Siempre
hago comentarios elogiosos y positivos de las películas que elijo para reseñar
en el blog, pero a veces pienso que si no establezco el contraste con las que
no me gustan podría parecer que todo me viene bien y no es así. Hay productos
que no son literatura y también los hay que no son cine aunque utilicen los
formatos y lleven encima carromatos de dinero y usen las más sofisticadas
tecnologías, y me pueden gustar o desagradar con independencia de que no los
atesore en el cajón de las obras de arte ya que sé lo que estoy viendo y sé lo
que puedo esperar: pasar el rato distraída y contenta que no es poco. Pero como
he dicho en otras ocasiones y en este mismo blog, el cine y la literatura no
son para mí meros entretenimientos sino fuentes de vida y conocimiento que me
transforman. Pues bien no es este el caso, Tarantino sí es un artista
indiscutible aunque a mí no me guste nunca.
Ocurre
que para expresar que una obra te llena hay muchos motivos, pero también los
hay para la que no te agrada sin que intervenga la descalificación. Creo que
con un ejemplo se entenderá mejor: no me entusiasma ver “La naranja mecánica”
de Stanley Kubrick pero aprecio el revulsivo y la intención, el retrato
y alegato -premonitorio en su día- contra la violencia en todas sus facetas, la
privada y la pública, el terrorismo de Estado y el marginal… y Kubrick nos
mostró con nitidez el caldo de cultivo que la produce, el film no puede ser más
eficaz y vigente firmado además por un gran cineasta.
Valoro
el estilo tan personal de Tarantino, su fina socarronería, la sátira, la
elegancia de los ingeniosos diálogos a los que no les falta ni les sobra una
coma, es buen escritor, no sólo de cine, también de literatura. Entiendo que se
crió y desarrolló en un barrio multicultural y que él mejor que nadie puede
hablar con sinceridad de reivindicaciones reales sobre segregación en contraste
con otros discursos políticamente correctos y vacuos, y buena muestra de ello
queda en “Django desencadenado”, el propio director dijo que necesitaba
hablar del horrible pasado de su país con respecto a la esclavitud pero que
deseaba hacerlo a su manera y en forma de género, concretamente el del spaghetti
western. Con “Jackie Brown”
elevó un canto al poder negro y la partitura es femenina. Pero la forma es importante,
tanto como el contenido, y no puedo dejar de pensar que Tarantino coge los
envases de otros para rellenarlos con su elaboración que estará para chuparse
los dedos pero a causa de dichos envases no puedo considerarle original
-cualidad que expertos y profanos le atribuyen con grandes admiraciones en
negrita.
Que
él hace el cine que le da la gana y los pastiches que le apetecen, pues olé sus
narices. Que no es Tarantino quien se tilda de original sino los demás quienes
le proyectan y atribuyen etiquetas que él no se pone, pues de acuerdo, pero su
cine sigue sin gustarme. Sé que trabajó en videoclubs –concretamente en el
Manhattan Beach, junto a otros apasionados cinéfilos- y que conoció mejor que
nadie el gusto del gran público, al menos el de
aquel tiempo, y que se le sale el cine por los cuatro costados y hasta
por las orejas, que estudió interpretación y que por ello es buen director de
actores. Pero no puedo evitar pensar que lo que veo dentro de sus largometrajes
son nostalgias generacionales del chico que se dijo un día deslumbrado frente a
una gran pantalla al contemplar un film de serie B: “Si alguna vez puedo haré
películas como esta”. Pero es que a mí el spaghetti western, con todos
mis respetos, no me fascina, me parece una caricatura llena de tics y
“machadas” que alimentan las fantasías masculinas y no consigo conectar. Las
artes marciales –que también apasionan a este autor- en cine son muy estéticas
y al menos la serie aquella de Kung Fu se sustentaba en poderes interiores que
te convertían en mejor persona, por ahí sí podría ganarme, pero me temo que
ambos formatos sirven como desahogos con los que el espectador empatiza para
dar rienda suelta a los bajos instintos de cruenta vendetta, y que conste que
me parece lícito, pero no me interesa.
Volvamos
a “Los odiosos ocho” que es el largometraje que hoy nos ocupa.
Me
gusta que dos adversarios de la guerra de secesión -unionista uno y confederado
el otro- armados hasta los dientes puedan dialogar sin embargo sobre los
sucesos de cada bando dentro de una diligencia, esa conversación sí que la
sentí casi trasladable a nuestros días y a mi país, además de envidiable ya que
en España aún no se puede hablar de la nuestra –ni habiendo cambiado de siglo-
sin que nos emponzoñemos.
Entiendo
la mirada pesimista de Tarantino. Como el propio cineasta dice –no cito
textualmente- todos los western reflejan la época a la que se refieren y
también el tiempo en el fueron filmados,
y “Los odiosos ocho” no iba a ser menos, de algún modo retrata el
apesadumbrado sentir actual dado que no deja títere con cabeza, nunca mejor
dicho porque a alguno se la vuelan. Sentí que la carta de Abraham Lincoln,
manchada de sangre arrugada y arrojada con desprecio es el grito final de
Tarantino, como si exclamara ¡¡¡No hay nada ni nadie en quien creer!!!! y
tampoco importa si la carta es verdadera o falsa ya que está en manos de un
canalla.
