"Un millón de gotas", de VÍCTOR DEL ÁRBOL

 Tiempo en paño. 

Sí, no es la primera vez que digo que en el cajón de sastre de mi memoria sucede que a veces se abre paso una imagen con mucha más nitidez y brillo que las demás, y casi siempre que ocurre el hallazgo suelo quedarme perpleja preguntándome ¿por qué guardé esa nadería sin sentido aparente entre mis recuerdos?, y sin embargo se me olvida el nombre de alguien que de verdad me importa porque aunque no sea de los más cercanos, en algún momento de mi vida se ha cruzado, en mi infancia, o en mi aula, pupitre arriba… 

Un momentito, permitidme el inciso: 

Iba a decir también pupitre abajo, pero aparte de sentarme bajo él durante la clase cuando me hartaba el mundo, después de mí estaba la pared y no había más mesas puesto que por el apellido siempre ocupaba la última, cosa de monjas, ahora los críos trabajan y se ven en círculo sin tanta verticalidad ni jerarquía de primeros o de últimos, así que me saturé de ver espaldas y melenas recogidas o sueltas durante años, parece una tontería pero mirar a la gente por detrás también forma parte de las razones de por qué hoy soy tan mala fisonomista y por qué me atuso el pelo por la coronilla si alguien me sigue. Eso sí, las voces de las personas y su modo de hablar no se me despintan. 


Vale, tras la acotación retomo porque me disperso con una facilidad pasmosa, y recalco que dichas personas -de cuyo nombre no me acuerdo, aunque quiera- son importantes porque forman parte de mí paisaje o lo que es mejor: de mi alma en algún periodo corto pero arraigado de mi despistada existencia, y sin embargo recuerdo con todo detalle conversaciones y experiencias comunes. En fin, con lo mal que les sienta que se te haya volado su nombre, lo cierto es que no sé por qué reviste tanta gravedad dicho olvido, el nombre es una abstracción cómoda y de rápido vistazo, pero para nada resume o contiene la identidad, aunque creamos que sí. Parece una excusa tonta con la que intento justificarme, pero la realidad es que no hay escapatoria cuando se produce el lapsus, ni manera de repararlo, qué se le va a hacer, y pasas un rato amargo en una firma de libros, por ejemplo, en la que sería perfecto que te dijeran: 

-Hola Pili, soy Crescencia, me recuerdas ¿verdad? y entonces yo respondería feliz y sin mentir: 

-Claro, cómo no te voy a recordar -y omitiría- con nitidez fotográfica a excepción de tu nombre. 

 Os preguntaréis y ¿qué tiene que ver este enredoso preámbulo con Tiempo en paño, subtítulo que no parece estar relacionado con el libro del que voy a hablar?, pues mucho -respondo- porque la imagen pertinaz que se me presentó cuando leí “Un millón de gotas” de Víctor del Árbol se refiere a la estructura, a la composición… fue una en la que yo –siendo adolescente, anda que no ha llovido desde entonces- me encontraba en la joyería, no sé para qué había ido, si para comprar o para arreglar algo roto, el caso es que el dueño estaba atendiendo a otro señor –creo que se les llamaba representantes, o viajantes de comercio, en aquel entonces- de pronto el hombre sacó del maletín un paño que llevaba enrollado como un cilindro y lo desplegó en el mostrador despejado, la tela estaba dividida en tres partes por unos pespuntes, y una vez abierta allí aparecieron las delicadas y refulgentes cadenitas que escondía, magias cotidianas de esas que fijan y dan esplendor como la Real Academia, por ello dicen que algo está más limpio que los chorros del oro, ya que no hay nada tan puro y brillante como ese metal noble y precioso antes de fundirse… ya voy al tronco, que ando por las ramas otra vez, será por el apellido del autor. De inmediato pensé al ver el rectángulo en estas tres palabras: ¡Presente! -destacando en primer lugar el trozo del centro-. ¡Pasado! -me dije, al mover la vista hacia la pieza de la izquierda-. Y ¡Futuro! -con los ojos puestos en el lado derecho. 

