CUADERNO DE NOTAS: Joyas

Cuando era cría me gustaba bajar a la plaza del mercado y mirar con ojos golosos los refulgentes destellos que salían del ordenado muestrario de serrín en el que la vendedora itinerante clavaba las sortijas. Mi sonrisa se estiraba hasta los hoyos de mis mejillas ante las maravillosas esmeraldas de cinco pesetas, una buena paga, y me marchaba con el anillo de mi talla en el anular como si fuese Liz Taylor, eso sí, las uñas mordidas no hacían juego con las preciosas y puntiagudas de la actriz pintadas en color salmón, aunque lo paliaba pegando en las mías con saliva los pétalos de las flores de geranio. Invariablemente mi amiga -muy amiga de curarme la ingenuidad-, cuando le extendía la mano para mostrarle el tesoro exclamaba con la comisura izquierda del labio inclinada hacia abajo y la derecha subida hasta la nariz como si expresara o esquivara un mal olor: "¡Es de mentira, no seas ilusa!".

Siempre he tenido efecto retardado para la respuesta inmediata, pero sí recuerdo lo que pensaba y sentía en mi interior con fuerza, compungida por la incomprensión: "No es de mentira, está igualita que las de las joyerías y por ello tiene más mérito", pero ya se había pasado la oportunidad, yo era contestona a destiempo y sin venir a cuento, como mucho zanjaba con el impactante ¡vete a la mierda!, y como ella sabía en el fondo que se tenía que ir donde la mandaba pues lo pasaba por alto. 

Por la misma razón me fascinaban las flores de tela y las pintadas en los cuadros -sin moscas ni pulgones ni mosquitos-, los bordados de las sábanas, las carteleras de los cines, las fotos de artistas que compraba en los puestos azules de San Gil, esas frágiles tiendecillas parecían fascinantes casitas pequeñas en las que me habría gustado dormir, me encantaban las muñecas rubias de plástico, blando, las de carne decíamos entonces, y sobre todo me maravillaban los objetos de cristal que pedían la atención a gritos desde las vitrinas de los enormes escaparates de la Calle Mayor. 

"Se te va a poner verde el dedo, ya lo verás". Y así era, verdinegro, y sin saber por qué la confirmación me envolvía con pegajosa vergüenza inculcada, no mía sino aprendida, azoramiento que en realidad no sentía porque no tenía inconveniente en limpiarme el dedo todas las veces que hiciera falta puesto que la esmeralda seguía intacta. 

A veces me compraba otra de esas alhajas con un color de zafiro distinto aguamarina, ambar..., y como no había más, y era un poco grande le pasaba hilo con aguja por debajo, dando vueltas muchas veces, hasta que quedaba ajustada en el dedo corazón, le llamaban así porque la vena iba directa al mío, pero eso no se lo decía a Lourdes para que no se hiciera la lista alegando con su sabihondez que también era mentira, a mí me latía el dedo al mismo tiempo que mi corazón y se veía a simple vista.

Sigo igual, y de vez en cuando me pongo alguna joya de tienda china al lado de las que no manchan de verde para que no se sienta discriminada, y por alguna causa desconocida la guardo y conservo en un joyero junto a otras igual de roñosas por los aros porque las piedras que los coronan siguen intactas y merecen llamarse preciosas en su igualitario tallado. 

Rarezas mías que intentan obstinadamente darle la razón a mi infancia. Y me importa tanto que me gustaría escribir sobre el extraordinario inventor Daniel Swarovski, un guapísimo hombre que desde su memoria me dice que es cierto lo que pienso y siento, porque lo hermoso no está hecho para la vanidad excluyente sino para el alcance de todos. 

"¿Son de oro?" le pregunté en una ocasión a un compañero de trabajo señalando sus gemelos de granates, y para mi bochorno me respondió: "¿y eso qué más da?, son bonitos", y así aprendí de una vez por todas a mandar de verdad a la mierda a Lourdes, y sonreí a aquel chico hasta los hoyos de mis mejillas tirantes, porque entre la verdad y la mentira hay un montón de matices. Y todavía queda  por especificar qué es verdadero y qué es falso.

Pili Zori

23 de junio de 2022

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