impotencia, decepción, arrepentimiento… el mal trago de una garganta…
La innovación del flashforward y el flashback instantáneos, sin transición, es sorprendente ya que en la misma escena se producen dos tiempos distintos en los que vemos cómo los personajes reflexionan después de haber recibido las palabras del interlocutor –apenas son instantes que van y vienen- pero sin embargo oímos las palabras del otro personaje cuando se están pronunciando, abundan las escenas con dos actores como máximo que se dan el relevo en la aparición, es como si el autor recalcase que se trata de una suma de soledades. No sé si se ha hecho en otras ocasiones esta clase de simbiosis física y anímica, es la primera vez que la veo y estoy pasmada: el uso tan peculiar del tiempo, y esa interactuación irrompible que nos dice en todo momento que no somos sin los otros ni cuando estamos a solas…
El peso que llevan los actores y las actries trabajando a milímetros del objetivo teniendo que usar siempre la verdad del personaje al que interpretan, tan dolorosa y difícil en todos los casos es enorme. Vi la serie exclamando por dentro a cada paso ¡Madre mía!, Madre mía, en todos los tonos y sentidos posibles. El director ha dado muchas vueltas de tuerca a la profesión y a grandes profesionales y el resultado sin duda produce un infinito agradecimiento mutuo, al que se suma el del público porque ya sabemos desde que era un crío qué clase de actor sublime es Timothy Hutton, (Russ), para muestra sólo hay que ver Gente Corriente, pero es que con Felicity Huffman hay que descubrirse. Comienzo por lel dúo ya que ambos conducen esta historia, ellos son los parámetros, pero sin embargo no me atrevo a decir que son los protagonistas principales porque la serie es coral y todo el elenco está perfecto y vertebrado en un magnífico ensamblaje. Lo que daría yo por haber visto los ensayos y las pautas que Ridley les fue dando a los intérpretes.
Siguiendo con los detalles tan singulares diré que me maravilla el ruido creciente que manifiesta la tensión interna que acosa a cada personaje cuando entra en conflicto. Me gusta que John Ridley haga visibles a los trabajadores de la limpieza o de servicios que suelen pasar inadvertidos como si formaran parte del decorado y se fundieran en él, el director les da un protagonismo intencionado, una mirada corta y exclusiva para ellos a toda pantalla y con esas pinceladas comprendemos o recordamos que todos somos sociedad, personas atendiendo a personas.
American Crime habla de deshumanización y derriba la falsa idea de que en las sociedades occidentales se concedan segundas oportunidades, como se demuestra con Richard Cabral (Héctor Tonz). Destruye las ideas abstractas a las que nos rendimos sin ponerlas en cuestión para que no nos auto-engañemos tal y como hace Barbara, madre de Matt Skokie, el veterano de guerra asesinado en su propia casa en un allanamiento de morada. Cuando Barbara se topa con quienes escuchan las frases que ella pronuncia en los medios de comunicación para reclamar justicia contra quienes cree que mataron a su hijo –el señalado es negro y los otros dos sospechosos uno latinoamericano y otro chicano- y una asociación claramente segregacionista le ofrece colaborar con ella, Barb alega que no comparte ese modo de pensar, puesto que no es racista, pero el espejo que le acaban de poner delante le asegura que sí.
Tampoco el autor quiere que pensemos que por contraste nuestra sociedad es decadente y por tanto hay que mirar hacia el Islam, Aliyah (Regina King) también está defendiendo intereses y creencias por encima de las personas sin tener en cuenta la realidad y las necesidades de su propio hermano Carter (Elvis Nolasco).
Nadie escucha a nadie, todo el mundo se instala en las ideas preconcebidas, etiqueta, prejuzga y se atiene a la línea de pensamiento imperante. Por fortuna se salvan sin embargo quienes a ojos de los demás han cometido errores imperdonables.
Pero el cineasta también nos dice que no todos son víctimas ni personas reinsertables como en el caso de Aubry (Caitlin Gerard), ella abusa de las drogas y de las personas y no desea cambiar, Aubry es quien desvela finalmente quién protagonizó el crimen y de qué modo se produjo y aunque impacta, no sorprende.
Para finalizar dejaré como broche a los padres de Gwen (la esposa de Matt que a causa del allanamiento también sufrió un brutal ataque que la dejó inconsciente). Es duro enterarte en esas circunstancias -el asesinato de tu yerno, y tu hija en estado de coma- de que tu dulce heredera tenía relaciones promiscuas y de carácter sadomasoquista. Su padre Tom Carlin (William Earl Brown) lee los informes de la policía y se pregunta completamente roto cuál es la verdad de su hija, ¿la que ellos conocen o la que arrojan esos papeles? Eve Carlin (Penelope Ann Miller), su esposa, le obliga a mirar a Gwen en la foto que él lleva en la pantalla del teléfono móvil y le recuerda que lo que ha ocurrido nada tiene que ver con él, ni tampoco la decepción que pueda estar sintiendo, porque por encima de todo Gwen es su hija haya hecho lo que haya hecho. Cuando sale del coma no recuerda nada.
Es un buen punto de partida.
En todo el mundo estamos viendo crecientes brotes de racismo, asesinatos de mujeres, homofobia, desamparo y crueldad para con los refugiados y lo único que proponen nuestros mandtarios es levantar muros y alambradas... Creo que John Ridley se sentirá tan impotente como yo, porque no tiene en sus manos la solución pero al menos como os decía al principio él se ha molestado en diagnosticar y tal vez con suerte su ojo clínico forme parte de la curación.
No tengo el gusto de conocerle pero de pocas cosas estoy tan segura como de que John Ridley es un ser lleno de luz.
Sobra decir que todo lo dicho anteriormente no es más que mi opinión subjetiva de la que podéis perfectamente discrepar.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER

La Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha organizó el día 7 de marzo de 2016, en Guadalajara, un acto para conmemorar el Día Internacional de la Mujer que a su vez dedicó un homenaje a quien durante tantos años fue directora de la Biblioteca pública de la ciudad, Blanca Calvo, alcaldesa en 1991 y figura relevante de la cultura. Tuve el honor de ser invitada a participar en la conmemoración que llevaba como lema "Las palabras que nos unen".
Compartiré con vosotros mi pequeña aportación.


Sexismo en el lenguaje

En la última película de Isabel Coixet, Allaka, una joven y bella inuit, nos dice desde la pantalla mientras acaricia con ternura su vientre abultado: “Pronto llegará pequeña persona”. PersonaY esa lección nos la entrega una esquimal, la muchacha que pertenece a una cultura supuestamente primitiva y que acostumbra a respetar la, dura, e inhóspita naturaleza del Polo Norte, y con esa palabra única para definir a hombres y a mujeres nos muestra que su idioma, no cree en la supremacía, y que aprecia por igual a todas las criaturas que su inmenso entorno incluye y contiene.
(Foto Guadaqué.com)
Quienes intentamos utilizar con profunda consideración la herramienta de la escritura, sabemos que una simple y solitaria Y griega puede cambiar por completo el sentido de una frase o el de todo un párrafo. Buscamos la precisión para reflejar sentimientos concretos, para describir espacios, rostros, paisajes, gestos…
Gozamos del privilegio de la palabra porque ella es la que nos comunica con los demás, la que nos hace personas. Pero el idioma sólo es el vehículo que traslada las imágenes, los estados de ánimo, la actitud… Es tan importante, que tras nuestro nacimiento invertimos más de un año en aprender a unir palabras para formar frases que digan lo que necesitamos, y lo logramos por imitación y haciendo un esfuerzo ímprobo.
Hasta para hablar de números se requieren las palabras.
El lenguaje transmite el conocimiento, el deseo, los objetivos, los principios, los sueños… Y la forma de utilizarlo configura el estilo que sirve para entregar a los demás nuestro modo de sentir -privado y público- la manera de ser… Usarlo bien, a la altura de los ojos une. Buscar atalayas para lanzarlo como arma arrojadiza separa.
En resumen: se dice que “el lenguaje es la representación mental que tenemos del mundo”.
Cuando era niña no entendía que la palabra caballero no tuviera equivalente en femenino puesto que nada tenía que ver caballero con Dama. La palabra Dama representaba a para mí una señora pasiva que siempre estaba esperando vestida con una falda armatoste en forma de campana y terminada en un aro que le impedía saltar, correr, escalar… y sin embargo caballera ¡oh! qué bien sonaba, a ropa flexible, a viajes, aventuras, hazañas...
Aún a riesgo de caer en lugares comunes y muy manidos, enumeraré unas cuantas palabras iguales para que de inmediato contemplemos las imágenes tan distintas que nos envían al cerebro cuando en femenino deberían ser equivalentes.
