"Los besos en el pan", de ALMUDENA GRANDES

Retrato fiel de cómo esta etapa de crisis -que ya cumple una década en nuestro país- está transformando en profundidad continente y contenido.
Bajo la atenta, comprensiva, dignificante mirada de la autora contemplamos la adaptación de un barrio madrileño desde el que Almudena Grandes abre plan para hacerlo extensivo a todos los barrios de España: el injusto drama de desigualdad tan estoicamente sobrellevado por quienes lo padecen, es decir, toda la sociedad, ya que no se trata sólo de ideología sino de ser solidarios y la empatía va de que lo que te pasa a ti nos pasa a todos porque repercute, vivimos juntos y no aislados, no hay que mirar sin ver, no hay que torcer la cabeza hacia otra parte.
La novela me ha remitido al neorrealismo cinematográfico italiano. Era necesario contar literariamente el dolor que nos aqueja y reflejarlo con el hiperrealismo de hoy, las casas de hoy, los coches de hoy aparcados en la puerta por falta de gasolina que les alimente, o de dinero para revisarlos, arreglarlos, renovarles el seguro…
La mirada periodística es exterior, aunque ahonde. La literaria, en mi opinión, es más profunda y completa porque añade la interior, porque hace que la historia se cuente desde las emociones, desde la psique, desde los pensamientos que no se pronuncian o no se oyen salvo por el indiscreto tabique delator que en medio de la noche multiplica un llanto masculino de timidez e introversión desesperadas. Porque relata el rugido del hambre que no se escucha en las tripas infantiles, pero que se asoma a los ojos de una niña con abuela xenófoba que prefiere mendigar en “Sólo para españoles”, paradójico ejemplo tópico y típico de esa mentalidad absurda que envuelve en celofán de soberbia un mundo de apariencias y patetismo muy patrio: Que no salga el humo aunque te abrases en llamaradas, aunque arda Troya, actitud reprobable, pero que tanto a la autora como a mí, en el fondo, nos produce conmiseración, y explica por qué hay determinados votos electorales que de ninguna manera se comprenden. Sólo Sofía, la maestra sin tapones en los oídos sabe escuchar el calambre hambriento en los honorables ojos de los niños incapaces de traicionar a su familia confesando que no comen.
Almudena Grandes sabe mirar con amorosa hondura a todo el mundo, a las chinas del establecimiento de uñas postizas que se sitúa frente a la peluquería de Amalia, (que hasta ese momento embellecía las cabezas de todo el barrio), la magnífica pero humilde estilista sólo pierde la vergüenza cuando tiene que pedir para otros, creando así su pequeño banco de alimentos.
Por ese mismo distrito sin nombre -que todos podemos reconocer en los nuestros- transita la abogada Marita que se deja la piel y los pies para acabar con los desahucios.

Begoña se librará de la adicción a las compras y del sucedáneo insatisfecho que contienen, “no hay mal que por bien no venga” podrían pensar algunos, pero ese mal no tiene que ver con la crisis ni con la capacidad adquisitiva, sino con una mentalidad superficial que sí se extendió durante largo tiempo.
Por sus aceras camina Ahmed cuya miseria desmoralizadora nos anuncia la posible captación con profanados cánticos de minarete. Parece que tampoco queremos entender ni el cómo ni el por qué de ese peligroso aviso, comprenderlo supondría atajarlo, pero es más fácil que se vaya la fuerza por la boca en desprecios y desahogos cobardes amparados en el bulto de la chusma. Para canalizar la ira en grupo sí parece que servimos.
A Almudena Grandes la he visto unas cuantas veces a lo largo de la vida en encuentros con clubes de lectura o en presentaciones de sus libros. Su novela “Malena es un nombre de tango” llegó a mis manos en un momento crucial de mi existencia, acababa de perder mi trabajo y de comprender la diferencia entre amigos y relaciones sociales. Ella presentaba su obra en una residencia de estudiantes y al poco tiempo en la Biblioteca Pública de mi ciudad, gracias al talismán de su novela me enteré de que los marcianos como yo, engullidores de libros se daban cita allí, y a partir de ese momento encontré un lugar de pertenencia que me resarció de todo el fariseísmo.
