He
terminado esta extraordinaria novela que me ha acompañado durante todo el
verano. Tomé el tren junto al joven protagonista Leopoldo Aguilera y su hermano Julio, con la misma fascinación
que experimentaba en mi infancia: la de quien parte hacia un deslumbrante país
extranjero: ¡Oh Madrid!
El
autor nos traslada a 1917 año en el que Leopoldo y Julio dejan atrás su corto
pasado, las agotadas minas de plata de Hiendelaencina y a su madre en pos de la
prometedora prosperidad: se disponen a trabajar en la construcción de la
primera línea del metropolitano Alfonso XIII.
El
autor ha construido una sorprendente simbiosis a caballo entre la crónica, la
novela histórica, negra y de suspense… y lo ha hecho de una sola pieza, sin
ensamblajes ni cuñas, el libro fluye desde la primera página hasta la última
sin perder ni el pulso ni el tono ni la composición elegidos a los que es fiel
de principio a fin sin permitirse un solo recurso, una sola trampa. El gotero
de los elementos sorpresa no caen donde el lector espera, por tanto la trama no
es en absoluto predecible en ningún momento.
Diego Bris conduce al lector sin hacerle concesiones para que
no adivine lo que a continuación va a ocurrir y su firmeza satisface
profundamente al llegar al desenlace y compensa la impaciencia y las
especulaciones que le han ido surgiendo durante el recorrido.
“Metropolitano” además de su bello aspecto costumbrista tan bien
ubicado en espacio y época, es una balada triste, el canto a una ciudad y a un
tiempo convulso que el autor sabe retratar con nitidez, tanta que a veces su
claridad escuece, (más adelante explicaré mi experiencia al surcar las páginas
de esta obra, me gusta que los libros me remuevan, metan las garras en mis
contradicciones, en definitiva busco que me transformen) pero sobre todo es un
homenaje a los seres anónimos que osaron penetrar el útero húmedo de la tierra.
La
novela me remitía a “La ciudad de los
prodigios” por el espíritu de progreso, y también a “Los pilares de la tierra” aunque traten asuntos distintos, pero las
tres tienen que ver con la construcción de futuro y la creatividad técnica,
científica y artística añadiendo lo más importante: el factor humano. Este
verano pude ver en Vitoria dichos pilares en la desnudez y el esqueleto de la
catedral vieja y comprendí por qué Ken
Follet se inspiró en ella para escribir la segunda que he nombrado y su
secuela pasados los años. En el exterior del gran templo se encuentra una
magnífica escultura de él que perdurará más allá de su vida como lo hacen las
grandes obras de los hombres, quién sabe si algún día en la estación de Sol se
elevará la de Diego Bris por la misma razón. De momento bastará con que la
novela juegue a ser redundante dentro de los vagones y que viaje aleteando como
un gorrión entre el hueco de las manos de muchos viajeros que hasta ese
instante no tendrán conciencia del sacrificio y la honra que le debemos a
aquellos trabajadores que vivían enterrados bajo tierra por un jornal mísero.
Por
algo decía Julio Cortázar que las
mejores cosas de la vida –no cito textualmente- le habían ocurrido dentro del
metro, leed si podéis “Manuscrito
encontrado en un bolsillo”, es una preciosidad. También yo arranqué mi
novela “Hija de…” con ese viaje
interior de inmersión hacia el corazón de la tierra en el que la protagonista
entra siendo una y al emerger del túnel ya ha hecho su particular exorcismo
convirtiéndose en otra persona muy distinta. Y es que el metro siempre es una
metáfora diría que de purificación como lo fue para Lucía y Leopoldo.
A
los escritores no nos agrada –aunque seamos comprensivos- que se nos valore
sólo por el rigor documental ya que ese arduo trabajo se presupone. Es por la
capacidad de imaginar, de colocar vida donde antes no la había por la que
deseamos ser apreciados. Los historiadores nos nutren, y “Metropolitano” en el terreno de los datos es impecable, no sólo en
los históricos, también en los técnicos y científicos, pero sin duda no es ése
su único valor, lo difícil es crear la atmósfera, el ambiente en el que el
lector pueda introducirse caminando a sus anchas… Bris tiene un oído social
agudísimo, pero lo que da una vuelta de tuerca es que además esa capacidad de
escucha es histórica, cuando el lector oye el modo de hablar de los personajes
que en sí mismo encierra la forma de pensar de aquel tiempo concreto, sabe que
el lenguaje es exacto, y que suena a referido de tan real.