El destino es así, y cuando almacena en su cuaderno de notas como buen escribiente del guion que lleva entre manos, es para algo, el azar no cabe en su literatura, y al igual que si un revolver aparece en un filme el espectador sabe que tarde o temprano alguien lo va a disparar, pues queda claro que aquel oro en paño de entonces estaba reservado en mi memoria para este momento y se dispara hoy y me contesta que para Víctor del Árbol, como para mí, el hilo conductor de la vida es como el papel continuo desplegándose como un pergamino, y por eso la imagen de aquel tríptico es tan poderosa: el pasado al doblar la tela besa al presente, y el futuro se superpone encima del pasado. El tiempo es oro, y el paño la delicada caricia que lo atesora. 

Que en esa potente imagen de mi memoria el pasado estuviera a la izquierda del presente y el futuro a la derecha, rizando el rizo bien podría parecer un guiño risible si no fuera por la tristeza de “la que se nos avecina”, pero eso ya es harina de otro costal que podemos tratar otro día. Mientras tanto seguiré devanándome los sesos para comprender las causas de los giros y bandazos que en estos momentos está dando la sociedad entera alrededor del globo. 

No es una moda que escribamos en Flashback, es que el tiempo emocional en nuestro interior es de oleaje, los recuerdos, las obsesiones, los fantasmas… van y vienen, y las expresiones de la naturaleza son simétricas y sobre todo espirales.

Y bueno pues, como dice Serrat, tras este enorme circunloquio creo que ya va siendo hora de que sí me meta en la harina de este costal, porque al menos en la literatura hallo respuestas, os pido perdón por el extenso preámbulo, pero es que en mi pequeño mundo todo se relaciona, se ve que en alguna vida anterior fui ardilla o chimpancé e iba saltando de rama en rama por los árboles de las letras y las palabras. 


Hace meses que leímos “Un millón de gotas” en el club de lectura al que pertenezco, y esta extraordinaria novela permanece a mi lado de forma inquietante, fue una experiencia fuerte recorrer sus renglones ya que el autor da voz a la generación callada de los hijos de aquellos hombres de izquierdas que pasaron la guerra civil española o sufrieron las consecuencias de la posguerra, aquellas personas, muchas consideradas públicamente heroicas, a veces en la privacidad doméstica no lo eran tanto -vuelvo a subrayar que ni el autor ni yo estamos generalizando, que cada cual salve sus distancias- y es precisamente en ese territorio de arenas movedizas en el que se desarrolla la valentía de Víctor del Árbol cuya constante vital es defender por encima de ideas y circunstancias a los niños, a las infancias robadas –uso sus palabras- y a todas las personas indefensas que sufren abusos y maltrato, y nos hace comprender que desde la perversión de las guerras, o de los campos o gulags de Siberia nadie vuelve limpio de conciencia, y es ahí, levantando y tirando de esa manta para ver lo que hay debajo donde en mi opinión este escritor hurga para encontrar la comprensión, para redimir, para perdonar y así poder amar, porque si no hacemos esa sanación la vida se vuelve un tormento, pero la catarsis ha de realizarse sin omitir, sin encubrir, sin endulzar, con todas las cartas boca arriba, incluidas las de los remordimientos y la vergüenza y las del delito cometido en tierra de nadie. No hablo del concepto ñoño que tenemos desde este lado de paz aparente y que creemos el correcto en el que jugamos a escandalizarnos con hipocresía, habría que vernos en determinadas circunstancias, y vuelvo a repetir el mantra de que comprender no es justificar, aunque en el pecado ya vaya la penitencia como se decía antiguamente, y que quien la hace tarde o temprano la paga. 

Por otra parte, sería injusto no señalar que en las mismas condiciones hay personas que antes de dañar prefieren dejarse matar o deciden tener una conducta intachable que pone a prueba su ética o moral hasta el último extremo, pero no sucumben.

