"ALICE", película de Woody Allen

No sé si será oportuno hablar de una película de Woody Allen con la que le está cayendo, y todo lo que le llovió en los noventa durante la separación de Mia Farrow. Su hija adoptiva Dylan Farrow, de 28 años de edad, vuelve a acusarle de abusos sexuales infligidos en la infancia, cuando apenas tenía siete. En cualquier caso dejaremos que la justicia reabra, si así le parece que debe hacerlo, retome, inculpe o vuelva a exculpar a W. Allen; todo lo demás serían especulaciones por nuestra parte, linchamiento o juicios paralelos, y no somos quienes para hacerlos.
Mujeres y hombres despechados los ha habido a lo largo de la historia, capaces de manipular a los hijos y arrojarlos como si fueran piedras contra el padre o la madre, chiquillos mentirosos que han mantenido el embuste por no saber salir del atolladero también, o por el contrario criaturas sinceras que no tuvieron defensa y que además de haber sufrido las secuelas de dichos abusos vieron como su palabra y su verdad eran puestas en duda, y por supuesto padres poderosos que escudados en su reconocido prestigio pudieron preservar la buena pero falsa imagen.
Mi opinión y mis deseos con respecto a este sórdido asunto no tienen relevancia ni importan, pero sí me gustaría que de forma privada, todos los miembros de la que en su día fue la familia Allen-Farow se decidieran a enfrentarse con sus problemas y los mirasen con valentía y sinceridad, intentando cribar las partes adheridas tales como las crematísticas, los celos profesionales y personales… Sería sano que Mia aceptase que puedan dejar de quererla, si es que ese componente anida en su corazón, ya que ella también dejó a otros. El rencor que produce sentirse abandonada por otra hembra más joven es incendiario, y si encima la joven se hallaba en el seno de tu propia familia y te han dejado sin elegancia y sin preparación previa ya no es fuego sino lava candente. Si además quien te abandona sigue cosechando éxitos por su trabajo es posible que en las entrañas germine una enredadera de envidia y vendetta asfixiantes. La joven en cuestión es Soon-Yi, hija adoptiva de Mia Farrow y su anterior marido André Prevín, casada actualmente con Woody Allen. Es humano sentir que la traición y el engaño fueron dobles  puesto que provinieron de dos de las personas para ella más queridas. Pero aunque lo parezca no estoy cargando las tintas contra Mia porque tampoco estaría de más que las indiferencias y desentendimientos del compromiso adquirido con los hijos por el lado paterno se colocasen sobre la mesa. Sólo así, con las cartas boca arriba, y eliminando lo superfluo podrá quedar lo esencial, el núcleo, sin que por ello sean eximidos de pagar las consecuencias, cada miembro familiar con la cuota que le toque, naturalmente, puesto que todos son adultos; creo que es el único modo de conseguir paz y un futuro limpio, hay otras leyes pertenecientes a la conciencia que lo exigen y que no es necesario legislar, y teniendo en cuenta el interés que este director muestra por el psicoanálisis a lo largo de toda su vida pienso que mi planteamiento no resulta descabellado y mucho menos imposible, el psicoanálisis es una herramienta eficaz que requiere compromiso con la verdad más recóndita y que causa dolor necesario durante el proceso, no es un recurso cinematográfico o literario para dar barniz al personaje. Tanto si la acusación que se le hace a Woody Allen es cierta como si no lo es, el daño es tremendo para todas las partes implicadas y la situación lamentable, pero no irresoluble.


Dicho lo anterior separaré especialmente hoy la obra del autor para hablar de una de las películas más hermosas que Allen escribió para Mía Farrow, junto con “La rosa púrpura del Cairo” que también esta actriz protagonizó.
Woody Allen reflejó y refleja en su cine como nadie las preocupaciones y temores existenciales del ciudadano de nuestro tiempo, urbano e inmerso en reglas impuestas que a menudo no entiende y  para las que no se le ha pedido consenso. Alice (Mia Farrow) pertenece a la alta sociedad neoyorquina, está mimada por la riqueza y es ignorada por su marido Doug (William Hurt).