Intentaré no ponerme soez apelando a los genitales, ya que todas y todos sabemos de sobra que aunque nuestro idioma no tiene la culpa, en algún momento se instauró que el aparato reproductor masculino sirve para definir que algo es estupendo y que tenerlos es un rasgo de arrojo y valentía y que en cambio no tenerlos es de cobardes, y sin embargo se apela al de mujer para decir que algo o alguien es un aburrimiento o una pesadez.
Os propongo que juguemos un poco a ver qué significados tan diferentes nos vienen a la imaginación cuando decimos de alguien qué es: Un brujo o una bruja, ¿a que no son los mismos? Un fulano o una fulana. Un zorro o una zorra. Un hombre público o una mujer pública…
Os pido perdón por haber utilizado ejemplos tan simplones, son los que de inmediato se nos ocurren a todos, pero creo que por eso mismo sirven para extenderlos hacia otras muchas expresiones de mayor calado que usamos de manera despectiva y sin darnos cuenta.
Arreglarlo para que el lenguaje no sea sexista no consiste sólo en ponerle una A a cada oficio (por fortuna y porque ha habido un gran esfuerzo detrás, le oí decir hace unos día a la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, que ya nadie piensa que la jueza es la mujer del juez). A menudo usamos sin maldad dichos, frases y refranes peyorativos y excluyentes además de otras manifestaciones que hacen invisibles a las mujeres y que pasan inadvertidas. Subsanarlo consiste simplemente en pararnos a pensar y en preguntarnos por qué lo hacemos y quiénes decidieron que la definición fuera diferente según se aplicase a un hombre o a una mujer. Está bien que nos preguntemos sobre ¿a quién beneficia esa actitud preponderante?
La sociedad es como un tren, para que avance todos y cada uno de sus vagones han de llevar la misma velocidad porque si no descarrila.
Hoy está aquí Blanca, “la caballera” que vino del mar para quedarse entre nosotros, en estos parajes y aires mesetarios. La “Principesa” de los dos palacios que creó los clubes de lectura, y allí abrió las puertas de las distintas estancias de par en par y nos dejó introducirnos hasta en la cocina y llenó cada una de las salas de sillas y mesas que rodeamos principalmente las mujeres. Mujeres venidas y llegadas de todas partes de la ciudad, con distintas adscripciones, diferentes status, tallas, edades… y no sólo nos hizo visibles, también fuimos audibles.
La academia platónica estaba servida.
Intervención de Blanca Calvo (Foto Guadaqué.com)
Aprendimos juntas a debatir y a rebatir, sujetando en el cuenco de las manos como si fueran  gorriones trémulos los objetos de deseo en los que la lengua se viste de lujo: ¡las novelas!, y recibimos en esas dependencias -que tomamos al asalto como Pedro por su casa- a la crème de la crème  de las letras españolas. 
Hace 23 años que un jueves aterricé en su club de literatura y desde entonces he sido testigo directo de cómo Blanca Calvo fue levantando universos de convivencia que antes no existían y lo hizo en plural, pero sin dejar sin dejar nunca de ser ella  misma. Propició fiestas que dieron y  dan cabida a la alegría de lo variopinto y aprendí de ella cómo se vertebra y unifica lo distinto.
Hoy como tantas veces le vuelvo a dar las gracias, por hacer realidad la fantasía, por empujar con su aliento de mecenas a los creativos.
Te doy las gracias pequeña gran persona por ser una maravillosa mujer pública.

