El
tiempo sólo le rinde sus respetos a la ropa y a los objetos sin pasar por ellos,
se dijo Estela, y el arte no es más que eso: una rendición de tributos
imperecederos, ¿a quién?, ¿a qué?, ¿por qué?, ¿para qué?... Yo qué sé. Pues
vaya porquería de instinto de conservación que preserva lo que haces pero no
quién eres, que les concede eternidad a las cosas y no a las personas, que pule
las rocas, pero no la piel, acalló su mente y tuvo la fuerte convicción de que el universo giraba al revés.
Se
entretuvo en pasar las hojas de los álbumes de fotos, la luminosa luz de la
mañana embellecía la casa dando permiso para un ratito de pereza mientras el
vaso de leche con cacao desentumecía los músculos. Las mismas chaquetas y
blusas aparecían y se repetían en distintos viajes, no quiso calcular la suma
de años transcurridos entre las plastificadas páginas de las diferentes
vacaciones, a pesar de que la cifra anual estaba escrita en cada uno de los
comienzos de los reportajes, a ella le gustaba hacer anotaciones y adherir
tiques, pegar las entradas que habían sacado y comprado para ver los museos, las tarjetas de los
restaurantes frecuentados, hojas y flores y toda clase de recuerdos de papel al
lado de las fotos, aunque poco a poco había pasado por el aro y ya las guardaba
en la galería del teléfono, en las carpetas del ordenador o en el marco digital
penetrado por un pendrive, pero no era lo mismo. Cerró la tapa de color verde marmolado
del último álbum sin sumar ni restar y diluyó en el cerebro la imagen de cuenta
infantil con el signo a la izquierda y las prendas en pequeñito que sustituían
a los números: pantalones, camisas, faldas, vestidos, bolsos, abalorios…
A
continuación de forma instintiva abrió el armario para acariciar físicamente
con los dedos las mismas americanas que plasmaban las instantáneas, los mismos
pantalones, camisas, faldas, vestidos, bolsos, abalorios… lo cierto era que
cada temporada añadía piezas nuevas a su vestuario, pero no se desprendía de
las demás que ya tenía; cuando era joven sí lo hacía, los cambios eran
importantísimos entonces y una década parecía un siglo y medio. Si es que están
impecables, exclamó en su interior, y una nostalgia dulce se auto invitó -sin
que nadie la hubiera llamado- para alumbrar la reflexión.
Cuando
te haces mayor, pensó, no es que te despistes y pierdas la noción del tiempo,
qué va, es que no quieres ver cómo éste pasa, por esa razón lo retienes en los
armarios, para que se detenga, por ello no te parece extraño subir a las redes
un retrato de hace diez años sin intención de trampa, como si fuera reciente,
por eso te ponen triste los programas retrospectivos y recordatorios que te
obligan a ver tu presente como un remotísimo pasado.
De
pronto los especialistas médicos se vuelven ofensivos con sus fulminantes miradas
cayéndote encima desde las alturas como si acaparases un tiempo inútil que sin
embargo consideran que sería más útil y menos aburrido para otros o te hablan
en voz más alta si tardas en asimilar su jerga o son condescendientes y
burlones si consideran mentiras tus aturdimientos o hacen más elocuentes los pesados
silencios entre diagnósticos escupidos, “Señora: La artrosis es una enfermedad
degenerativa que no se cura, adelgace, vaya a pilates…” y a casita sin
tratamiento aunque te esté mordiendo el trocánter como si tuviera clavados los
dientes y colmillos de un perro rabioso; es una tómbola, un buen especialista
constituye el premio gordo de la lotería, y si encima es comunicativo y
empático pues ya puedes gritar bien alto que te ha tocado el euro millón.
Minutos
antes de que el médico de “rango y galones” mandara a Estela a pilates, como
quien envía a alguien a hacer gárgaras, ella había observado con ternura su
engominado pelo esculpido a la antigua con raya al lado como lo llevaban los niños
de los sesenta que parecía que el peine mojado en agua les dejaba relamidas las
cabezas, el circunspecto galeno, más joven que ella, mostraba corbata dentro de
la bata abierta y tenía en el rostro un aire ensimismado, la imaginación de
sabueso de la paciente –nunca mejor aplicada la última palabra por lo que a
paciencia se refiere- había soltado la espita y Estela se preguntó si la causa
del rostro decepcionado que tenía enfrente provendría de la casa o del trabajo,
en cuál de los dos territorios él creía que no daba la talla, o al contrario,
tal vez pensase que la suya, su altura, no la alcanzaban los demás colegas, que
se merecía más; la pátina de sentimiento de injusticia estaba servida, ¿o era
envidia?, ¿o mediocridad mal asumida? El caso es que con esa misma parquedad
había infiltrado las rodillas de la madre de Estela durante años, eso sí sin el
pelo entrecano que en este momento lucía y con un ligero gesto de admiración
conmiserada asomando en el pequeño brillo de los ojos negros como pozos ahora opacos,
porque la madre de Estela nunca se quejaba al ver cómo se introducía la gigantesca
aguja entre las astilladas rodillas y tampoco borraba del rostro la sonrisa
estoica a pesar de que sus manos en las radiografías parecían dos bolsas llenas de huesecillos sueltos. Sí, el tiempo respetaba su corbata y su blanca bata
para otorgarle la simulación de un poder precario, pero una vez que Estela se
había desnudado a medias, (tal vez habría sido mejor para la imagen el
despojamiento completo de la ropa y no la camisilla ceñida de licra tan mal
elegida por el color verde claro, que apretaba y embuchaba donde no debía, sin
ella la piel habría parecido mejor planchada), su cuerpo de mujer –ahora con
forma de gran contrabajo y no de esbelta guitarra- se convirtió con descaro en
un calendario de acordeón desplegado que a él no le apetecía ver. Sí, habían
pasado 18 años –que ninguno de los dos había contado y acababan de sonar como
una ristra de bofetones- 18 años desde
la primera vez que la vio cargada con el bastón de su madre y la silla de
ruedas que se recogía a la entrada del hospital, además del abrigo de su madre
y la carpeta de su madre y la discreta bolsa charolada de la que nadie habría
sospechado el contenido (un pañal de incontinencia, una esponja, toallitas húmedas de las de formato grande, un gel
pequeño, un frasco de colonia, unas bragas y un vestido por si acaso) que en la
consulta nunca sabía dónde depositar, más tarde se añadiría también el andador
verde claro como la horrible camisilla de la tienda de los chinos que había
tenido la mala fortuna de colocarse hoy, a los kilos sobrantes siempre hay que
ponerlos de luto, se recriminó, tanto si son pocos como si son muchos.
