"La venganza del perdón", de ÉRIC-EMMANUEL SCHMITT


Creo que seguiré conmocionada tras su lectura durante mucho tiempo, ojalá esta novela me acompañe siempre.
En términos artísticos es original, inquietante -como toda buena composición literaria de suspense psicológico que se precie-. Sus cuatro relatos tienen el ritmo, la música y la medida exacta del impulso necesario que requiere la narración corta para impactar, pero, sobre todo, diré que el conjunto es catártico para el lector al igual que también lo es para los personajes que habitan en las páginas y que cuentan por separado cada una de sus historias. Aunque quien lee pronto descubrirá que los protagonistas están unidos por un mismo hilo conductor: el dilema de perdonar o el de vengarse. La vida desde la infancia te coloca frente a los agravios y debes decidir. De modo que dicho hilo también se sale del libro para incluirnos en el mismo redil.
Todas las sutilezas exploradas entre los pliegues más recónditos del alma humana -con su luz y con su sombra- están servidas dentro del seno familiar. Según el autor, el hogar es el sitio desde el que aprendemos a convivir para luego echar a volar y manejarnos en sociedad. Él mismo recuerda su adolescencia como un pasaje tortuoso: sus progenitores, -un padre más partidario de la disciplina, y una madre más asertiva- le hicieron elegir camino, y decidió que no le gustaba acatar órdenes, no quería vivir en un mundo en el que sólo se obedece, y escogió el amor frente a las reglas o las leyes. Su madre podía pedirle cualquier cosa si se la explicaba con delicadeza, entonces él volaba para cumplirla o concedérsela. Fue yendo con ella al teatro para ver Cyrano de Bergerac cuando, siendo todavía un crío, decidió que se haría dramaturgo, y así sucedió, sus obras hoy son representadas con gran éxito por toda la Torre de Babel, es decir: el mundo francófono y el que no lo es. Más tarde se adentraría en la literatura y también sus novelas serían traducidas y leídas en cincuenta países, y cómo no, quedaba el cine que también dirigió con maestría (qué envidia, al parecer a algunos artistas las horas se les dilatan y estiran como el chicle). Catedrático de filosofía, además, confiesa a sus lectores y espectadores que a dicha asignatura le debe su enorme equilibrio ya que con las preguntas que ella te hace se encuentra el camino de las respuestas.

Comenzó siendo un joven ateo, más tarde se transformó en agnóstico y una noche en el desierto del Sahara experimentó la epifanía que le hizo comprender el sentido del universo y de pronto todo encajó en su vida.
Quizá escribió La venganza del perdón porque cree que las personas no son sólo el mal que causaron en un momento dado, no son únicamente los actos que te impiden perdonarlas, tal vez piensa que dicho indulto les devuelve su capacidad humana, su derecho a equivocarse o a acertar, a ser un todo de nuevo sin ese estigma que acota y reduce a un hecho quienes son.
Schmitt se asoma a los pensamientos y sentimientos que ocultamos, que nos asaltan, y según sus propias palabras nos dice que “Los escritores estamos ahí para hacer hablar al silencio”. Para encender la luz de la oscuridad, añado.
La novela discurre por cuatro historias cuyo destino cambia gracias al perdón o por culpa de él. La primera trata de la relación entre dos gemelas, ¿opuestas?, –se pregunta el lector- ¿acaso separan sin querer sus padres a las indivisibles hermanas con dos regalos distintos en el día de reyes?, ¿se desencadena en ese instante la discordia en el espejo?, ¿el revés?, ¿la cara y la cruz de una misma moneda?, ¿cómo nace o se suscita la envidia?, ¿a través de las distinciones?, ¿de la predilección?, ¿proviene de elementos exteriores y es por tanto inevitable?, ¿inculcada o innata?, ¿por qué alguien se siente inferior a su hermana teniendo la misma composición, el mismo envase?, ¿qué es la maldad entonces?, ¿desear lo ajeno?, ¿y la bondad? ¿carecer de lo que el otro tiene?, ¿renunciar?, ¿sacrificarse?, y dicha renuncia ¿es altruista o temerosa?