Diego
Bris no ha creado arquetipos ni consabidas fronteras entre el Madrid palaciego,
el del norte con sus barrios obreros y el periférico con su lumpen. Las líneas
de separación las dibujan los olores de tabernas pobres y los de los cafés
ricos, las axilas obreras transpirando mineral oscuridad y tierra, el vino
peleón tamizado por alientos pendencieros, el aroma a limpio de las casas
femeninas y humildes, el de cera para el suelo y de pulimento de plata en las
mansiones opulentas… esos son sus tabiques, su estructuración.
Mientras
leía esperaba que los sentimientos de Leopoldo hacia Lucía, la novia de su
hermano, fueran el punto álgido, deseaba escuchar el monólogo interior
ambivalente y cainita, pero como os decía en renglones anteriores, no era ese
el tono que el escritor había elegido ni la parte principal ni el latido de la
novela, aun siendo muy importante, Diego Bris podría haber introducido en ese
sentimiento triangular las emociones, pero no quiso, porque toda la carga, la
potencia inesperada está en la vital, carnal, alegre y bondadosa Lola y en cómo
la desfigura el Topo. Y es precisamente esa injusticia hacia el chivo
expiatorio, hacia la inocencia la que arranca las lágrimas del lector, el
detonante que separa los bandos y que hace cruzar el umbral de dos hombres
buenos, Federico y Leopoldo.
Durante
muchas páginas anduve debatiéndome en un mar de dudas, me dolía lo que
consideraba ataques al sindicalismo, “la lucha obrera no es una cuestión de
temperamento encendido, ni resentido” –me decía- “ni sinónimo de delincuencia,
¿de qué va el escritor?”, Julio no me disgustaba. Y entonces me di cuenta de
que yo extrapolaba y trasladaba la idea desde un tiempo turbulento a otro
posterior en el que quienes recibían los golpes y las refriegas eran los
obreros. Cada época es resultado de la anterior y si ahora somos pacíficos es
porque en el pasado no lo fuimos. También tuve que recordarme que nunca he sido
partidaria de la lucha armada, y que en 1917 llevaba pistolas demasiada gente,
me perturbaba tanto lo que me estaba sucediendo con la lectura que incluso lo
compartí en casa de inmediato. Me recordaron que siempre habrá oportunistas que
aprovechen en su beneficio los ideales o la lucha legítima de otros para lograr
sus fines y de nuevo me aferré a la frase que desde tiempo inmemorial me digo a
mi misma: “No es lo mismo luchar por odio al patrón que por amor a la libertad”
y me sosegué, el hecho y el resultado son los mismos, pero no así el motivo, y
los motivos importan y también por ellos los conoceréis aunque Jesucristo
dijera que por los hechos. A veces buenos hechos ocultan muy malas razones y
viceversa. De nuevo estaba siendo impaciente porque al llegar al final el autor
pone en su sitio a todos y es más que justo en el reparto y devuelve la
dignidad a quienes les fue usurpada. Así que concluí que el punto de vista de
Leopoldo era el apropiado ya que su falta de compromiso al comienzo le da una
mirada imparcial.
