"El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes", de TATIANA TÎBULEAC

       Impresionante.

      La ternura bajo la ira, como la rosa de la esperanza que queda cuando se abre la tinaja de Pandora y escapan de su prisión todos los males, todas las furias.

    El arranque es brutal aparentemente, pero también paradójico, y suena terrible si te quedas sólo en la forma, en la superficie de los malos modos, pero si te dispones a escuchar bajo el ruido te darás cuenta de que es el pensamiento de un adolescente cargado de enorme inquina lo que oímos, y en esa parcela en la que se desarrolla el monólogo interior no hay censura y comprendes que su desaforado resentimiento en realidad es una demanda de amor a gritos, una declaración, una queja, un lamento en esta relación entre madre e hijo.

   Traspasado el primer puñetazo en el estómago que el lector recibe comienzan a desmenuzarse las razones de desamor de ambos protagonistas y la novela se convierte en un canto a la reconciliación, a la capacidad de hacer las paces que tenemos incluso después de la muerte de un ser querido.


     La novela mira de frente, y se despoja de lo superfluo para demostrar que la belleza reside en todas partes, también en la tristeza.

       El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes es alta costura, una obra de arte ya que consigue que el lector vea el elogio escondido en las críticas del hijo, la bondad dentro de la propia ira, la llamada de socorro dentro de la agresividad. Y saber escuchar lo soterrado, lo que hay debajo de los golpes en ese ring de reconciliación es algo que nos beneficia porque sana.

    La composición de un lirismo supremo con contundentes prefacios que condensan el resumen de lo que a continuación se va a desarrollar, las huellas y rastros que el cuentagotas va depositando con precisión -para que después se abrochen en el cierre de cada círculo- y los hermosos golpes de asombro sin forzar -forma y fondo van unidos en rigurosa verdad- dan como resultado un derroche de talento inconmensurable que Tatiana Tîbuleac domina y sabe contener en toda su inmensidad controlando lo que quiere decir en cada momento y cómo lo va a repartir, y al acabar su escultura perfectamente definida parece exclamar señalando con las palmas de las manos en poderosa ofrenda: ¡Señores! ¡Esto es el barroco!, ahí tienen el colosal dolor retorcido, el sinuoso amor en plenitud de recovecos y curvas, la vida naciendo de la muerte.

El lector comprende al fin lo que intuía, y el legado que la autora anunciaba desde la primera página con sutilezas casi inadvertidas se extiende ahora explícito a sus pies  en maravilloso inventario de mercadillo. 

La herencia, la estrella real que no era metáfora, el secreto de los azules ojos, el delfín que ahuyenta a la parca y que más tarde, partido en dos sonríe a la muerte, la barca de Caronte encallada en un tronco hasta que ni un sólo rincón quede sin limpiar, sin ser purificado, "desodiado", la fachada de los postigos verdes, esos ojos de ventanal de la casa iguales que los de la madre. Un lugar indefinido en la tierra frente a un campo de girasoles que también pierden el pelo como la progenitora sin nombre que al fin dice el tan ansiado "ven, ven conmigo" que vincula, la punta del vestido blanco que se desliza como un pañuelo flotante que indica el ánimo alegre y etéreo de esa mujer que se despide, "Te doy vida en la muerte que me dan y no tomo" diría Miguel Hernández. Porque no importa el tiempo de existencia de la mariposa, primero gusano, después crisálida y más tarde alas, lo que cuenta es el vuelo y dejar como legado un final redentor.

    
 
Así es como yo he visto esta novela, así es como la he hecho mía.

    Se agradece que la enfermedad de Aleksy tampoco tenga nombre de estigma y sí de desamor, porque "Cuando tienen mucho dinero, a los enfermos psiquiátricos se les llama excéntricos" nos dice el protagonista.

    Un trabajo extraordinario de la traductora Marian Ochoa de Eribe, y una acertadísima apuesta de la Editorial Impedimenta.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.       

Pili Zori