El
verano ha pasado en un suspiro y de nuevo estamos en octubre, comenzamos la
etapa cinematográfica 2014-2015 con “Dulce hogar a veces” película del director
Ron Howard. La veremos con esa pátina envejecida que da el VHS, por
suerte en el centro de mayores de Ibercaja aún conservan la posibilidad de proyectar
cintas en ese formato. La compré cuando salió a la venta, creo recordar que un
año después de su estreno en la gran pantalla (1989) y quedó guardada junto a
otras sin que pudiera volver a verla porque en casa se nos estropeó el
reproductor que fue sustituido por otro para DVD, pero la cinta ha estado
presente durante dos décadas y un lustro, no sólo en el cofre donde dormía,
también en mi interior, creo que ello explica por sí sólo el poso que me dejó.
Deseo que esa neblina que le ha posado el paso de los años sea tan nostálgica
como el refritillo que se escucha al poner un viejo disco de vinilo, y no un
inconveniente para mis compañeros cinéfilos.
No
voy a enumerar los prestigiosos premios que este director ha obtenido a lo
largo de su carrera, el generoso internet se ocupa de pormenorizarlos, pero sí
diré que algunos los ha recibido fuera del entorno cinematográfico, desde
instituciones que han sabido valorar la contribución que sus tramas y temas han
aportado en favor de la integración, porque todos somos sociedad y podemos
resultar más que útiles si se adapta el engranaje a las excepciones, o mejor
dicho: a los seres excepcionales. Nadie como él nos hizo comprender la
esquizofrenia con su film “Una mente maravillosa”, obligándonos a romper la
barrera de distanciamiento que produce lo desconocido y a sacar del gueto a
personas que desgraciadamente podríamos desaprovechar por no saber escucharlas.
Aprecio
la capacidad de llegada y estimo especialmente las obras de arte que tienen las
dos lecturas, la más avezada y la popular que alcanza a todos los públicos,
creo que dicha capacidad es un don que a veces el elitismo confunde con
simpleza, no siempre lo minoritario es sinónimo de originalidad, ideología o
intelecto, a menudo lo que ocurre es que el autor no ha sabido transmitir de
forma plural lo que quería decir o no ha sido capaz de sacarlo fuera de su
entorno y por tanto esa carencia es un límite. Tampoco lo popular tiene por qué
ser superficial y falto de hondura, hay que saber distinguir, que un libro sea
fácil de leer no significa que también resulte fácil de escribir, hay que dar
muchas vueltas para alcanzar la sencillez.
Howard
universaliza y traspasa fronteras con su comunicativo y artístico discurso
porque subraya lo esencial, porque lo sabe explicar, naturalmente entre su obra
tengo mis películas favoritas, un director tan prolífico y con tanto abanico de
registros para manejar géneros distintos te complace en unas ocasiones más que
otras, pero “Dulce hogar a veces” es una pieza especial que me ha acompañado en
el recuerdo, como ya he dicho, durante estos 25 años, tal vez porque en ella
están reflejadas todas las etapas de la vida desde la infancia hasta la
madurez, las cuatro estaciones de la existencia en definitiva, y eso convierte
a la película en un referente ya que la vas evocando cada vez que te encuentras
en situaciones parecidas a las de los protagonistas, ellos quedaron ahí en el
celuloide eternamente, cada uno con su edad congelada, pero una va cumpliendo
años y entonces alcanza otros enfoques, distintas perspectivas y cuando llegas
o te aproximas a la edad de Frank entiendes que en la infancia admiras, en la
juventud juzgas, pero en la madurez comprendes y perdonas.
