Comenzaré
la casa por el tejado antes de hablar de la película: no conozco personalmente
a Isabel Coixet, pero siento un
enorme afecto por ella además de admiración por su voz y su mirada tan
personales, y es probable que me duelan más que a ella algunas de las afrentas
que le hacen y deseo que le resbalen, aunque intuyo que no, porque no tiene ni
paraguas ni impermeable y como cada hijo de vecino –en este caso cada artista-
padece de necesidad de aprobación al igual que de afecto y reconocimiento: un
creativo no levanta un universo sólo para sí mismo. Lo digo porque no sé a qué
ton ni a qué son viene que algunos críticos se ceben con esta gran cineasta
admirada mundialmente poniéndose en ridículo que es lo más triste, porque
cuando eres buen catador y sabes captar y desmenuzar los ingredientes de una
obra de arte pues si la crítica es adversa vale, el artista asume y aprende
rascándose el escozor de la orientación, y si dicho estudio está bien
argumentado puede compartirlo o discrepar de él tras haberlo analizado, pero
cuando te limitas a atacar en lo personal sin venir a cuento, el boomerang se
vuelve contra ti, y tú solito o solita te pones en evidencia, porque la vida,
como ya he dicho otras veces, es la mejor guionista y maneja los tiempos como
nadie, estructura de maravilla y más tarde o más temprano nos coloca a todos en
nuestro sitio. Dicen que la envidia es sentir tristeza por el bien ajeno, quien
la siente no la sabe distinguir y la justifica patéticamente mientras quienes
le escuchan y observan se dan perfecta cuenta de lo que le ocurre. Naturalmente
no me excluyo, nada de lo humano me es ajeno y cuando otros ganan concursos
literarios y yo no pues me reboto aunque luego se me pase. Pero lo que decía
anteriormente sobre ponerse en ridículo lo subrayo por doble y paradójico
motivo, dado que la efemérides de los treinta años de los Premios Goya también
cayó en la tentación de: “Vamos a darle un puñetazo en el estómago a Coixet que
parece que lo aguanta”. Que esta realizadora sepa dirigir en varias lenguas a
los mejores actores internacionales tampoco tiene la menor importancia para
ellos, por lo que se ve, que invierta su dinero en apoyar a directores noveles
a lo mejor es que se trata de algo corriente poco digno de admirar… En fin,
espero que se esté sobreentendiendo mi tono de ironía.
En
el año 2006 Isabel salió a recibir el premio Goya al mejor guión original por “La vida secreta de las palabras” y
sufrió un bloqueo, es extremadamente tímida frente a los actos multitudinarios
(os recuerdo que estar allí sin duda impone, tanto que a Alfredo Landa le sobrevino un ictus, o accidente emocional o
vascular sobre el escenario y no hubo un sólo espectador que no lo lamentara
enormemente), la segunda vez que fue nombrada para recoger un nuevo goya en esa
misma gala Isabel ya se había recuperado y pudo agradecer y expresar con
fluidez. Pues bien: estamos en 2016, creo que ya ha llovido desde entonces, y
vemos a Dani Rovira ante un
ordenador mientras contempla las entradas de presentadores realizando la
apertura de la gala en años anteriores, y tras el repaso de imágenes le
escuchamos decir: ”Yo es que tengo que
hacer algo diferente, aunque sea el ridículo, ¡Ah, que también se ha hecho!”
y los espectadores vemos de nuevo el balbuceo de Coixet, pero al mismo tiempo observamos en el patio de butacas su educada sonrisa flanqueada por Juliette Binoche y por Tim Robbins… Unas filas más abajo o
delante está Penélope Cruz, a la que
también dirigió. Sobran las palabras, como sobraban sin duda las de Dany
Rovira. El muchacho es un mandado, supongo, y no vamos a cargar las tintas sobre él, naturalmente no tengo nada contra “Ocho apellidos vascos”, catalanes, gallegos o cuantos tengan que
venir, porque eso sí es humor,aunque opinable si de mayor o menor hondura, pero
buen humor al fin y al cabo, en cambio hacer un daño gratuito a una grande del cine
internacional que siempre está deseando compartir sus logros aquí pues al menos
a mí no me hace ni puñetera gracia y paso vergüenza ajena frente a Juliette
Binoche, ese portento de la interpretación que dice frases como “El arte es el vínculo entre lo visible y lo
invisible, pero lo que me interesa de verdad es cómo se crea algo nuevo, sin
copiarlo. Es el camino más fascinante, lo nuevo siempre es arriesgado porque la
gente a menudo no lo entiende. Tenemos tendencia a quedarnos en cosas que
sabemos porque uno se siente más cómodo. Pero la interpretación pertenece a un
lugar sagrado”. No se puede decir mejor algo tan aplicable a Isabel Coixet.
