"El olvido que seremos", de HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

El padre de Héctor Abad Faciolince murió asesinado el 25 de agosto de 1987 en pleno centro de Medellín frente a la oficina de Defensa de la igualdad social y de los derechos humanos que él mismo fundó. La vida -a menudo con tinta roja- escribe los guiones y metáforas más perfectos, la sangre no tiene otro color, los narradores tan sólo nos limitamos a imitarla con tosquedad y torpeza, ella es delicada cuando trata el amor y más fina y elegante todavía en la tragedia, otra cosa es que nosotros, pobres mortales, sepamos leer e interpretar con hondura lo que con tanta nitidez y tan claramente nos expresa:
Los asesinos paramilitares del prestigioso médico le vaciaron en el cuerpo pacifista y desarmado las balas de dos cargadores. En el bolsillo interior de su chaqueta americana -o saco como a los colombianos les gusta nombrar a la prenda- el que está pegado al corazón había una lista con los nombres de todos los amenazados entre los que se encontraba el suyo y arropándola un poema que decía así:

Ya somos el olvido que seremos
El polvo elemental que nos ignora
Y que fue el rojo Adán, y que es ahora,
Todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
La obscena corrupción y la mortaja,
los triunfos de la muerte, y las endechas.

No soy el insensato que se aferra
Al mágico sonido de su nombre.
Pienso con esperanza en aquel hombre
Que no sabrá que fui sobre la tierra.

Bajo el indiferente azul del Cielo
Esta meditación es un consuelo.
J.L.B.

En otro de los pisos del edificio trabajaba su esposa en el despacho de la pequeña inmobiliaria que ella misma creó, tal vez para que los ideales y objetivos de su marido no se vieran entorpecidos o frenados por las obligaciones familiares ya que tenían cinco hijos, y él la desprendida costumbre de repartir el dinero que ganaba entre desfavorecidos. O por el deseo propio y legítimo de considerar su trabajo tan importante como el de su marido y compartir  así la responsabilidad de ser tan cabeza de familia como él. El autor no nos muestra la voz de su madre, ni si ella era satélite del astro, o protagonista absoluta de su vida, eran tiempos de roles con luz pública para el hombre y sombra doméstica para la mujer, pero siempre hubo resquicios por donde escapar para enmendar la plana a las imposiciones.