Pili Zori

"LOS ODIOSOS OCHO", película de Quentin Tarantino

Siempre hago comentarios elogiosos y positivos de las películas que elijo para reseñar en el blog, pero a veces pienso que si no establezco el contraste con las que no me gustan podría parecer que todo me viene bien y no es así. Hay productos que no son literatura y también los hay que no son cine aunque utilicen los formatos y lleven encima carromatos de dinero y usen las más sofisticadas tecnologías, y me pueden gustar o desagradar con independencia de que no los atesore en el cajón de las obras de arte ya que sé lo que estoy viendo y sé lo que puedo esperar: pasar el rato distraída y contenta que no es poco. Pero como he dicho en otras ocasiones y en este mismo blog, el cine y la literatura no son para mí meros entretenimientos sino fuentes de vida y conocimiento que me transforman. Pues bien no es este el caso, Tarantino sí es un artista indiscutible aunque a mí no me guste nunca.

Ocurre que para expresar que una obra te llena hay muchos motivos, pero también los hay para la que no te agrada sin que intervenga la descalificación. Creo que con un ejemplo se entenderá mejor: no me entusiasma ver “La naranja mecánica” de Stanley Kubrick pero aprecio el revulsivo y la intención, el retrato y alegato -premonitorio en su día- contra la violencia en todas sus facetas, la privada y la pública, el terrorismo de Estado y el marginal… y Kubrick nos mostró con nitidez el caldo de cultivo que la produce, el film no puede ser más eficaz y vigente firmado además por un gran cineasta.

Valoro el estilo tan personal de Tarantino, su fina socarronería, la sátira, la elegancia de los ingeniosos diálogos a los que no les falta ni les sobra una coma, es buen escritor, no sólo de cine, también de literatura. Entiendo que se crió y desarrolló en un barrio multicultural y que él mejor que nadie puede hablar con sinceridad de reivindicaciones reales sobre segregación en contraste con otros discursos políticamente correctos y vacuos, y buena muestra de ello queda en “Django desencadenado”, el propio director dijo que necesitaba hablar del horrible pasado de su país con respecto a la esclavitud pero que deseaba hacerlo a su manera y en forma de género, concretamente el del spaghetti western.  Con “Jackie Brown” elevó un canto al poder negro y la partitura es femenina. Pero la forma es importante, tanto como el contenido, y no puedo dejar de pensar que Tarantino coge los envases de otros para rellenarlos con su elaboración que estará para chuparse los dedos pero a causa de dichos envases no puedo considerarle original -cualidad que expertos y profanos le atribuyen con grandes admiraciones en negrita.
Que él hace el cine que le da la gana y los pastiches que le apetecen, pues olé sus narices. Que no es Tarantino quien se tilda de original sino los demás quienes le proyectan y atribuyen etiquetas que él no se pone, pues de acuerdo, pero su cine sigue sin gustarme. Sé que trabajó en videoclubs –concretamente en el Manhattan Beach, junto a otros apasionados cinéfilos- y que conoció mejor que nadie el gusto del gran público, al menos el de  aquel tiempo, y que se le sale el cine por los cuatro costados y hasta por las orejas, que estudió interpretación y que por ello es buen director de actores. Pero no puedo evitar pensar que lo que veo dentro de sus largometrajes son nostalgias generacionales del chico que se dijo un día deslumbrado frente a una gran pantalla al contemplar un film de serie B: “Si alguna vez puedo haré películas como esta”. Pero es que a mí el spaghetti western, con todos mis respetos, no me fascina, me parece una caricatura llena de tics y “machadas” que alimentan las fantasías masculinas y no consigo conectar. Las artes marciales –que también apasionan a este autor- en cine son muy estéticas y al menos la serie aquella de Kung Fu se sustentaba en poderes interiores que te convertían en mejor persona, por ahí sí podría ganarme, pero me temo que ambos formatos sirven como desahogos con los que el espectador empatiza para dar rienda suelta a los bajos instintos de cruenta vendetta, y que conste que me parece lícito, pero no me interesa.
Volvamos a “Los odiosos ocho” que es el largometraje que hoy nos ocupa.
Me gusta que dos adversarios de la guerra de secesión -unionista uno y confederado el otro- armados hasta los dientes puedan dialogar sin embargo sobre los sucesos de cada bando dentro de una diligencia, esa conversación sí que la sentí casi trasladable a nuestros días y a mi país, además de envidiable ya que en España aún no se puede hablar de la nuestra –ni habiendo cambiado de siglo- sin que nos emponzoñemos.