La cámara nos da un paseo parsimonioso por su enorme casa decorada con estilo en suaves tonos pastel y tras deleitarnos y detenernos ante maravillosas piezas únicas de arte contemporáneo llegamos a un enorme pasillo lleno de puertas por las que salen empleada de hogar, niñera, entrenador, masajista…
En la guardería, Alice conoce a Joe (Joe Mantegna) el sensual saxofonista y padre de otra niña compañera de los hijos de esta acaudalada ama de casa; de inmediato ella se siente atraída por él, pero sus convicciones católicas le provocan fuertes dolores de espalda. Sus días transcurren entre compras en las mejores tiendas de firma, peluquería de lujo y chismorreos sobre los habitantes de su endogámico mundo. Vemos como un dolor de espalda comienza a indicar que Alice somatiza frustraciones y sentimiento de vacío. En el mismo día tres “amigas” distintas le recomiendan que visite al doctor Yang (Keye Luque) y finalmente decide adentrarse en Chinatown y conocerle. A partir de ese instante comienza el balance vital y el turbulento viaje interior. En esta ocasión Allen no utiliza a un psicoanalista como personaje guía que le sirva de excusa para hacer preguntas e intentar obtener respuestas o para dudar irónicamente de su eficacia en ese ni contigo ni sin ti que muestra en otros films. El director nos tiene acostumbrados a que sus zozobras las compongan los grandes temas existenciales: Dios, el sexo, la culpa, el amor, la infidelidad, la inadaptación, el miedo a la enfermedad, a la vejez y a la muerte, en esta ocasión además de sustituir al psicoanalista por el curandero chino también cambia las secuelas de la religión judía por las de la católica.
Es cierto que en Europa quizá se comprenda mejor a este gran cineasta por el sentimiento de antihéroes que tenemos debido a los vapuleos que contiene nuestra historia, saber perder también es una forma de ganar y los triunfalismos imperiales por aquí disgustan al igual que el trato condescendiente. De todos es sabido que a Woody Allen le dejaron huella directores como Ingmar Bergman, François Truffaut, Fellini, Vittorio de Sica, Buñuel, Renoir, Antonioni… y que Américas hay muchas, quizá tantas como estados y el suyo es el de Nueva York. Intuyo que ser neoyorquino constituye una forma muy diferente de ser americano, como ocurre en todas las mecas del mundo en las que la interculturalidad da lugar a micro o macrocosmos. Y aunque desde su ciudad añore su propia idea de Europa, cuando se encuentra en algún país europeo quiere volver de inmediato, (ese sentimiento de exilio intermitente y apátrida es propio de intelectuales tímidos qué se sienten desubicados, los genios como él crean universos propios de compensación en los que generosamente nos dejan entrar, ellos son su verdadera patria) no obstante no conozco a otra persona que ame tanto a la ciudad en la que vive como él. Woody Allen es neoyorquino y esa es la seña de identidad que mejor le define. El gran logro de este autor de culto es añadir a su coctelera de tristezas europeas el ingenio y la sublimación del dolor con el sentido del humor que, como ya he dicho en otras ocasiones, no tiene que ver con la comicidad sino con la perspectiva, la relatividad y la ternura, tres ingredientes fundamentales que bien agitados dan como resultado la bondad inteligente y reflexiva. Como dice su amigo Alan Alda: “la comedia es tragedia + distancia”.
Con la excusa de las hierbas del doctor Yang el director nos lleva de la mano hasta el territorio del inconsciente y tal y como allí sucede el pasado y el presente conviven, y los personajes “reales” se mezclan con los “ficticios” e interactúan en esas ensoñaciones que entran y salen constantemente de la pantalla, los préstamos personales quedan claros, en este caso Mia Farrow tuvo una educación católica en internados y sus padres -la irlandesa Mauren O’Sullivan (Jane la compañera de Tarzán) y el australiano John Farrow, director, guionista y productor- también lo eran. La irónica imagen de un patio de butacas lleno de ricachones trajeados y alhajados como árboles de navidad viendo a Teresa de Calcuta en los fotogramas es una de las paradojas mejor contadas en cine.