Y
ahora voy con la segunda parte del doble motivo: En este mismo blog he
comentado en otras ocasiones que la crítica cinematográfica -que yo sepa- es
una carrera universitaria y lo mínimo que se le debe pedir a esa licenciatura
es que quienes la ostentan se comporten como buenos ojeadores, y no con la
vagancia de hacerse eco de otro eco innecesariamente descalificador en lo
personal y no en lo artístico. Pero claro el talento y la dignidad quien no los
tiene no sabe distinguirlos. Compartiré algunos de los análisis que reputados
críticos han hecho sobre “Nadie quiere la
Noche”:
“A pesar de que la película no transita
caminos previsibles (…) el resultado es frío como un témpano. Le falta nervio,
intensidad, es una película de aventuras introspectiva que no sabe cómo
incendiarse” (Sergi Sánchez, Fotogramas).
¡¡¡Tócate
los pies!!! Haz una perfecta, sobria e impecable composición sobre el frío,
obviamente no sólo me refiero al hielo físico del Polo Norte, sino al anímico,
al gélido corazón de quienes se sentían con derecho a colonizar cualquier
pedazo de espacio aunque no estuviese formado por tierra, con su estúpido e
imperialista sentimiento de superioridad sin respetar ni comprender esa clase
de naturaleza inhóspita ni el carácter generoso de las únicas personas que
supieron habitarla: los Inuit, o más conocidos como esquimales por aquí. Y que te suelten la perla de que no has sabido incendiarla. Vivir para ver, tiene narices el asunto.
Es
extraordinario comprobar lo bien narradas -en lenguaje puramente
cinematográfico- que resultan las escenas en las que vemos a la protagonista de la alta
sociedad bostoniana recortando el aire rudo y rural con su silueta de suntuoso
terciopelo granate, estirada y ridícula. Es tan didáctico y rotundo observarla
tratando de imponer sus costumbres de cucharas, cuchillos, tenedores y copas de
fino cristal inservibles allí, mientras la dulce y experta Allaka le ruega con
paciencia infinita que coma carne cruda. Es tan reconfortante asistir a la
lección que esta “salvaje tatuada” le entrega al demostrarle entre sonrisas que
ella sí aprende inglés mientras la “superior” Josephine Peary, al igual que su
esposo Robert, “el rutilante explorador”, son incapaces de comprender y
estudiar la suya, la hermosa lengua que llama a un bebé Persona pequeña, ese
hermoso y antiquísimo idioma que ya de por sí indica la falta de sexismo. Sin
embargo en fotogramas anteriores el espectador sí contempló horrorizado como la
civilizadísima Josephine mata un pequeño oso con aire triunfal y anchísima
sonrisa por el puro placer de la conquista mientras en la inmaculada nieve se
dibuja un granate y aterciopelado reguero de sangre tan bien pespunteado como
su bien confeccionado vestido.
Más
adelante veremos el incendio que según el crítico de Fotogramas falta: la
lumbre se llevará la grandilocuente frase que Robert Peary clavó en la pared de
la cabaña a la que no vuelve mientras esposa y amante le aguardan, y en la que dejó abandonado a un compañero sin
dedos porque la nieve le iba comiendo la carne a pedazos. Ese pergamino de cuero
habla de abrir nuevos caminos, ¿a costa de qué?, ¿con el sacrificio de quién?,
se pregunta el espectador. En esa misma pira arderá el hermoso traje ideado y cosido por uno de los mejores modistos o diseñadores de Boston, prenda a la que
Josephine tanto se aferraba para no perder el halo de distinción, ese ara
incandescente irá recibiendo uno por uno todos los desprendimientos superfluos,
despojando capa tras capa hasta humanizar paradójicamente a una superficial y altiva
niñata de Boston, y justamente ahí es donde está el nervio, el latido que según
Sánchez falta. La acción no siempre ocurre en el exterior, las verdaderas
transformaciones suelen producirse precisamente en el interior de nosotros
mismos y sólo entonces estamos preparados para cambiar el entorno que nos
circunda. Es en ese momento cuando el film da paso a la piel humana y animal,
único revestimiento capaz de generar calor verdadero. Pero el aliento helado y
apocalíptico del norte hará saltar por los aires y en mil pedazos la
aparentemente fuerte cabaña occidental de madera y entonces ambas mujeres contrastarán
sus mundos pasando al uterino iglú.
