CUADERNO DE NOTAS: Delicias

 -¿Y dónde quieres que vayamos? preguntó la abuela a su pequeña mientras acogía su manita en el cuenco de la suya rugosa y perfumada como un tronco de cedro.

-Pues a merendar un desayuno yaya.

-¿Sí? y ¿en qué consiste esa merienda? 

La sonrisa se deslizó burlona -desde los ojos almohadillados y chispeantes de luz contagiada- por las rectas paralelas que desembocaban en las pestañazas de su chiquilla. La niña durante unos vertiginosos instantes la miró incrédula, su yaya no sabía muchas cosas de las de salir a tomar algo, sus papás sí.

-Pues consiste -extendió los delicados y menudos dedos de la otra palma haciendo un bucle de sabiduría paciente y explicativa- en una tostadita grande de pan de molde, no del otro, con mantequilla y mermelada de melocotón, y en otra pones tomate untado y encima jamón, el tomate es rallado -dibujó el gesto vertical de arriba hacia abajo visto en casa- un zumito de naranja y para ti, además de las tostadas -aclaró para mostrar que ya no era egoista-, un vaso de leche con un sobre de descafeinado ¿ves? me lo sé.

Si no tienes dinero yaya yo llevo -expresó con orgullo despegando levemente de la falda corta su bolso cruzado y los dos euros tintinearon.

Pruden tragó una saliva dulce y pletórica que deshizo el nudo de su garganta y suspiró con plenitud mientras la sonrisa jugueteaba traviesa entre sus labios.

-No mi amor, otro día me invitas tú a una tarde de chicas, hoy me toca a mí.

La nena caminó en saltitos, que de pronto detuvo, sin soltar la mano de su abuela, para seguir caminando porque tenía seis años y con su yaya era mayor. 

Al abrir la puerta de la cafetería la vaharada de aire caliente se mezcló con el del corazón de la abuela y el beso de ambas brisas se fundió y supo a suave y untuosa mantequilla y a dulce de melocotón, tan afrutado como las sonrosadas mejillas de su princesa.

Por eso cuando aquel reportero local días más tarde yendo por la calle interpeló a Pruden sobre su comida favorita de las fiestas ella contestó colmada: "Pues merendar un desayuno", el chico la miró con la perplejidad de quienes contemplan el alzheimer, ella no le aclaró que estaba lúcida, más lúcida que nunca sumida en los pensamientos tan lógicos de su pequeña, como en aquella otra ocasión en la que Prudencia le preguntó por teléfono:

-"¿Qué te cuentas?" y la nieta le respondió cargada de razón:

-¡Cómo me voy a contar cosas a mí misma si ya me las sé, te las cuento a ti porque no las sabes.

O como cuando vio por primera vez la nieve y exclamó:

-"¡La nieve cae en mis brazos!".

Qué lástima no haber apuntado toda su poesía desde que comenzó a hablar -se reprochó- porque no hay ciencia más exacta para ordenar mi caótico mundo interior que la suya.

P.Z.

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