Aquel día fui a escucharla a la residencia de estudiantes con mi hija mayor, en ese momento Sara tenía quince años, acababa de estrenar la adolescencia, cuando concluyó el encuentro y nos fuimos le pregunté que si le había gustado la autora, y me respondió “Me ha encantado, tan alta, con esos “cacho” pies, y fumando todo el tiempo…”, traduzco: “Tan ella misma, tan poderosa, con los pies tan bien puestos en el suelo y al mismo tiempo con tanta capacidad para el vuelo”.
En agosto mi hija mayor cumplirá 37, ambas hemos leído todos los libros de Almudena según han ido saliendo, a excepción de “El corazón helado” (me regalaron un ejemplar en casa y otro los compañeros del club de literatura) aún no he empezado a leerlo ya que siempre tengo que dar prioridad a los de club, y sin embargo ella, mi hija mayor, sí lo hizo con fruición y vehemencia, dibujándose un árbol genealógico que todavía estará dentro de las páginas esperándome.
Aquel día de 1994 yo tenía 38, soy cuatro años mayor que la escritora. Recuerdo palabra por palabra lo que dijo -en el corazón el tiempo no transcurre- y la manera de mirar y de embestir con esos ojos tan negros que clava como dardos cada vez que escanea los tuyos. No lo cuento como anécdota de proximidad, aunque es curioso cómo ambas  -Almudena y yo- hemos ido cambiando de talla a la vez, cómo compartimos la afición por la cocina dándole el significado artístico y de expresión cariñosa y entrega que tiene… pero es más llamativo todavía que si me descuido repito algunas de sus frases sin darme cuenta y por supuesto sin ánimo de plagio ni de emulación, y a la vez encuentro muchas de las mías en su escritura o en las entrevistas que le hacen, y no porque caigamos en lugares comunes a todo el mundo, precisamente la sincronía se produce con las opiniones más singulares. Tenemos hasta el mismo modo de cabrearnos o conmovernos ante iguales circunstancias, y es que simplemente coincidimos sin más, y eso me alegra.
Lo digo para explicar que es un lujo seguir la evolución y trayectoria de alguien al mismo tiempo que ésta se va produciendo. Ahora se olvida que A. Grandes fue precursora de muchos avances verdaderos y reales. Hasta el momento en el que escribe “Las edades de Lulú” hablábamos entonces de liberación sexual femenina de forma muy técnica y eufemística aunque intentáramos ser brutalmente descriptivas –ese era precisamente el escondrijo- faltaba sin embargo ponerle nombre a lo que sentíamos como generación a caballo de muchas contradicciones, y ella encontró las palabras sinceras para colocarlas donde antes no las había y creo que nunca se le ha agradecido bastante, como suele ocurrir con los escritores de trato amable, sencillo y cercano, porque parece que lo que hacen es fácil.
“Malena es un nombre de tango” fue la reivindicación que produjo el exorcismo que barrió de un plumazo los restos de maldición contra el sexo femenino que todavía quedaban. Si mal no recuerdo terminaba con la expresión “¡Qué coño!”.
Según ella misma explica, al hacer balance de su trayectoria y de su carrera, comenzó a mirar a su alrededor a partir del nacimiento de la transición, y yo constato que estudió a la mujer desde todos los ángulos y roles posibles, como madre, como hija, en el trabajo… Rompió esquemas en “Modelos de mujer” demostrando -como es habitual en ella- que la belleza cabe en varias tallas y en distintas edades y desmenuzó los ingredientes que provocan el deseo, bastante más profundos que el mero calentón. Trató a fondo el triángulo en “Castillos de cartón”.
Y al fin, tras ese arduo recorrido se preguntó por el origen, y se encontró a sí misma situándose cronológica y vitalmente en tiempo y espacio.
La transición no había llegado por generación espontánea, era el resultado de la lucha de nuestros abuelos, y de la resistencia callada de nuestros padres. Como ella misma dice si se hablaba delante de los hijos de ciertas cosas se corría el peligro de que en su ingenuidad lo dijeran y delataran en los colegios, el país seguía acuartelado y atesorando fichas como poseso. Y así fue pasando el tiempo que permitió que a los vástagos nos educaran con la versión “ganadora” e ignorando la otra parte de la historia. Y por temor a la involución se huyó hacia delante dejando un vacío de contenido injusto y lagunas de memoria llenas de nombres propios, se propiciaron reconciliaciones nacionales tácitas que impedían mirar hacia el pasado, se retiraron las caras molestas que lo recordaban para en su lugar poner otras con más estilo de Sorbona y estudios de piano. Y dimos por hecho que la democracia estaba consolidada. Pero una democracia no funciona sin el sostén de su pretérito, y había que refrendarlo.