En
aquel entonces, 1989, yo andaba como Gil Buckman (Steve Martin)
obsesionada por educar bien, preocupada porque mis hijas no fueran baúles de
recuerdos en los que mis enormes equivocaciones me dejaran estigmatizada ante
sus ojos para siempre, estaba empeñada en mejorar los “errores” que se hubieran
cometido conmigo para no repetirlos, pero al igual que a Gil aún me quedaba por
comprender que el resultado final del balance sería más que favorable hacia mis
padres sumadas todas las circunstancias, tengo tanto que agradecer... que el
reconocimiento hacia ellos diluye los egoístas, injustos y superficiales
reproches que como una niñata pudiera haberles hecho entonces, pero eso lo sé
ahora que ya puedo identificarme con Frank, el padre de Gil, a él también le
inculcaron el deseo de alcanzar el dichoso sueño americano, destacar, ser el
mejor… y quiso traspasárselo a los hijos, por eso Larry le devuelve el
boomerang con su afán de pelotazo, con su obsesión por ganar rápido mostrándole
la otra cara de la moneda y haciendo que el espectador se pregunte ¿qué es el
triunfo en realidad?, ¿y en qué consiste el fracaso?
Hace
pocos días una compañera coordinadora de otro club de literatura dijo: “El azar me suele proteger” y me quedé
colgada de su bellísima y significativa frase, es cierto, el azar nos protege a
todos pero no siempre sabemos verlo. Karen la esposa de Gil (Mary Steemburgen) pensaba lo mismo que la compañera que acabo de
mencionar, estaba segura de que el destino sabía muy bien lo que hacía con los
suyos y de que el azar les protegía. Karen al igual que mi pareja tendía menos
a la preocupación y confiaba en que el futuro se las arreglaría bien con
nosotros.
Todas
las generaciones quedaron representadas en dulce hogar a veces, y ¡por fin! en
un largometraje aparentemente convencional y de gran público se rompían y
desencorsetaban los tópicos, roles y esquemas impuestos por quienes nos
trazaban las líneas maestras sobre cómo debía comportarse una familia, sobre la
manera adecuada de comunicarse, sobre la forma reglamentaria de enseñar… esa
invisible y abstracta clase dirigente escribía las normas al estilo moña de los
Brady, pautas y comportamientos imposibles de cumplir y por lo tanto
frustrantes, ¿por qué? pues todavía no lo sé, supongo que adocenar es más
fácil. Después cambió la obsesión de ser famosos y adinerados por la de ser
felices a toda costa y los psicoanalistas sin escrúpulos se forraron. (Se
sobreentiende que guardo todos mis respetos para los profesionales honrados de
la psicología: psicoanalistas, conductistas, gestaltistas… que sí saben meter la mano para extraernos los sapos
que nos hemos tragado a lo largo de la vida y que tantísimo bien hacen, por nada
del mundo querría ofender).
Lo
que quiero decir tras este inciso es que la lección de humildad que recibimos
ahora y en cualquier tiempo, es la de que la vida se ocupa de desbaratar
nuestros neuróticos planes y cuando lo hacemos mal tarde o temprano vuelve a
recolocarnos por su cuenta de un modo más cómodo y sensato, dejando claro cómo
han de ser los acontecimientos, y entonces la verdad, la lógica y el sentido
común se abren paso. Un científico –como ya he dicho en otras ocasiones en este
mismo blog- cuando se equivoca tras muchos años de trabajo, no se sienta en el
suelo a patalear ni a flagelarse exclamando ¡soy un inútil!, ¡un fracasado…!
simplemente dice “ah, pues por aquí no era”, cierra ese camino y abre otro de
inmediato. “Dulce hogar a veces” es un aire fresco en ese sentido y cuando se
estrenó agradecimos mucho la sinceridad, porque nos dice “por ahí no, por aquí
sí”. Pasajes como el del apagón y lo que Gil confunde con una vela en casa de
su hermana nos resarce de cualquier sentimiento de planchazo o de ridículo que
pudiera caernos encima, por suerte la tierra no se traga a nadie ni siquiera en
un episodio así y la vida sigue riéndose de todas nuestras cuitas con su
aplastante e ingenioso sentido del humor, sólo Dianne Wiest puede
sostener una escena de ese calibre aguantando el sonrojo en medio del salón
frente a la mesa de comedor con toda su familia sentada alrededor, incluidos
sus padres y sus propios hijos, sin perder ni un ápice de ternura.
