El psicoterapeuta reprimió el asombro para que no asomase a
los ojos delatándole frente a su paciente. No la detuvo al escuchar el nombre
propio que acababa de pronunciar y dejó que prosiguiera.
-Fue tan real, doctor, bailamos y sentí la piel de su espalda,
no bajo la camisa, toqué su carne y la oprimí sin necesidad de que se la
quitara, de que se despojara de la ropa, y el lado derecho de mi rostro -adherido
a su pecho- también recogía su agradable temperatura, como si no hubiera tela,
mientras danzábamos lentamente sin que en el sueño se escuchase música. El
recuerdo al despertarme resultó turbador como un secreto, demasiado…
excitante”.
Adolfo Arán se removió en el sillón, ella a
su vez se arrimó más al brazo derecho del sofá, por un instante ambos habrían
preferido el cinematográfico diván para evitar el contacto visual.
La estancia rezumaba una comodidad suave y neutra con el
estilo evocador de los años cincuenta, el sofá verde oliva sobre una alfombra
de color marrón claro parecía absorber el sonido dando sensación de
confidencia, en aquel espacio tan recogido los únicos focos de color brillante eran los distintos
pacientes que llegaban a la consulta y proyectaban su luz o su sombra sobre ese dúo de confesionario laico.
-¿Podría decirme a qué hora aproximada se produjo la… ensoñación… placentera?,
¿poco antes de despertar? -buscó las palabras con tacto- ¿le habría gustado permanecer
dormida para poder continuarla y... culminarla, o por el contrario abrió los ojos a
causa de un arranque de autocensura?
Le incomodaba sentir pudor después de tantos años de ejercicio e intentó camuflarlo a duras penas, estaban demasiado cerca, se sentía al descubierto y el eco de las frases iguales ya escuchadas aceleró el latido delator en el cuello.
La curiosidad científica es poderosa –se dijo para justificarse ante sí mismo y poder tirar por la pendiente-. ¿Científica?, murmuró su pensamiento con reprobación e ironía, pero se dejó llevar sin atender a la alarma.
Le incomodaba sentir pudor después de tantos años de ejercicio e intentó camuflarlo a duras penas, estaban demasiado cerca, se sentía al descubierto y el eco de las frases iguales ya escuchadas aceleró el latido delator en el cuello.
La curiosidad científica es poderosa –se dijo para justificarse ante sí mismo y poder tirar por la pendiente-. ¿Científica?, murmuró su pensamiento con reprobación e ironía, pero se dejó llevar sin atender a la alarma.
-¿Tiene alguna relevancia el detalle, doctor?
- No. Claro que no. Le pido disculpas si la he desconcertado
y desconcentrado a la vez, siento haberle cortado el hilo -se llevó los dedos a la nuca-. Es un inciso, un interés
estadístico para mis investigaciones internas -carraspeó con la mano en los labios para ocultar una verdad a medias- perdone el egoísmo, ha sido una
espontaneidad inconsciente. –Ella retiró el aire y negó con la
cabeza para quitar importancia.
-Sobre las cuatro de la mañana, del día siete, lo recuerdo
porque fui al baño, duermo con el reloj de pulsera puesto, y no, cuando volví a
la cama no retomé el sueño, no ocurrió nada más, sólo bailamos. –La mujer esperó unos instantes- ¿No… va a interpretarlo?
–el hombre tragó saliva.
-Creo que no hace falta, usted misma lo puede desentrañar.
Al ver que la paciente quedaba en suspenso y a la espera, el psicoterapeuta elevó
el hombro, e inclinó la cabeza para asentir con una sonrisa. No sabía oponer
resistencia a la ansiedad digna que asomaba a los ojos de María, por
más que ella se empeñase en doblegarla y disimular la vulnerabilidad y extendió la mano, como si dibujase un
pequeño abanico invisible que se abría en el aire, para hacerle la concesión y comenzó a explicar con la amable, pero innecesaria condescendencia que se utiliza para
hablar con los niños.