Diego
Bris fue transgresor desde el principio concediendo un carácter liberado a
Lucía, la bellísima muchacha que no pudo cumplir sus sueños de cantante y que
admiraba a La Fornarina, la cupletista que coleccionó triunfos y amores y en
alguna etapa de su vida ejerció la prostitución. Lucía se dedicaba a “servir”
en el palacio Xifré al Duque del Infantado y amó a los dos hermanos Aguilera en
una transición sin estridencias propia de los espíritus libres. Leopoldo, el
chiquillo de 18 años, el antihéroe que pierde la inocencia el primer día que
pisa Madrid al ser robado, tampoco responde a ningún arquetipo, delgado,
enclenque, poco amigo de líos y sí de libros, muestra finalmente más fortaleza,
dignidad y hombría que todos los demás. Y sin embargo cuando ya sales de la
hermosa narración por la última de sus páginas comprendes lo bien elegida y a
propósito que está la coral de personajes con los rasgos físicos y anímicos tan
perfectamente pincelados, el padre Fermín, por ejemplo, a quien le presupones
adhesiones que no tiene, no es bueno generalizar ni etiquetar ya que en un
tiempo anticlerical en el que la Iglesia como institución solía posicionarse al
lado del poder. Él sin embargo ayuda a los justos sin reparar en si también los
considera así la ley. Otra de las gigantescas sorpresas es el inspector Adolfo
Villar: quien lee –al menos así me ocurrió- no sabe si calificarle como
luchador anarquista o como corrupto. En cualquier caso sus fines no justifican
sus medios y la manipulación que ejerce queda patente y a la vista.
Diego
Bris, al igual que Leopoldo no juzga, se limita a reflejar, y en otro de los
pasajes en los que me parecía que asociaba a los indigentes con vagancia y
acomodo tuve que decirme que Sócrates, el vagabundo que dormía en la parroquia
del Padre Fermín, era su igual, era su amigo, así que el prejuicio era mío ya
que si a mí me metieran en el barrio de las Injurias difícilmente me movería
por él tranquila, cosa que ellos sí hicieron. Tampoco Leopoldo miró nunca con
desdén a Horacio Santi el escritor alcoholizado por la absenta que a menudo se
ponía en evidencia en medio de la taberna, y de algún modo tras mi autorreproche
vi la transparencia por la que asomaba el propio autor y a través de ella su
bondad, esa misma pátina de respeto que recorría a ese elenco de parias de la
tierra que juntos daban una lección de humanidad al resto, del que no me
excluyo. La recomendación que le hace Lucía al Duque cuando le sugiere que haga
una visita al capellán del hospital de Maudes “Le pondrá al día
de la vida que pasamos
la gente llana. Escúchelo, se lo ruego” vuelve a reiterar la lección de
respeto que nos dan, si tenemos en cuenta que devuelven un saco lleno de joyas
que les habría resuelto el resto de su existencia.
El
autor cierra con enorme lirismo los círculos: el protagonista llega a Madrid
con 65 pesetas, caudal que le roban, y termina con 65. Nada le debe a la ciudad
en la que no se quedaría ni por toda la plata del mundo. El canto como decía al
comienzo es una balada triste empapada de tragedia, y las pérdidas no son sólo
físicas, el lector decidirá si se trata de derrota o de una fulminante crítica
social además.
Para
finalizar elegiré dos pasajes de nuestros protagonistas. Uno de los fragmentos
lo exclama Lucía la primera vez que ve las obras del metro por dentro:
“Parece un palacio moro enterrado en una
tormenta de arena”
El
otro lo pronuncia Leopoldo. En mi opinión define el leitmotiv de esta gran novela cuya riqueza de lenguaje es más
lujosa que las joyas de la saca que Lucía y Leopoldo devuelven incluido el
toisón, nos servirá como broche para la despedida:
“La memoria sólo escoge a los
triunfadores, al resto los amontona sin nombre ni respeto en las fosas comunes
de los cementerios”.
Creo
que a partir de esta novela cada vez que tomemos el metro agradeceremos el
sudor, el sacrificio y el esfuerzo que se halla adherido a las paredes de cada
túnel, de cada estación. Porque así es como se escribe nuestra verdadera
historia.
Un abrazo y hasta
el próximo encuentro.
Pili Zori
Gracias, Pili, hermosa y acertada crítica de mi novela -no por los elogios, sino por haber plasmado su esencia-. Espero que mis siguientes novelas estén a la altura y puedas disfrutar de ellas.
ResponderEliminarGracias a ti Diego por haberla escrito, será un honor para mí verte asomado por este rinconcito.
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