Tal vez la madurez social sólo se alcance así, con la confesión y el arrepentimiento, y el debate interior que de momento sólo libros como éste recogen. 

Víctor del Árbol avisa de que en tiempo de “paz” existen los mismos canallas sin escrúpulos con iguales características y nos enseña a reconocerlos para que no seamos víctimas en sus garras puesto que en ambas fronteras se les suele hacer la ola, pertenecen al poder y lo saben usar y lo ostentan. 

Le he escuchado afirmar que el siglo XX fue el de las utopías, y no es que V. del Árbol vaya a machete para desmitificarlas todas, pero sí descubrí en mí que aunque me creía razonable y nada sectaria, mi cabeza y mi evolución caminaban por un sendero y mi corazón por otro, aquellos recuerdos de las noches junto a mi padre escuchando La Pirenaica, o Radio Moscú eran valiosos en el contexto afectivo y van asociados al desgarro de la idealización que hoy no se sostiene, nada es perfecto, pero constatarlo no impide que sigamos con la búsqueda y la obligación de crear un mundo mejor aunque sólo sea -como he dicho otras veces- intentando dejar limpito tu trozo de acera.

Este autor enorme ha sido un descubrimiento para mí. Y sin caer en el riesgo de sobrevalorarle porque después puede venir el porrazo, de momento, tanto lo que voy conociendo de su vida como de su obra me parece deslumbrante y admirable: Víctor del Árbol es un hombre de extracción social muy humilde que se ha hecho a sí mismo a pesar de tener todas las papeletas y escollos en contra para no conseguirlo, sus poderosos nutrientes le avalan: fue policía durante veinte años, profesor de historia en la universidad y tiene un baúl de lecturas inmenso gracias a la Bibliotecaria que le cobijaba hasta que llegaba la madre de trabajar cuidando a los hijos de otros. La responsable de la Biblioteca tras reñirle por haber escrito sus opiniones en el libro de la Odisea adaptada para niños, le dio un cuaderno y un lápiz y le dijo que redactara en él todo lo que pensase sobre cada novela leída, pido disculpas por si acaso no hablo con precisión, son detalles que he tomado de aquí y de allá basándome en sus entrevistas, pero si no a la letra sí creo que soy fiel al espíritu de ella.

No sé cuántos préstamos personales les hace a sus personajes que a menudo se debaten entre la reivindicación de haberse ganado con creces el espacio que ocupan sin renegar por ello de su origen, pero a su vez sienten que tienen todo el derecho de no querer volver a él, y esa disyuntiva dolorosa que parece desclasarlos es una pugna ambivalente difícil de dirimir. 

En su literatura no hay clichés, las madres también pueden ser desalmadas, y la culpa no es sólo patrimonio de los males establecidos que hoy hemos convertido en estereotipos simplones, hay otros que también pueden anidar dentro de la virtud y de las víctimas. 

La dignidad puede ser arrebatada, y ese daño es en sí mismo un asesinato vil, y entonces ¿quién se hace cargo de las consecuencias que convierten en un “monstruo” a un muchacho que fue becado para ejercer la ingeniería en Rusia y terminó en Siberia por describir ingenuamente en unas cartas algunas discrepancias sobre lo que veía?, ¿en qué se transforma alguien que ha de elegir que otro muera para poder sobrevivir, que ha de comer carne humana, que ha perdido un ojo porque el psicópata de turno necesitaba doblegarle frente al grupo sin ley?

El retrato no es un ajuste de cuentas, ni siquiera una denuncia, el autor se limita a poner palabras en donde antes no las había, y da voz al hijo del padre –novela posterior cuyo germen ya se veía en ésta. 

“Un millón de gotas” es un exorcismo y una reivindicación que abre la tapa de los sesos a la caja de Pandora, para que todos los fantasmas y los males de presente, pasado y futuro se fulminen al tomar contacto con el espacio exterior, bajo ellos, como en el mito, está la rosa de la esperanza 

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori 

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