-Por la forma en la que transcurrió la conversación que
mantuvo con él -evitó pronunciar el nombre- aquella mañana y que ha compartido
conmigo hoy, deduzco que usted se sintió deseable y agradecida por ello, sin más, y que
le habría gustado abrazarle, y por tanto realizó lo inacabado durante el sueño; es algo muy habitual, la necesidad de ternura también conduce a veces a la excitación, pero no creo, aunque
sin asegurarlo de forma categórica, claro está, que el deseo partiera de usted hacia él; de modo que no se inquiete,
no es una infidelidad, y mucho menos una traición -sonrió tras recalcar la última frase- tampoco una
revelación como ha ocurrido con otros sueños que ha tenido y que hemos tratado en sesiones
anteriores para propiciar la catarsis; en este caso tan sólo se trata de las atracciones
naturales y diurnas que todos sentimos incluso hacia personas desconocidas que
apenas vemos durante unos instantes, no revisten mayor interés; fue una forma nocturna
de corresponderle, que usted no se permitió de día por no enviarle una señal
que pudiera dar lugar a equívocos, ya ve que utilizo sus propias palabras María, ambos pertenecemos a una generación anticuada que durante la infancia vio como
sus adultos le daban excesiva importancia a que las mujeres guardaran las “formas”, recalcó con el el gesto de la comillas, y ese modo de actuar, sigue atrapado en el
inconsciente de muchas personas avanzadas, progresistas y en apariencia
desinhibidas. Es el típico: “a ver si va a pensar…”
-“Que soy una cualquiera.” -Terminó ella la frase y rieron al unísono con franqueza.
María era una mujer cultivada y reivindicativa que se había construido a sí misma, a base de machetazos y amputaciones a la selva retrógrada y machista del pasado para hacer camino nuevo. Comprensiva con todos los demás, pero montada en el caballo de las contradicciones, propias de quien tuvo que romper ideológicamente, pero encorsetada y llena de miedos inoculados en la niñez, temores que sabía reconocer pero no vencer y que nadie, fuera de la consulta, habría imaginado. Tenía 19 años cuando acabó la dictadura y con ella la educación represiva, cuartelera y gazmoña de todo el país.
Cambiaron de asunto para tratar zozobras de mayor hincapié y como siempre el tiempo se les hizo corto.
María era una mujer cultivada y reivindicativa que se había construido a sí misma, a base de machetazos y amputaciones a la selva retrógrada y machista del pasado para hacer camino nuevo. Comprensiva con todos los demás, pero montada en el caballo de las contradicciones, propias de quien tuvo que romper ideológicamente, pero encorsetada y llena de miedos inoculados en la niñez, temores que sabía reconocer pero no vencer y que nadie, fuera de la consulta, habría imaginado. Tenía 19 años cuando acabó la dictadura y con ella la educación represiva, cuartelera y gazmoña de todo el país.
Cambiaron de asunto para tratar zozobras de mayor hincapié y como siempre el tiempo se les hizo corto.
La acompañó hasta el vestíbulo posando con suavidad delincuente la palma de la mano en la cintura femenina que los tacones hacían cimbrar, era la primera vez que la tocaba.
Todos queremos ser deseables, se diría a sí mismo al cerrar la puerta mientras analizaba
su propia actitud, quizá rijosa al verla desde fuera, en la comunicación no verbal.
¿Se trata de un conato de celos ante otro posible macho alfa trasnochado y
madurito como yo? ¿Privilegio de la especie? -se burló resignado sintiéndose mayor-. Está visto que nunca se acaba la necesidad de
ser aprobado por una mujer aunque no pretendas enamorarla, pero para que te
correspondan en esta etapa hay que tener el físico y la planta de Pierce Brosnan,
o de Bruce Willis, no sólo el espíritu, se rastrilló el pelo con las uñas, aún permanecía oscuro, pero con menor espesura, dio dos palmaditas a su estómago, no era una tabla de lavar precisamente y esta vez para sentirse menos achicado rió con fuerza exorcizando a la vejez, la carcajada la empujó un par de décadas en la fila, aún no le había tocado el turno, todavía no era un decrépito.
A continuación el frunce de ceño engulló el gesto amplio y
distendido para de inmediato transformarlo en el sesudo que tanto le caracterizaba, se permitía pocos recreos. Concentrado tras la mesa los dedos de las dos
manos formaron un triángulo que finalizaba a su vez en el que dibujaban los codos apuntalados en los brazos de la butaca, percutió con los índices la
nariz en varios golpecitos y después abrió con ímpetu el cajón del archivador
para sacar el historial de Manuel Miranda, como si hubiese necesiatado darse valor, también él se sentaba en ese mismo
rincón del sofá que acababa de abandonar ella. Algunos pacientes al principio preferían
el butacón para sentirse en igualdad con el psicoterapeuta, más entronizados,
aunque a las pocas sesiones optaban por el asiento largo, y al adquirir
confianza, subían alguna pierna, usaban los cojines de parapeto o los retiraban para hacer suyo el espacio, y entonces el trozo sobrante de la horizontal mullida
y tapizada hacía que se sintieran más libres. Adolfo sabía que la búsqueda de
la verticalidad en las relaciones era una creación artificial, una fuente de
conflictos de la que sólo emanaban problemas sociales. Por ello cuando alguien
señalaba un asiento pronunciando el ruego de “por favor siéntese” se sobreentendía
que buscaba la igualdad, y por el contrario,la respuesta negativa
“prefiero estar de pie” anunciaba una transgresora hostilidad.