El concepto del perdón -a menudo asociado a la religión- aquí se nos presenta sin embargo de forma laica con todas las caras y aristas de un poliedro que gira, y el lector al contemplarlo desde todos los ángulos se pregunta: ¿Es mejor perdonar o ser perdonado?, ¿acaso se sitúa por encima quien absuelve?, ¿en el exceso de cualidades reside el defecto?, ¿es más cómodo indultar para estar tranquilo? y en ese caso el motivo de la exculpación ¿es egoísta o cobarde?
Creo que cualquier persona prefiere que la otra también se equivoque como ella para que la relación se establezca en igualdad y pueda resultar recíproca.
La segunda historia, Mademoiselle Buterfly, nos habla de un muchacho que se aprovecha del amor puro de una chica ¿rudimentaria?, ¿ingenua?, ¿con una discapacidad psíquica? Él le arrebata a su hijo y el lector o la lectora de nuevo se pregunta ¿para que el niño obtenga una vida mejor o lo utiliza como baluarte para no perder una herencia?
El autor pondrá patas arriba las ideas preconcebidas para darnos una lección, pero el relato hará un giro gracias a ese doble filo que tiene la indulgencia y que el destino usa con sabiduría. Puede que el significado de la palabra remisión contenga en sí mismo el de la vendetta blanca.
Y de súbito nos encontramos con La venganza del perdón, es el tercer relato y no en vano da nombre a la novela. Tuve la sensación de que estaba colocado como un eje en el centro del libro y que el in crescendo anterior desembocaba en esa apoteosis: Una madre que visita en la cárcel al asesino de su hija. Confieso que lloré profusamente y que aplaudí el rotundo final.  Esta parte de la narración me llevó a reflexionar en profundidad sobre el arrepentimiento, que resulta terrible cuando tomas conciencia del mal infligido y no puedes arreglarlo. Me hizo pensar en por qué tan a menudo escurrimos el bulto, en por qué no admitimos la responsabilidad o la culpa y la envolvemos en mil capas de justificaciones que terminamos por creernos, y es porque probablemente la verdadera venganza, la más dolorosa sea el remordimiento y no queremos sacar valor para experimentarlo.
Pero faltaba el broche final, que llega con la cuarta historia: Dibújame un avión. En ella nos presenta al anciano padre severo que leyendo El principito a una niña pequeña resarcirá las culpas más innombrables, las de la guerra, esos pecados abstractos y colectivos cometidos en la perversión de las batallas alegando que se cumplen órdenes -el colmo de la obediencia abyecta e irracional- esos daños en los que no se concreta el rostro del enemigo al que acabas de abatir, y de pronto la penitencia al descubrir pasados los años que la faz que borraste de la vida podría ser la del héroe nacional por antonomasia, el más admirado, el más querido, y no te perdonas tu crimen contra la patria. El importante aviso de Éric está dado.  como lo dio Arthur Miller en Todos eran mis hijos, nunca me cansaré de citarlo.
Como veis Éric-Emmanuel Schmitt no se ha dejado ni un sólo filo -de todas y cada una de las aristas del poliedro- por tocar, y lo ha hecho sin miedo a cortarse los dedos.
Alguien dijo con acierto que Schmitt nadaba contra corriente porque en un mundo desesperanzado él daba las claves para la esperanza, agrego que no puede haber mejor transgresión.
Tengo enormes deseos de seguir leyendo su obra, y siento la misma admiración por él que la que le profesaba Odette, la encantadora protagonista de su filme homónimo.
Dicen que el fin último de una persona no es alcanzar la sabiduría sino la bondad. Usted ya ha llegado Señor Schmitt.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili Zori