Ella
se vistió humillada tras hacer los equilibrios de rigor por el alambre, de
puntillas, de talones... como si los dolores se notaran en esos movimientos
breves perfectamente aguantables. En el espejo de los ojos que más le
importaban nunca había visto el reflejo que la mirada despectiva y de soslayo
del médico con apellido de bolso y zapatos pijos le había devuelto, ¿o sí?, deseó
más que nunca el abrazo de Sandro y las erizadas palabras de siempre rebotando
en el cariñoso azote de las nalgas, lo que sí tuvo claro es que no iba a
olvidar esa mirada hostil y gratuita que la había avergonzado. El pensamiento
de Estela vociferó al mirar los mofletes del especialista algo descolgados ya:
“Pues tú también estás de buen año hermoso, por mucho que te almidones” y el
silencio fue una daga cortante, después al bajar la cuesta con los ojos
empañados intentó ser justa, no todo el mundo tiene un carácter bonito, probablemente
él esperaba otra cosa de la vida, pero si quería triunfar en su parcela como un
nuevo Sir Marc Armand Ruffer ¿por qué leches eligió la especialidad incurable a
la que acudimos fundamentalmente los vejestorios? Al fin y al cabo, Ruffer
lidió con momias egipcias y ellas no hablaban ni replicaban; le imaginó siendo
un precioso y prometedor niño de buenas notas y mejor comportamiento y evocó a
su amiga Marcia cuando ella siendo cría escuchaba cómo su madre le decía a su
hermano con idolatría machista: estudia para que seas alguien en la vida, y
Marcia pensaba qué cosas tan raras dice mi madre, todos somos alguien ¿no?
Qué
extraño es todo, extraño que tengas que desnudarte frente a un desconocido y
que éste no te devuelva ni la reciprocidad de la palabra para que al menos
puedas sentir un intercambio de intimidad que te iguale, extraño que todo
cuanto dices lo escriban sin tu permiso y pases a ser la comidilla de ese
barrio tan elitista que se permite malinterpretarte aplicando el patrón tipo
sin saber cómo te afecta, extraño que siempre nos tengamos que adaptar nosotros a los
medicamentos y no los medicamentos a nosotros siendo tan diferentes los unos de los otros, extraña la admiración que sentimos por los facultativos y que si alguna vez es correspondida ya se ocupan de
que no se note y sobre todo, lo más extraño, es que de tarde en tarde aparezca
algún doctor magnífico e inolvidable que saca adelante a tus hijos y entonces querrías
agasajarle de por vida llenándole de abrazos y presentes, esos son los que
sanan las heridas por comparación que te infligen los desagradables que se
sitúan por encima de ti, ellos no necesitan defenderse, ni aparentar, ni
pertenecer al club porque su carta de presentación es el talento, los ojos que
tienen en los dedos, el ultrasonido de sus oídos, los rayos X de sus miradas y
el radar para lo anímico y encima no sienten que contigo pierdan el tiempo. Es
verdad que sin los médicos no somos nadie, pero también por culpa de ellos
demasiadas veces nos sentimos nadie siendo muy alguien, tanto como mi amiga
Marcia.
Estela
se bañó con sales, maquilló su rostro y se peinó el cabello -menos frondoso que
en las fotos de los primeros viajes- con cuidado y se fue a la tienda de ropa
que le gustaba. En el probador se fotografió con el móvil apuntando al espejo y
vestida con cada uno de los conjuntos que se probó, había comprobado que así sí
tenía una idea más clara de lo que en su opinión le favorecía y de lo que no, y
mandó a tomar por saco al tiempo, después compró ropa interior blanca de seda,
esta vez con camisilla suelta cuatro dedos por debajo de la altura del ombligo, para ir al médico,
sentenció tras hacer también la foto para verse hasta de espalda, y esa sí la
borró de inmediato, pagó y se fue columpiando las bolsas. Los nuevos retratos
le iban a rendir pleitesía per omnia saecula
seculorum, ahora entendía en profundidad por qué la gente estaba llenando
el mundo de fotos compartidas.
PILI
ZORI
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