Ella desconocía que ambos eran pacientes del doctor Arán en
días alternos y con distinto horario; Manuel acudía los martes por la mañana,
en la hora de descanso del trabajo. María los jueves por la tarde. Arán tendría que haber avisado cuando ella le nombró, ya no tenía remedio.
El pulso del terapeuta se aceleró y la carpeta aleteó temblorosa durante unos instantes.
¡En efecto! ¡Confirmado! ¡Allí estaba! Adolfo Arán desorbitó
los ojos ya sin testigos como un niño al encontrar una deslumbrante sorpresa
tras abrir una puerta:
El mismo sueño parpadeaba en las anotaciones. Confiaba en el papel, porque si se caía al suelo no se iba a romper como el último disco duro externo, al ordenador y a los pendrive les podía suceder cualquier misterio y estaba harto de arritmias tras cada susto, de modo que duplicaba los historiales, como si tuviera que rendir cuentas, la letra manuscrita continuaba siendo una prolongación hacia el exterior, un tacto vivo de pulsos y ritmos, y ¡sí!, ¡ahí estaba! entre los renglones que ahora tamborileaba, a la misma hora
de la madrugada y en el mismo día, el siete; escudriñó los detalles: el baile
sin música, el deseo inacabado, la sensación del contacto de la piel a pesar de
la ropa, y algunas variantes más explícitas de Manuel y más toscas, el ritual seguía siendo el de siempre, entre hombres había que eludir los eufemismos y un empalme sin descarga era un doloroso empalme, aunque la sinceridad de Manuel gozaba de delicadeza y también de elegancia al compartir inseguridades y entregas, sus palabras brotaban de una raíz limpia.
-Vaya, vaya, Sigmund, este hallazgo no lo descubriste. ¡Soñaron
lo mismo! ¡Estuvieron juntos!
Se recreó al imaginarlos danzando lentamente, la mejilla de
María sobre el pecho de Manuel, y se entretuvo unos segundos para observar en
el recuerdo que ella parecía más alta, de manera que el rostro habría encajado
más arriba, entre la mejilla y el cuello de él, en la estatura física real
–corrigió- pero tal vez la onírica era la que María deseaba tener a su lado,
para escucharle el latido.
-Quizá -en algunos casos de privilegiada hipersensibilidad- los
protagonistas y también los personajes secundarios sueñen a dúo o en grupo las
mismas historias cada noche o cada siesta o cabezada sin saberlo –especuló en voz alta haciendo el hallazgo extensivo- y por ello resulte tan real lo que se
experimenta tras los párpados cerrados, porque en verdad lo está siendo.
Estaba contento y reía dentro del diálogo imaginario de su
soliloquio.
-Ni a usted ni a mí, Señor Freud, nos dio por comprobar algo tan
simple: nuestros pacientes no suelen estar vinculados entre sí, oh, maravillosa
coincidencia la mía…
La alegría creciente de quien posee información privilegiada
burbujeó por sus venas.
-Puede que soñar sea la fórmula de escape para enmendarle la
plana a la autocensura diurna, para ejercer al fin la libertad sin riesgos.
Se mantuvo ensimismado e indeciso durante interminables
instantes sin perder la sonrisa que le jugueteaba nerviosa entre los dientes.
-Soñar, soñar… -susurró abstraido.
Al
fin cerró el archivador, lo colgó en el cajón, en la M de Miranda, muy lejos de
la I de María Infante y dejó un hueco entre las carpetas sin dilucidar por qué lo hacía. ¿Quería o no que se aproximaran?
-¿Serán los sueños mundos paralelos sin tabiques
temporales? -volvió a dirigirse a Freud.
Cerró el cajón con llave y decidió que había pillado infraganti al
destino, y que como un caballero medieval simularía no haberlo visto a través de la rejilla del yelmo.
Pero lo que nadie le iba a quitar, ni siquiera en nombre de
la Diosa Ética, era el placer de asistir a la evolución de ambos pacientes; no
iba a derivar a otro colega a ninguno de los dos; aunque sabía que era lo correcto, como también lo apropiado habría sido frenar a tiempo para decirle a María que el hombre del sueño a quien ella mencionaba con nombre y apellido también era su paciente; tampoco desvelaría lo
descubierto ni intervendría. Esa tentación, incluso sin juramento hipocrático, no
estaba permitida.