Cuando Cecilia Faciolince bajó para recogerle del suelo junto a su único hijo varón sacó cuidadosamente del anular de su marido la alianza y se la introdujo en el dedo femenino junto a la suya. La imagen se explica por sí sola.
Leer este in memoriam, réquiem, homenaje, testimonio, documento… me ha conmovido y removido no sólo en el territorio de lo social y en el de la historia actual de Colombia, además me ha hecho repasar mi relación con mis padres, mi comportamiento como hija y también como madre.
Las 274 páginas de esta obra son un exorcismo, una extirpación dolorosa sacados de lo más profundo de las entrañas. Un balance vital que a Faciolince le costó dos décadas de distancia para poder emprenderlo. El  leitmotiv que le empujó a hacer dicho cómputo fue el coraje y la herida que sentía al ver cómo los asesinos –el autor aún no sabe quiénes fueron en concreto los de su padre- los sicarios, los verdugos… proliferaban y aparecían protagonizando la literatura de su país, “esos pobres chicos armados hasta los dientes que han caído en esa trampa” –se sobreentiende que entrecomillo y lo expreso como ironía amarga- mientras las víctimas como este padre (cuyas únicas armas fueron la palabra, el libre pensamiento y la fe en la educación y en la cultura, en el buen reparto de la riqueza y la sed de justicia) morían a manos de la ignorancia más cruel y cerril sin que los asesinos por encargo supieran que Héctor Abad Gómez era el hombre que había propiciado que se construyeran acueductos para que el agua llegase a sus pueblos de origen y que seguramente las propias familias de esos matones pudieron así conocer la dignidad del potable y transparente líquido, de la salud y de la higiene, que ese experto en medicina preventiva y catedrático de universidad prefirió la calle a la aséptica consulta acomodada y particular, y su amado país al exilio, ese médico que eligió ser rural profería frases como éstas: “Sin alimentación ni siquiera es verdad que todos nacemos iguales pues esos niños vienen al mundo con desventajas.” O las palabras que leemos en la página 68 recordadas por su hijo y escritor de esta obra que sin ser ficción no deja de ser una hermosísima e insólita -por inclasificable- pieza literaria: “Todo el que hiciera despertar y participar a los pobres era considerado un activista peligroso que ponía en riesgo el imperturbable orden de Iglesia y sociedad. Cuando pocos años después los barrios de Medellín se convirtieron en un hervidero de matanzas y en un caldo de cultivo de matones y sicarios la Iglesia ya había perdido contacto con esos sitios, al igual que el Estado. Habían pensado que dejarlos solos era lo mejor y al abandonarlos a su suerte se convirtieron en sitios donde como maleza surgían hordas salvajes de asesinos”. Más adelante en la página 95 nos dice: “Todo fundamentalismo era para él pernicioso y no sólo el de los creyentes sino también el de los no creyentes”…
Podríamos continuar sin parar porque todo el libro es subrayable. Pero como ya he dicho en renglones anteriores no deseo que  mi análisis pueda parecer demasiado social porque la novela –me voy a permitir llamarla así- es un hermoso recorrido por un tiempo de historia reciente contada desde el ámbito doméstico que siempre es el que abre el mejor plano para conducirnos desde lo íntimo y privado hasta lo público, y dicha intimidad familiar te arranca risas y también llantos inconsolables porque el autor consigue del lector una proximidad abismal que le lanza dentro de las páginas y le hace en el paisaje junto a él, junto a todos ellos, y les oyes respirar y ves casi en lenguaje cinematográfico lo que ocurre por fuera, pero gracias al literario te adentras en el corazón de ambos protagonistas en esa trinidad tan compleja de padre, hijo y narrador, o en esa bicefalia en la que quien escribe es juez y parte.
No es fácil afrontar la tarea emocional de hablar de tu padre, el escritor quería también contrastar, ya que la literatura universal es profusa en relaciones dañinas con el progenitor, tales como “Carta al padre” de Kafka, “Las correcciones” de Jonathan Franzen, “Patrimonio” de Philip Roth… y esos desencuentros casi se han convertido en un tópico. Su relación sin embargo estuvo llena de amor. Aunque en este punto me gustaría compartir que aunque me haya encariñado con el padre a mí quien más me conmueve es Héctor Abad Faciolince, porque desde niño tuvo una mirada agradecida que otros hijos en las mismas circunstancias y recibiendo igual educación no tuvieron. Por fortuna se dieron en aquella generación de hombres y mujeres cabales, honestos y comprometidos enseñanzas parecidas que muchos hijos sin embargo tomaron como si fuera lo más natural de mundo y por tanto no las supieron apreciar del mismo modo. A veces tenemos el defecto de atribuirnos méritos que nos han legado, otras olvidamos indicar la autoría de quienes nos los han entregado, profesores, hermanos, amores, amigos… pero aunque hay menos ejemplos de padres admirables y buenos en literatura alguno queda, la figura de Héctor Abad remite a la de Atticus Finch, el padre de la escritora Harper Lee y protagonista absoluto de su novela “Matar un ruiseñor”.