El
espectador a menudo necesita ponerse del lado de algún personaje y en contra de
otro u otros antagónicos: Durante gran parte de la película caminamos del brazo
de Marquis Warren (Samuel L. Jackson). Es negro, muy educado, aunque
mate… hasta que llega el punto de inflexión en el que con cruel regodeo le
cuenta a Sanford Smithers (Bruce Dern) -el general confederado que sufre
porque no sabe el paradero de su hijo- cómo él, Warren, obligó al vástago a
desnudarse en medio de la nieve y a que le practicase una felación antes de
matarle, y el personaje pierde nuestro beneplácito. Como es natural,
anteriormente hemos escuchado todas las infamias del estirado general que no
tuvo escrúpulos en quemar un pabellón lleno de soldados de la unión. Así que la
borrachera vengativa está servida con todo lujo de detalles.
Sí
es cierto que la película rompe esquemas, porque cuando Marquis cuenta que la
dueña de la mercería tenía un cartel en el que rezaba “Se admiten perros pero
no mejicanos” –hablo desde la memoria, perdonad si la frase no es exacta, el
sentido sí es fiel- aún no hemos visto a Minnie. En un salto hacia atrás
comprobaremos que Minnie era negra y ningún espectador concibe que pudiera ser
racista y xenófoba, así que la carcajada insonora de Tarantino que yace por
debajo se escucha estridente en tu interior. El director parece sacar el índice
desde la pantalla para señalar al público e increparle: ¿Qué creías, ingenuo?
Aquí no se salva nadie, ni siquiera tú, que para bien o para mal prejuzgas sin
poseer toda la información, yo si la tengo.
He
de confesar que es posible que sienta que Tarantino se ríe de mí en plan
gamberro. Admito que no me gusta el sarcasmo, siempre me ha parecido un
subterfugio cobarde, y mucho menos el humor negro, me encanta reírme sí, pero
no de otros sino con otros, y con él tengo la sensación humillante de que desde
un plano de superioridad decide: “Hala vamos a asustar y a cachondearnos de la
tonta esta”, disculpad la exageración, es un decir, un ejemplo explicativo para
que se entienda que le considero capaz de hacer a otros víctimas de sus bromas
pesadas, es mi impresión subjetiva y probablemente injusta pero yo tampoco soy
políticamente correcta aunque lo parezca. Está claro que pertenezco a otro tipo
de espectadores y que no le pillo el aire a Don Enfant Terrible.
Me
desconcierta por completo Daisy (Jenifer Jason Leigh) una actriz como la
copa de un pino, no entiendo por qué aceptó ser la excusa para recibir esa
mansalva de bofetadas. Siento mucho lo que voy a decir porque no es mi
intención ofender a Quentin Tarantino ni acusarle –perdón por la chulería, ya
sé que él no va a leer mis palabras, cuánto me estoy excusando hoy- pero tuve
la sensación de que aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid pues nos
ponemos morados de pegar a una tía en la ficción. No sé… comprendo que el film
refleja lo odiosos y violentos que son todos y cada uno de los personajes,
incluso ella, pero que sea una asesina bicharraca no justifica que la entreguen
al sheriff molida a palos, ni a ella ni a ningún otro preso, y me preocupa que
a alguien le pudiera parecer justificado.
Al
final mi abuela paterna tenía razón cuando en los años sesenta decía que no
quería ver las películas de la tele porque sólo salían zorrupias y tíos del
sombrerete. Sí, quizá la famosa conquista del oeste fue eso: un albergue de
oportunistas sin escrúpulos con sombrero llegados de la vieja Europa, lo mejor
de cada casa incluida la nuestra, buenos cimientos ya te digo.
Da
la casualidad de que ningún ingrediente del universo personal de Tarantino me
gusta, y mira que me da rabia. En la mayoría de sus largometrajes llega a un
punto de paroxismo en el que lo “entomata” todo, y se pasa de rosca rompiendo
el ritmo, la composición y el equilibrio de su –hasta ese momento- bien contada
historia: borbotones de sangre va y sangre viene, esta vez en vomitera múltiple
gracias al café envenenado. Es obvio que si no me gusta la visión de la sangre,
los vampiros menos todavía, no me ponían nada sus chupópteros sucedáneos de
orgasmos sanguijuela camuflados, ni siquiera de cría me daban miedo los Drácula
de turno sino repelús y él ¡toma ya sobredosis! Tampoco me gusta la simplicidad
de Agatha Christie reuniendo a todos en una habitación y explicando en
el último momento en plan profe para tontos lo que había ocurrido y Quentin
Tarantino hace lo mismo, encerrar al elenco completo en la mercería, con tablas
y clavos en la puerta para subrayar el secuestro y explicar con otro forzado flashback
lo que ocurrió antes de que llegase la diligencia, y nos presenta de súbito
detalles de la mayor relevancia para el desenlace sin haber dejado antes
huellas, rastros, señales… necesarios para que el suspense funcione como un
mecanismo de relojería de alta precisión.
No
puedo evitar imaginarme a Quentin de crío leyendo manga sin parar –lo digo
porque dichos comics o historietas suelen ser tan exagerados como él- le veo
delante del televisor engullendo series de indios y vaqueros, de marcianos…
-igual que yo, dicho sea de paso- y me enternece la imagen porque es una marca
generacional y al observar su cine intuyes lo que le asustaba y lo que le
enardecía, y es como si ahora aquel criejo que aún lleva dentro y que creía en
aquellas moralinas y heroicidades exclamara defraudado: “¡¡¡¡Todo era mentira,
un bluff, una mierda enorme!!!!” y también tengo la sensación de que sí
necesita ser aprobado y por eso hace concesiones entregando lo que cree que se
espera de él y con los cubos de sangre complace, pero en mi opinión se
equivoca.
Es
un escritor impresionante y no necesita estar haciendo homenajes que le restan
creatividad.
Espero
no haberme ganado demasiados enemigos, un abrazo y hasta el próximo encuentro
con el cine o con los libros.
Pili Zori
No hay comentarios:
Publicar un comentario