Lorenzo,
un callado e introvertido muchacho de catorce años se encierra en un sótano
durante una semana para mantener una mentira y así poder cumplir su mayor
deseo: estar solo sin tener que fingir que es uno más en el zoológico
depredador del instituto y de la vida. Ha dicho a sus padres que una compañera
de curso le ha invitado a esquiar junto a otros chicos de clase.
¿Deseaba
en su interior que así hubiera sido?
A
menudo creemos que el punto de partida es la infancia, bien como lugar
nostálgico al que volver o bien como huida, dependiendo en cada caso de lo que
haya tocado vivir. Durante la niñez eres un amplio receptor sin filtros, pero
tal vez sean la pubertad y la adolescencia -etapas en las que ya reflexionas-
los elevados y aterradores trampolines desde los que has de saltar, has llegado
al umbral, no hay retroceso y debes tirarte sin remedio a las turbulentas,
caóticas y abisales aguas adultas de absurdas reglas y adocenamientos que sin
duda entran en colisión con lo que en esencia eres.
La
adolescencia es la radiografía que muestra nuestro esqueleto anímico, el armazón
que en realidad nos sostiene.
Ammaniti
esculpió a la perfección el desnudo que requerían los rayos X. La prosa es
tratada a martillo y cincel como el mármol de una escultura. El autor ha
desprendido, quitado y no añadido los pedazos sobrantes, las adherencias
exteriores y erosionadoras que acumulamos después, y que a veces como un cáncer
se comen nuestra verdadera estructura. El autor consiguió que la obra de arte
saliera del núcleo en el que estaba oculta, encerrada, escondida.
Tú y yo nos invita a recordar nuestra pubertad, nuestra
adolescencia, y la metáfora de la novela es preciosa y precisa, porque el
interior de una casa tanto en literatura como en psicología suele representar
al ser humano por dentro, y bajar al sótano significa que viajas hasta el fondo
de ti mismo.
Cada
lector hará interpretaciones diferentes porque es inevitable proyectar sobre
las páginas de la novela recuerdos personales de dicha etapa, al menos yo sí
tuve algún que otro escondrijo, y uno en concreto también fue un sótano al lado
del gimnasio en el colegio de monjas en el que me sentí fuera de lugar durante
tantos cursos de bachillerato.
A
veces, (aparte de provocar que me echaran de clase por charlatana, o por tener
en el regazo novelas de Herman Hesse,
o de la biblioteca de mi padre -que después no me devolvían- mientras simulaba
estudiar y aunque más tarde me avergonzara) me sentaba en el suelo bajo la
silla o el pupitre. Estaba convencida de que dado mi apellido, la proximidad
del armario de los abrigos, y la superpoblación de cada aula nadie notaría que
el último lugar del orden alfabético se quedaba vacío. Unos ojos adultos
-probablemente tanto entonces como hoy-
interpretarían la conducta como una llamada de atención bajo un mismo
prisma esquemático, pero no era así, realmente me escapaba pensando que la
ausencia pasaba por completo inadvertida. Nuestro idioma es acertado y la frase
de “no sabía dónde meterme” define perfectamente lo que estoy compartiendo. Me
mataban de aburrimiento, sufría un cansancio feroz y no podía retener dentro de
mí tanta energía echada a perder. Ya me habría gustado que los estudios
convencionales fueran mi escondite, y no los autodidactas o clandestinos en los
que podría atesorar varias licenciaturas, pero en aquel tiempo aún no entendía
de disfraces ni de reglas sociales incomprensibles al igual que le ocurre a
Lorenzo.
El
padre de Niccolò Ammaniti es un
prestigioso psiquiatra especializado en adolescentes, ambos han escrito a
cuatro manos algunos libros.
Al
menos a mí me resulta un contrasentido que la adorada diosa llamada “normalidad
social” a la que tanto se venera se empeñe en imponer revestimientos que luego
los profesionales tienen que andar arrancando con enorme esfuerzo, entonces ¿en
qué quedamos?, ¿por qué esta novela de apariencia tan sencilla ha provocado
tanta empatía en el mundo entero? De algún modo habrá que conjugar para que el
individuo no sea engullido en favor del clan.
Lorenzo
en una de las páginas del libro escucha a sus progenitores hablar sobre él y
oye cómo su padre le dice a la madre: “Me
parece muy reductiva esa necesidad de algunos psicólogos de pacotilla de
catalogar y catalogar continuamente” , y sin embargo es curioso que la
propia contraportada del libro incurra en ese mismo error al definir a Lorenzo
como introvertido y un tanto neurótico.
Siempre
tendemos a arreglar por el camino fácil, primero se crea e impone un sistema. Si
es bueno o no, no se discute, y después ahí te las apañes, tanto si lo
disfrutas como si lo padeces y que el individuo se adapte a lo colectivo y no a
la inversa. Se ve que hacer hueco para ampliar no está contemplado, será que la
variedad de colores rompe la armonía de lo monocorde. “Coma caca que cien
millones de moscas no pueden estar equivocadas”, decíamos algunos en el tiempo
de mi juventud. Todo sea en favor de “La Mayoría” otra diosa déspota a la que
hay que rendir pleitesía. Recemos entonces para que la ilustrísima mayoría no decida aprobar barbaridades.