Tengo
un truco infalible para saber si una comedia es buena, la vuelvo del revés y la
imagino como drama y si funciona es que es magnífica, lo mismo ocurre a la
inversa, en realidad lo que varía es el envase. En cocina se caramelizan muchos
alimentos agrios y se salan y sazonan otros dulces sin que la materia prima
cambie.
No
me voy a extender en datos técnicos porque “Dulce hogar a veces” es una comedia
clásica de contenido moderno perfecta en el estilo, en el ritmo, en el goteo de
las sorpresas, en el sube y baja de las emociones, en la elección de los
colores, de la música… en la hermosa fotografía de interiores -la cámara
acaricia los rostros, las posturas, las ropas, los muebles…- y en la
ambientación y decoración de las casas, cada una define a quienes la habitan.
El arte y el oficio están tan garantizados que el espectador no piensa en
ellos, no los advierte, al igual que no vemos transparentados los buenos
cimientos de una casa sino sus acabados y su fachada, pero los cimientos están,
ya lo creo, y bien firmes.
Ron
Howard fue actor, y ese comienzo le hace colocar prioritariamente a los
intérpretes que son quienes dan la cara y defienden en primera fila el
proyecto, para ello nos presentó a todo el clan en una reunión familiar
celebrada en casa de la hermana de Gil, Helen (la gran Dianne Wiest como ya
adelantaba en renglones anteriores), después Howard fue separando cada una de
las tres ramas del árbol -las familias que salieron del núcleo para hacer sus
propios nidos- y las ubicó en sus hogares, en sus entornos íntimos y privados,
y en cada uno de esos compartimentos estanco les otorgó protagonismo absoluto.
En este film todos los artistas que están frente a la cámara son actores
principales, desde el menor hasta el mayor.
Contemplar
la escena en la que Frank (Jason Robards) -el patriarca- al fin se
decepciona de su preferido y quimérico hijo Larry (Tom Hulce) es impagable
porque muestra el desengaño tan sólo con la transformación del rostro, y la
elocuente mirada, el espectador ve como los rasgos se tornan pétreos, los ojos
se opacan y el brillo desaparece en un pantallazo irrepetible.
Observar
cómo en aquel tiempo Howard ya incorporaba el alzheimer en el personaje de la
abuela sacándole partido a la desinhibición inteligente que las enfermedades
seniles conceden nos da idea del nivel de humanidad y de oído que este cineasta
tiene, no se puede ser artista si no se sabe escuchar más adentro.
Ron Howard |
Sólo
por la escena que acabo de contar la película ya merecería la pena pero aún
falta otra vuelta de tuerca puesto que uno de los regalos más suculentos que
nos entrega es el de ver a los hijos, un plantel de actores de lujo en
distintas edades que van desde la infancia pasando por la pubertad y la
adolescencia y que curiosamente después han desarrollado carreras
brillantísimas. Garry, por ejemplo, el hijo menor de Helen, un Joaquín Phoenix irreconocible tan rubio, frágil y dulce, Juli la hija mayor
interpretada por Martha Plimpton, que ya hizo en ese tiempo de
adolescente rebelde en “Cartas a Iris” junto a Jane Fonda y Robert de Niro,
quien a buen árbol se arrima… no sé qué tiene que inspira a los directores, el
caso es que se pasan la vida sacándola embarazada o con niño en brazos, la
última vez que la vi como rutilante abogada en la serie “The Good Wife” también
andaba por los pasillos de los juzgados con carrito de bebé. Bromas aparte
recordaré que seguimos recibiendo de ella extraordinarias actuaciones en series
de prestigio tanto dramáticas como cómicas. Y qué me decís del novio, Tod, un Keanu Reeves que prometía todo lo que nos ha entregado después, un
kamikaze con capacidad para el cine de acción, el drama, la comedia y cualquier
otra disciplina cinematográfica a la que aún no se le haya puesto título, sin
duda el elenco adulto dejó una huella indeleble en ellos.
