Hoy no distinguimos la letra de los demás a causa de la tecnología, a excepción de los profesores.
Antes -hablo de mi antes, seguro que el tuyo es posterior- era una sensación íntima sobre el conocimiento profundo del otro, dado que la escritura es como la prolongación de tus huellas digitales, especiales y únicas, y atesorábamos en la mente una colección de caligrafías distintas cuya pertenencia o identidad reconocías de inmediato.
Recuerdo aquel placer infantil que me causaba embeleso al contemplar la destreza que surgía de los dedos de mi padre o de los de mi hermano cuando yo aún no sabía escribir, o la parsimonia bonita de la letra de mi madre. Ni siquiera la magia de un pincel creador se puede igualar a aquellos asombros pictóricos para mí.
Pero lo que sí evoco cada día es esa especie de mayoría de edad conquistada cuando a los siete u ocho años decidí que mis emes y enes irían siempre del revés, es decir: escritas patas arriba, como las trazaba la chica rubia de clase, y ahí siguen pareciendo ues enlazadas para bailar sardanas. Y es que la rebeldía no siempre es ruidosa.
Pili Zori
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