Agradezco
que la novela vuelva a poner en cuestión quiénes son en realidad los
inadaptados, que aborde por qué se inculca con tanto ahínco que si no eres
sociable resultas un fracasado y ahí anda todo el mundo como loco vestido de
avispa para que no le piquen simulando un aguijón postizo (cuando leáis la
novela quienes aún no lo hayáis hecho comprenderéis el extraordinario ejemplo
real que el protagonista escoge con una mosca que se hace pasar por avispa para
poder formar parte del avispero sin ser atacada. Ammaniti cursó estudios de
biología, aunque no se licenció, por suerte para los lectores fue secuestrado
por la literatura).
Tú y yo, esta pequeña gran joya, entre otras muchas también
suscita la disertación sobre el sentido de pertenencia, y sobre la necesidad de
aprobación y nos invita a visitar de nuevo nuestra adolescencia para que nos
comprendamos mejor.
Olivia,
la bella hermana de Lorenzo por parte de padre, nueve años mayor que él y que
apenas ha visto, sirve de contrapunto al irrumpir en el refugio. Aparece
desmejorada, menos hermosa de lo que él la recordaba, ha ido a buscar una caja
con su nombre en la que están guardadas sus cosas. Tras el incómodo forcejeo de
quien se siente invadido aparecerá la conciencia que reside en el amor
instintivo y el chico le prestará toda su ayuda sin juicios ni prejuicios y
correrá todos los riesgos.
Antes
de entrar en el síndrome de abstinencia, Olivia le recrimina entre
exclamaciones “que sepas que porque te
escondas y vayas a lo tuyo no eres una buena persona, demasiado fácil pensar
eso”.
Los
tiempos para la reflexión, es decir los silencios, están muy bien medidos y
cargados con la potencia de lo que no se dice pero que sin embargo el lector
lee con completa exactitud. Ya he dicho en otras ocasiones que un buen escritor
lo es también por lo que calla para que lo añada el lector extrayéndolo de
entre las líneas, moverse bien en la sugerencia requiere maestría.
Mientras
Olivia duerme Lorenzo lee la carta que estaba guardada en la caja y que explica
por sí sola algunas razones de su hermana. El autor no juzga ni culpa ni
responsabiliza sólo muestra y establece el contraste, quien lee decide qué
hacer con el retrato:
“Querido papá:
Te escribo para darte las gracias por el
dinero. Cada vez que me sacas de un apuro tirando de tu cartera me pregunto: y
si en el mundo no existiera el dinero, ¿cómo podría ayudarme mi padre? Y luego
me pregunto si lo haces porque te sientes culpable o porque me quieres. ¿Y sabes
qué? Que no quiero saberlo”.
La
carta continúa, tendréis que entrar en el libro para completarla.
Al
mismo tiempo hemos visto cómo mira a su padre Lorenzo y la diferencia también está
servida así como el sutil deseo de equidad: “…Una de esas personas serias que parece que han de sostener el mundo
solos”.
Cuando
Olivia se encuentra mal Lorenzo la contempla y define su aspecto de este modo: “…Como si la hubiese masticado y escupido un
monstruo al que le hubiera sabido amarga”. Qué belleza.
Este
niño que era y es cariñosísimo con sus padres y su abuela escuchó en la sala de
profesores cómo la maestra le decía a su
madre: “Es como si estuviera en la estación
esperando el tren para volver a casa”.
Ese
crío al que “le gustaban aquellas enormes
fotografías de gente comiendo sola en restaurantes llenos” era feliz a su
modo. No sé por qué hay que dar tanto la tabarra con la sobrevaloración del
grupo si tarde o temprano te integras con más o menos gusto ya que no hay otra,
si tarde o temprano te emparejas felizmente, y tienes hijos a los que amas y
por los que también te preocupas en igual medida, y encuentras un trabajo que encaja
en el orden social establecido, que se lo digan si no a este escritor que
ejerce el oficio más solitario del mundo: La literatura, y la enorme y
paradójica necesidad que ésta tiene de comunicarse y compartirse al mismo
tiempo. Dejemos entonces vivir en paz a los gregarios y también a los
solitarios porque más tarde o más temprano todo encuentra su lugar, la vida te
va guiando.
Pasajes
como el original relato que Lorenzo le cuenta a su convaleciente abuela no tienen
precio, así como el momento exacto en el que en ese cuarto -aprovisionado de
cocacolas, latas de atún, libros de terror y la play- el chico mata al monstruo
Soul Reaver en el videojuego. El engarce no puede ser más lírico.
Insisto en que volver de vez en cuando a la adolescencia permite saber si de algún modo te
has traicionado o si te has mantenido fiel a tu propia esencia. En aquel tiempo
se veía más claro quiénes eran limpios de corazón y quiénes
en su lugar tenían piedras.
Un
abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili
Zori