Pero a diferencia de la segunda, “El olvido que seremos”, sí sabe salir de la mirada admirativa de la infancia para entrar en la pubertad, adolescencia, juventud y madurez ejerciendo esa parte psicoanalítica y de enfrentamiento con los demonios interiores de las contradicciones, juicios y prejuicios sumarísimos que a la edad de abandonar el nido se tienen. Es el tiempo de ver al padre como persona y como hombre, de sentir la evolución y desarrollo del amor que le profesas desde niño -etapa en la que se le adora sin poner nada de él en cuestión- para pasar sin apenas transición a la adolescencia, temprana o tardía, en la que se necesita crecer contra él para poder volar. Duele tanto el empujón para ambos… Es el tiempo de aprender que la admiración se puede sentir en plano de igualdad y a la misma altura de los ojos, que somos poliédricos y personas facetadas antes que padres o hijos. Y comprenderlo lleva su tiempo porque el amor tiende al imán y el amor escuece y provoca rozaduras y por ello es necesario el desprendimiento y cuesta encontrar la distancia adecuada.
Como lectora sin embargo pude apartar un poco la carga tan potente de heroicidad del padre dada su injusta muerte, y extrapolando imaginé que debía ser difícil para el hijo de un hombre tan prestigioso y relevante tener luz propia y dejar de sentirse satélite, los hijos de… Pensé que en todo comportamiento hay un yin y un yang, que en el exceso de virtud a veces se esconde el deseo de destacar, de sobresalir y que es humano, que el padre también cometió errores absolutamente perdonables en lo público y en lo privado, ya que es fácil desde la perspectiva del tiempo saber que apoyaste cosas que luego fracasaron, que te dejaste adular por necesidad de pertenencia, nadar contracorriente es agotador igual que adelantarte a tu tiempo y a veces se necesita un remanso, pero quien se implica en la vida se mancha y mientras algo está sucediendo no sabes cómo se va a desarrollar. A los librepensadores siempre se les acusa de tibios, de estar fuera de la grey, porque no son seguidores ni sectarios, tal vez por ello al doctor en medicina Héctor Abad Gómez le gustaba tanto el cineasta Luchino Visconti que padeció ataques desde el mundo aristocrático al que pertenecía y también desde el proletario al que defendía.
Imagino que el autor, al escribir, se movió en un delicadísimo terreno en el que quiso conjugar el derecho a su memoria sin manchar la de su padre, pero siendo honesto para no omitir, para no caer en el sentimentalismo, para no desequilibrar la balanza poniendo sólo lo bueno en un plato y que tendría miedo de que la novela a su padre si viviera no le gustase porque somos subjetivos, es una condena la subjetividad, y tendemos a rellenar los huecos de la información que nos falta con lo imaginado y me dije que al final tanto Kafka, como Roth, como Franzen, como Lee… al intentar hablar de sus padres terminaban hablando de sí mismos, y que en legítimas zonas oscuras escribir esta novela no le habría supuesto sólo extirparse un dolor sino quitarse también un poco la carga y el peso del enorme afecto para poder mirar desde una individualidad a la que también se tiene derecho, sin que todo el amor que sientes hacia tu padre, o hacia tu madre se menoscabe. No se trata de desmitificar por sistema, pero es necesario dividir la célula para poder tener tu propia identidad y ese desprendimiento es duro para ambas partes, padres e hijos.
Sí que me planteé sin embargo por qué sentir predilección por un hijo es algo que todos admitimos como malo y vergonzoso y en cambio que un hijo diga que prefiere a su padre o a su madre no se censura. Creo sinceramente que es un concepto revisable si después se nos llena la boca de justicia. Y sí es un reproche que le hago al autor por decir abiertamente y en cualquier parte que le quiso más que a su madre. No hace falta que nos la describa para saber que en su contexto y en el tiempo en el que le tocó vivir muchos de los méritos de su padre se sustentaron gracias a los cimientos de su mujer. A las personas idealistas siempre las acompañan y protegen los seres prácticos que a su vez tienen sueños que a menudo aparcan.