Los espectadores contemplamos el terapéutico regreso a la casa de la infancia de Alice, el vuelo con su primer amor, su deseo de escribir y la descontextualizada musa con gafas… Nos reímos con la desinhibición ante Joe Rufalo producida por las hierbas del doctor Yang, asistimos como mirones a los preliminares amorosos en la preciosa buhardilla del músico y la escuchamos decir que va a hacer régimen segundos antes de que la vea desnuda, pero a lo largo del trayecto hemos advertido las barreras: ella está tras el cristal del coche por el que se resbala la lluvia, o detrás de los barrotes de la verja de la escuela, se refleja en una luna de cristal como su tocaya en el país de las maravillas subrayando el espejismo, y deducimos que esa relación tiene impedimentos y que no va a ser duradera sino un puente de transición, y por último disfrutamos con el músico y con ella ante la posibilidad de hacernos invisibles, el sueño de cualquier humano: poder mirar y escuchar sin ser visto, dado que nunca tenemos la información completa. Separan sus caminos y el saxofonista entra en la consulta del psiquiatra de su ex mujer y al oír las intimidades que allí se vierten se lleva la alegría de saber que ella aún le quiere. Alice por su lado pilla a su marido en plena faena con otra mujer y permanece hasta hacerse visible de nuevo, esta vez su invisibilidad cotidiana ha sido efectiva, de pronto a él no le queda más remedio que mirarla, sus ojos contactan cara a cara por primera vez en mucho tiempo y sólo por el susto que se lleva Doug-William Hurt merece la pena la espera.
Para rematar el aroma que desprenden las hojas quemadas recetadas por el doctor Yang y la humareda que forman haciendo que todos los hombres la deseen nos hace reír de buena gana, porque quién no ha soñado con esa popularidad… La sabiduría del doctor ha ido transcurriendo paso a paso, el maestro oriental ha dibujado un retrato anímico de lo que a algunas mujeres les ocurre por dentro tras dos décadas de matrimonio, el miedo impuesto a perder la juventud y a dejar de ser apetecibles es uno de los muchos matices que esboza el sagaz chino hasta rematar el cuadro completo.

Si a tanta magia le añadimos además todas las hermosas vistas diurnas y nocturnas de la ciudad -ese modo de acariciar con los ojos todos los destellos- enseguida nos damos cuenta de que el director está poniendo en nuestras retinas sus lugares predilectos, su Nueva York particular. La corona de guindas que circunda la gran manzana la forman los inteligentes y profundos diálogos. Al terminar de ver el largometraje ya no nos queda duda de que acabamos de recibir una joya de delicada filigrana femenina diseñada y labrada en exclusiva para Mía Farrow.
Es curioso cómo de algún modo esta película se convirtió en un vaticinio: La protagonista abandona a su marido y cambia de vida yéndose a India para después volver a Nueva York y dedicar su tiempo a una ONG, -fuera de la pantalla Mia Farrow al igual que Alice actualmente anda en similares menesteres-. Los colores de la película en ese tramo final cambian, al igual que la indumentaria para volverse más realistas, el plano se abre para salir de los interiores a la calle y desde ésta hacia la alegría y la libertad. La vemos columpiando a uno de sus hijos. Finalmente Alice supo lo que no quería y tras esta revelación encontró su verdadero camino.
Hay algunas constantes en el cine de este director que me resultan curiosas: las mujeres con jerseys anchos de punto grueso, las cuñadas atrayentes, alguna decoradora o interiorista cercana a la familia llevando piezas o figuras carísimas que no consulta si las querrán…
La obra de Woody Allen es extensa, su evolución ha ido pareja a la nuestra y hoy compone un mapa de historia anímica, cuatro décadas ha dedicado a rotularla como un eficaz cartógrafo amanuense, va a ser difícil que no tengas donde escoger tu favorita.
Deseo para todos y cada uno de los Allen-Farrow un camino de reconciliación aunque éste sea tortuoso.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

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