En
cuanto a dichos adultos qué voy a decir de Steve
Martin, es una de mis debilidades,
me gusta muchísimo, y nunca me parece excesivo, el humor es muy personal y
sincero y a cada uno nos cae en gracia lo que nos cae, y siempre me parece que
está bien medido –en mi opinión se desborda cuando se tiene que desbocar y se
contiene cuando la escena lo requiere- es espontáneo, seductor, tierno… y sabe
rozar el patetismo sin perder la elegancia. Y con Mary Steenburgen me
ocurre igual, es verla y me clavo a la butaca, me parece fascinante en todas
sus facetas, su bella cara es un foco de luz que ha aumentado los vatios con el
paso de los años. A Tom Hulce ya le habíamos visto en el 84
interpretando a Mozart en la
magistral “Amadeus”, sobran las palabras. Es evidente, repito, que en esta
película no hay papel pequeño como lo demuestra Susan (Harley Jane Kozak) la hermana menor de Gil, y su
marido Nathan (Rick Moranis) al pobre sí que le toca el
papel más desagradecido: el de petulante y odioso padre empecinado en hacer de
su hija una superdotada incluso a costa de robarle la infancia.
No
seguiré enumerando el magnífico trabajo de los demás niños –los críos no
interpretan son el personaje- ni a la abuela tan divertida y liberal, ni a la
madre de Gil, porque cuando la veáis comprenderéis por qué insisto en que en
esta película no hay papeles menores ni secundarios, son piezas perfectas del
puzzle, la madre que aparece muy poco en pantalla sin embargo es contundente,
su escasa presencia basta para que veamos con cuatro pinceladas el modo tan
machista en el que es tratada por Frank, su esposo, costumbre cotidiana y
generacional que no por generalizada era menos despectiva, con apenas unas
frases y dos o tres pequeñas entradas la actriz en su personaje de madre en
sombra pero con enorme peso no reconocido dibuja a una familia típica de clase
media estadounidense.
El
film sin duda reúne mejor que otros el análisis contemporáneo de las
preocupaciones que nos acosan y analiza partiendo del vértice familiar a toda
la sociedad occidental. Los personajes pisan fuerte en el mundo exterior,
tienen actividades laborales valoradas, Gil es ejecutivo, Helen directora de un
banco, Susan profesora de universidad… pero ese barniz no les exime del dolor,
en casa emergen las zozobras que en realidad mueven el mundo por debajo de lo
público. No en vano en la película apenas salen los exteriores para que en todo
momento se subraye que estamos viendo el interior, la intimidad, la
introspección. Tal vez a estas alturas hayamos consumido mucho cine
desmitificador del perfeccionismo familiar, incluso reiterativo hasta la
saciedad y prolongado en las series escritas en clave de comedia de situación
en las que se sobrevalora hasta la caricatura la naturalidad de las
equivocaciones, pero no debemos olvidar que quizá la pauta la marcase “Dulce
hogar a veces”.
Sería
injusto que en una obra tan bien escrita no mencionase a los otros dos
guionistas Lowel Ganz y Babaloo Mandel, porque
según tengo entendido tuvieron la generosidad de prestarle muchas de sus
experiencias personales al guión. La música es de Randy Newman el
compositor de bandas sonoras y de controvertidas canciones, y la fotografía del
oscarizado Donald McAlpine.
Deseo
que nuestra sesión de cine-forum suscite un interesante coloquio sobre los
hijos reflejándose en los padres como en un espejo, que hablemos del resultado
de la predilección y el favoritismo, de la confianza o de la inseguridad, de
las pequeñas o grandes decepciones, del despertar sexual, de las expectativas
no cumplidas que nos impiden ver las que sí conseguimos, del amor y del
abandono, de asumir la verdad aunque todavía seas un niño, de los nuevos
comienzos, de las prioridades, de la conciliación de la vida laboral con la
familiar… y sobre todo deseo que de ese matraz que mezclaremos entre todos con
nuestras propias esencias destilen reflexiones interesantes para nuestras
vidas.
Un
abrazo, y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.
Pili
Zori
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