Ella era la nieta y le correspondía hablar, ser la voz de quienes no la tuvieron y así llegó la novela bisagra “El corazón helado”, el eje en medio de su obra a la que le faltaba toda la primera parte. Y es que nos guste o no, todos nacemos in media res.
En sus libros anteriores la prosa era apabullante, llena de lirismo, esplendorosa, barroca, con tono alto, ritmo ascendente y vuelo de águila. “Los aires difíciles” me resultó una bellísima innovación, con estructura de aire, ya que distintos vientos separaban las partes. Sin embargo cuando hace pocos meses leí “Inés y la alegría” (como ya he dicho hacía mucho tiempo que no entraba en las páginas de sus últimas novelas) el impacto que tuve fue muy distinto, subjetivo sin duda. Encontré su escritura mucho más sobria, sucinta… y tuve la sensación de que se manejaba como si llevase un gorrión trémulo entre las manos, con el cuidado de quien ha recibido como legado una historia referida y por nada del mundo quisiera desvirtuarla. Sentí que volaba bajo y con miedo. El telón de fondo me resultó oscuro, como un fundido en negro, como si no se atreviera a dar la luz para que no le dijeran: “No, ese paisaje está mal descrito, ese cuartel, o esa casa no eran exactamente así…” Me alegraré de estar equivocada cuando me introduzca de nuevo en sus episodios nacionales con el doble homenaje a Galdós y a los republicanos.
Recuerdo que yo discutía a menudo con sus personajes y con ella cuando elevaban sus quejas de “hija”, solía decirle: “ya te crecerán los tuyos y te enterarás” porque a veces su escritura hacía que me entrasen temblores por aquello de que los hijos eran baúles de recuerdos que después se iban a convertir en duros jueces amonestadores.
Aquel día en la residencia de estudiantes le pregunté que si no había tenido escrúpulos éticos por haber transparentado en las páginas a su familia, me pareció que daba un rodeo y le dije que entendía que no quisiera responderme, fue la primera vez que le vi la clavada de ojos y esa reacción honrada ante el reto. Respondió: “Reina no es mi hermana sino alguien más importante” y asintió haciendo una pausa para ver si entendía, yo afirmé también en silencio. “Pero tengo derecho a mi memoria”, concluyó.
Las dos nos hemos enterado, ya lo creo, y por fortuna no ha habido reproches sino elogios -que me caldean el corazón- por parte de mis hijas y buen balance, y hasta tengo un nieto adorable, que ojalá un día se pasme al enterarse de que soy Andrómaca (“El amor conyugal y filial frente a la crueldad de la guerra”. Otra preciosa ruptura de esquemas de la autora: las abuelas también son mujeres capacitadas para la “vida moderna” en las redes).
Creo que medir el paso del tiempo con el calendario de la literatura de Almudena Grandes constituye un hermoso vínculo. Nunca he intentado entablar amistad con ningún escritor consagrado, enseguida se les pone cara de póker por si les quieres pedir algo si se enteran de que escribes, pero sí atesoro lo mejor que tienen: sus novelas. 
En la entrada anterior de este mismo blog valoraba a los autores puente que poseen dos culturas y pueden explicar en ambos extremos de la pasarela los por qué de cada una. Almudena Grandes también es una escritora puente pero en su caso entre dos ideologías. Es una narradora de intenciones, bien definida en cuanto a su adscripción, pero no es casualidad que tenga lectores de tendencias políticas antagónicas ya que ella se crio dentro de una familia con miembros de los dos bandos y aprendió a posicionarse sin dejar de amarles, quizá por ello sabe explicarlos. Y tal vez por esa consanguinidad y por su sentido de la justicia puede hacer un viaje en el tiempo para colocarse en medio del combate.
Como toquecillo más frívolo para distender añadiré que es muy madrileña, expresiones como “era una chica monísima” son muy de allí, los castellanos somos más adustos.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.