En un pasaje H. A. Faciolince se califica de cobarde, ¿por qué? ¿Porque no reaccionó para salvar a su hermana cuando estuvo a punto de ahogarse? ¡Era un niño que no comprendió lo que pasaba!, a partir de ese día estoy segura de que si alguien se cae a una piscina, lago o río y da muestras de ahogo Faciolince se tira de inmediato a por él o a por ella vestido. ¿Cobarde porque no ha ido a matar a los asesinos de su padre con una navaja?, ¿porque no ha tenido sed de venganza? Ese calificativo me enrabia porque estoy harta de que aún –se supone que hemos alcanzado un grado alto de civilización- nos movamos entre conceptos tan primitivos como el de debilidad o de fuerza, el de hacerte valer demostrando que en caso necesario exterminarías y que si no muestras los colmillos te toman por tonto y abusan de ti. Hay una clase de valentía que se ve que aún no está incluida en las enciclopedias de papel o en las virtuales y es la de que antes de matar prefieres morir. Hasta quienes se juegan la vida por ti han de tomar sus precauciones para no perderla y evitan dar muerte a otro procurando capturarle para ponerle en manos de la justicia. Hay que señalar al abusón y aplicarle la ley recordándole que los derechos precisamente son para todos y que nadie debería tener que defenderse viviendo en sociedad si las leyes se asentasen en la bondad, alcanzar la bondad conlleva mucho trabajo y está por encima de la sabiduría. Tan sólo hay un binomio para conseguir una vida en paz: perdonar y amar, y por supuesto no eliminar la tristeza.
Sólo un episodio se me quedó a medias de entender: que su padre llevara a Héctor a ver “Muerte en Venecia” tres veces. No sé si queriendo o sin querer asocié tres claves: 1- el ejemplo que pone sobre el cubo cuyas caras se ven desde distintos ángulos, pero el lado que no se puede contemplar desde ninguno es el que está apoyado a no ser que lo levantes, 2- el pasaje de las dudas sobre la orientación sexual del chico, y 3- los cajones que el hijo abrió en el despacho del padre cuando éste murió. La verdad es que no sé si es una mosca en la leche que se presta a la especulación porque el escritor no termina de desvelar, o un retorcimiento mío, lo segundo es más probable, pero sigamos con la elucubración. Una explicación podría ser que le quisiera demostrar sin decírselo que Visconti exaltaba en esa película la belleza sin más, y que era normal admirar tanto la masculina como la femenina, para que él no se armase un lío con sus tendencias. Pero no olvidemos que el cineasta era homosexual y por tanto la fascinación por el efebo aunque platónica bien podía tener esos tintes, tal vez el padre desconocía ese dato en aquel tiempo, no obstante no puedo evitar que el hecho de que le llevara tres veces a ver el film me choca, y tampoco se desvela lo que el hijo ve al levantar esa especie de tapa de Pandora a la que se refería con la cara oculta del cubo.
La verdad es que a mí me da exactamente lo mismo que cualquiera de los dos fuera heterosexual, homosexual, bisexual… su intimidad y su búsqueda de la felicidad no varían para nada el maravilloso concepto que tengo de ambos, y de sus obras, tampoco le agranda a mis ojos la heroica muerte, le habría admirado igual si siguiera vivo, tanto como admiro a su valiente y humilde hijo por el desnudo anímico que tan generosamente nos regala. Hace tiempo que sé que sólo es valiente quien consigue hacer de su vulnerabilidad su fortaleza. Hace tiempo que me enternece la gente con dudas sobre cualquier cosa porque del conflicto interno nace la luz. Y es bueno tener contradicciones, y también que te contradigan. Y hace tiempo que también sé que los ríos no fluyen rectos y que sus curvas y meandros te ofrecen mejores vistas, por ello no es retorcido quien da vueltas a sus asuntos sino menos simple.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

2 comentarios:

  1. Por favor, podrías decirme en qué página está el pasaje de Muerte en Venecia? A mi me pasó lo mismo que a ti, y quiero leerlo de nuevo, pero no lo encuentro!!! Gracias

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  2. Oh, Aida, cuánto lo siento, no tengo el libro para poder buscarte dichas páginas, y este artículo lo escribí hace mucho tiempo, lo leímos en nuestro club de literatura creo que recién editado. Si no lo tienes en los estantes de la librería de tu casa seguro que si lo solicitas en tu Biblioteca Pública más cercana te lo prestan, y si no lo tienen te lo buscan a través del sistema interbibliotecario. Un abrazo.
    Pili Zori

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