No
sé qué entendemos cada uno por largometraje de aventuras, pero sí comprendo sin
embargo que no hace falta estudiar a Sófocles para saber que “Nadie quiere la noche” es una tragedia
pura y dura sin recursos ni fisuras y por ello muy honrada, y tanto el
guionista Miguel Barros, como la
directora Isabel Coixet, como el director de fotografía Jean-Claude Larrieu, como Lucas
Vidal el compositor de la música… han sido fieles al tono y al estilo
elegidos sin salirse ni un ápice de las decisiones tomadas, y han trabajado a
favor de obra, sin hacer ni una sola concesión. El final es brutal: la tundra
implacable como una parca se lleva la vida de la “persona pequeña” porque el
sueño helado de dos madres le ha dejado sin comer, y el círculo se cierra con
otro abandono, el de Allaka que paga un alto precio por mezclarse con
occidente. Y el espectador se vuelve de piedra, o se queda como una estatua de
hielo para ser más exactos.
Puestos
a hacer peticiones me habría gustado que el expresivo y hermoso rostro de Gabriel Byrne hubiese dado unos cuantos
pantallazos, pero hasta eso habría sido trampa al llenar la sala con la luz que
emanaría de sus ojos, ya que la película ha de mostrar cómo llega el invierno y
por tanto la oscuridad, -utilizo ambas lecturas, la de la oscuridad del alma
además de la climatológica-. Los diálogos entre los dos personajes, Bram Trevor y
Josephine Peary, son inolvidables, deduzco que Isabel pronuncia a través de la
boca del actor muchos de sus principios, además de explicar alguno de sus
rasgos, sobre todo el que se refiere a estar incómodo entre otros grupos de
mortales.al igual que la coherencia y santidad de su ateísmo.
La
sensación de caminar dentro del film sobre nubes, de estar en el interior de
una extraña eternidad sin gente, de sentir el aislamiento y casi la muerte es
impagable porque roza una frontera de belleza y de tristeza equivalentes. Yo jamás
viajaría hasta el Polo norte, de inmediato sentiría una sensación litúrgica de
castigo por haber osado profanar el verdadero y aterrador silencio, la cegadora
luz de las tinieblas.
No
me extiendo más, pero sí me gustaría que después de verla me dijerais qué os
parecen estos “análisis”:
“Apreciable, un sobrio ejercicio de Coixet por
alejarse de sí misma, se echa en falta un final a la altura, pese a todo el
resultado es una película de incuestionable belleza” (Luis Martinez, Diario El
Mundo).
No
sé, seguramente es un elogio, aunque en mi opinión envenenado, ¿por qué Coixet
tiene que hacer esfuerzo por alejarse de sí misma?, ahí va esa bofetada sin
mano ¿qué quiere decir Martinez?, ¿que no le gusta ella?, ¿que esta película no es
biográfica?, pero su mirada, su enfoque sí lo son, no creo que haya nada más
propio y personal que tu obra aunque no hable de ti.
Iba
a seguir reseñando a otros críticos pero en resumen lo que se lee entrelíneas
es el hincapié de que quede muy claro que la película se salva por los actores
o por el guionista, pero no por ella. De verdad que no comprendo a qué responde
esta inquina torpe y tonta, porque habría de no gustarte Mozart pero nadie en su sano juicio osaría poner su arte en cuestión. Creo
sinceramente que lo que ocurre es que Coixet se sale de los parámetros y que por eso no la entienden. No hace falta decir que también se han escrito muchas críticas buenas, sobre todo después de que la
refrenden los alemanes.
Es
muy difícil que Isabel Coixet pasee sus gafillas y sus oscuros ojos, agudos
como clavos, por este rincón de vientos mesetarios, pero si lo hiciera me
gustaría ofrecerle con las dos manos, como hacen los orientales, el pequeño
regalo de esta humilde escritora sin suerte que la quiere tanto.
Pili
Zori
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