Entiendo la mirada pesimista de Tarantino. Como el propio cineasta dice –no cito textualmente- todos los western reflejan la época a la que se refieren y también el tiempo en el  fueron filmados, y “Los odiosos ocho” no iba a ser menos, de algún modo retrata el apesadumbrado sentir actual dado que no deja títere con cabeza, nunca mejor dicho porque a alguno se la vuelan. Sentí que la carta de Abraham Lincoln, manchada de sangre arrugada y arrojada con desprecio es el grito final de Tarantino, como si exclamara ¡¡¡No hay nada ni nadie en quien creer!!!! y tampoco importa si la carta es verdadera o falsa ya que está en manos de un canalla.

El espectador a menudo necesita ponerse del lado de algún personaje y en contra de otro u otros antagónicos: Durante gran parte de la película caminamos del brazo de Marquis Warren (Samuel L. Jackson). Es negro, muy educado, aunque mate… hasta que llega el punto de inflexión en el que con cruel regodeo le cuenta a Sanford Smithers (Bruce Dern) -el general confederado que sufre porque no sabe el paradero de su hijo- cómo él, Warren, obligó al vástago a desnudarse en medio de la nieve y a que le practicase una felación antes de matarle, y el personaje pierde nuestro beneplácito. Como es natural, anteriormente hemos escuchado todas las infamias del estirado general que no tuvo escrúpulos en quemar un pabellón lleno de soldados de la unión. Así que la borrachera vengativa está servida con todo lujo de detalles.

Sí es cierto que la película rompe esquemas, porque cuando Marquis cuenta que la dueña de la mercería tenía un cartel en el que rezaba “Se admiten perros pero no mejicanos” –hablo desde la memoria, perdonad si la frase no es exacta, el sentido sí es fiel- aún no hemos visto a Minnie. En un salto hacia atrás comprobaremos que Minnie era negra y ningún espectador concibe que pudiera ser racista y xenófoba, así que la carcajada insonora de Tarantino que yace por debajo se escucha estridente en tu interior. El director parece sacar el índice desde la pantalla para señalar al público e increparle: ¿Qué creías, ingenuo? Aquí no se salva nadie, ni siquiera tú, que para bien o para mal prejuzgas sin poseer toda la información, yo si la tengo.