Un eco llegado de dos tiempos, la antigüedad griega y su
juventud, se escuchó suavemente en su cabeza.
“…Guardaré secreto
sobre lo que oiga y vea en la sociedad por razón de mi ejercicio y que no sea
indispensable divulgar, corresponda o no al dominio de mi profesión;
consideraré como un deber el ser discreto en tales casos.
Si observo con
fidelidad este juramento séame concedido gozar felizmente de mi vida y de mi
profesión, honrado siempre entre los hombres; si lo quebranto, y soy perjuro,
caiga sobre mí la suerte contraria”.
Tal vez no volviera a producirse el hallazgo de un sueño
común. Quizá Manuel y María jamás llegarían a ser pareja en la vida despierta, o sí. En
cualquiera de los casos él estaría presente durante el proceso para propiciarles, juntos o por separado, fortaleza emocional y herramientas, pero
lo que sí suponía una certeza indiscutible era que ambos le habían regalado un
secreto de dioses y ahora él habitaba en el olimpo y podía estudiar los entresijos de las buenas y malas voluntades que rodeaban a Eros y a Psique.
La paciente de las ocho había llamado para cancelar la cita.
El esfuerzo anímico le había cansado. Los párpados comenzaron a pesarle como si Hipnos hubiese posado en ellos los labios; reclinó la butaca, y enseguida escuchó el batir de alas, supo que Morfeo le llevaría hasta ella, hasta aquella muchacha de la facultad a la que renunció de antemano antes de intentar “conquistarla”, ya entonces y en su gremio, aunque todavía fuera de estudiantes, había palabras que no se pronunciaban tales como conquistar, conceptos imperdonables de desigualdad que maniataban pero que sin embargo se sentían por dentro en todo su contenido; maldijo la mala suerte de haberse criado entre dos aguas, en un tiempo de transición intransitable debido a los escollos sentimentales que no acababan de caducar por mucho que se denostasen, pero no le dio la gana cambiar el vocablo, porque en su interior esa palabra no era agresiva, ni conllevaba ingredientes de dominio ni de sumisión, definía una emoción íntima y legítima de orgullo y triunfo; quería ponerle la luna a los pies, tras ayudar a que bajase de un coche de caballos, y después le depositaría en los brazos su mundo, y que hiciera lo que quisiera con él, en eso consistía su idea de conquista, de seducción, de persuasión, de la entrega de sus llaves de Breda, ¿y qué? Era la alumna más sobresaliente del aula, la más hermosa para él; amaba los pensamientos que salían por su boca, los movimientos de las manos grandes al desmenuzar las inquietudes, los dedos de Josune parecían el cobijo del sol, aunque sólo una vez se atrevió a pedirle los apuntes, para acariciar en braille su letra clara e inclinada, esa fue la aproximación máxima que logró alcanzar, pero soñaba con ella cada noche, y en aquellos sueños no sólo sentía la piel intocada, como les ocurrió a María y a Manuel los pacientes que ahora emulaba invirtiendo los términos. Él entraba en Josune por las puertas de sus ojos marinos, por sus poros, por la triangular abertura de los muslos con olor a sirena, por las axilas sin el vello que otras exhibían, por los pechos altos que intuía duros y pequeños y era entonces, al erizarlos, cuando volaban a caballo dando vueltas por los cielos nocturnos de Van Gogh. ¿Cursi? pues bueno.
Estaba completamente enamorado ¿y qué? Y harto de desvirtuarle la magia a las frases y al deseo. Jamás se escondía tras la jerga médica, tal vez por ello Adolfo Arán llegaba más lejos que otros colegas: los pacientes le sentían como a uno de los suyos. Siempre la había querido, entre esos espacios sin traición que sólo a él le pertenecían, entre novias y ex esposas, la había deseado como un derecho en los trozos de tiempo que ya no eran de nadie entre la noche y el día.
-Llévame con ella –murmuró adormecido- y si es posible haz que
por una vez estemos juntos los dos sin nadie más al acecho de su hermosura, y prolonga el sueño como si fuese una vida. La respiración sonó profunda y el oleaje comenzó a mecer los cielos marinos del pintor porque los dioses habían hablado por la boca de sus pacientes para mostrarle el camino, y por primera vez los enemigos de psique y eros se volvieron compasivos.
Pili Zori
Pili Zori
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