He de confesar que es posible que sienta que Tarantino se ríe de mí en plan gamberro. Admito que no me gusta el sarcasmo, siempre me ha parecido un subterfugio cobarde, y mucho menos el humor negro, me encanta reírme sí, pero no de otros sino con otros, y con él tengo la sensación humillante de que desde un plano de superioridad decide: “Hala vamos a asustar y a cachondearnos de la tonta esta”, disculpad la exageración, es un decir, un ejemplo explicativo para que se entienda que le considero capaz de hacer a otros víctimas de sus bromas pesadas, es mi impresión subjetiva y probablemente injusta pero yo tampoco soy políticamente correcta aunque lo parezca. Está claro que pertenezco a otro tipo de espectadores y que no le pillo el aire a Don Enfant Terrible.

Me desconcierta por completo Daisy (Jenifer Jason Leigh) una actriz como la copa de un pino, no entiendo por qué aceptó ser la excusa para recibir esa mansalva de bofetadas. Siento mucho lo que voy a decir porque no es mi intención ofender a Quentin Tarantino ni acusarle –perdón por la chulería, ya sé que él no va a leer mis palabras, cuánto me estoy excusando hoy- pero tuve la sensación de que aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid pues nos ponemos morados de pegar a una tía en la ficción. No sé… comprendo que el film refleja lo odiosos y violentos que son todos y cada uno de los personajes, incluso ella, pero que sea una asesina bicharraca no justifica que la entreguen al sheriff molida a palos, ni a ella ni a ningún otro preso, y me preocupa que a alguien le pudiera parecer justificado.


Al final mi abuela paterna tenía razón cuando en los años sesenta decía que no quería ver las películas de la tele porque sólo salían zorrupias y tíos del sombrerete. Sí, quizá la famosa conquista del oeste fue eso: un albergue de oportunistas sin escrúpulos con sombrero llegados de la vieja Europa, lo mejor de cada casa incluida la nuestra, buenos cimientos ya te digo.

Da la casualidad de que ningún ingrediente del universo personal de Tarantino me gusta, y mira que me da rabia. En la mayoría de sus largometrajes llega a un punto de paroxismo en el que lo “entomata” todo, y se pasa de rosca rompiendo el ritmo, la composición y el equilibrio de su –hasta ese momento- bien contada historia: borbotones de sangre va y sangre viene, esta vez en vomitera múltiple gracias al café envenenado. Es obvio que si no me gusta la visión de la sangre, los vampiros menos todavía, no me ponían nada sus chupópteros sucedáneos de orgasmos sanguijuela camuflados, ni siquiera de cría me daban miedo los Drácula de turno sino repelús y él ¡toma ya sobredosis! Tampoco me gusta la simplicidad de Agatha Christie reuniendo a todos en una habitación y explicando en el último momento en plan profe para tontos lo que había ocurrido y Quentin Tarantino hace lo mismo, encerrar al elenco completo en la mercería, con tablas y clavos en la puerta para subrayar el secuestro y explicar con otro forzado flashback lo que ocurrió antes de que llegase la diligencia, y nos presenta de súbito detalles de la mayor relevancia para el desenlace sin haber dejado antes huellas, rastros, señales… necesarios para que el suspense funcione como un mecanismo de relojería de alta precisión.

No puedo evitar imaginarme a Quentin de crío leyendo manga sin parar –lo digo porque dichos comics o historietas suelen ser tan exagerados como él- le veo delante del televisor engullendo series de indios y vaqueros, de marcianos… -igual que yo, dicho sea de paso- y me enternece la imagen porque es una marca generacional y al observar su cine intuyes lo que le asustaba y lo que le enardecía, y es como si ahora aquel criejo que aún lleva dentro y que creía en aquellas moralinas y heroicidades exclamara defraudado: “¡¡¡¡Todo era mentira, un bluff, una mierda enorme!!!!” y también tengo la sensación de que sí necesita ser aprobado y por eso hace concesiones entregando lo que cree que se espera de él y con los cubos de sangre complace, pero en mi opinión se equivoca.
Es un escritor impresionante y no necesita estar haciendo homenajes que le restan creatividad.

Espero no haberme ganado demasiados enemigos, un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.
Pili Zori