Continuamos
con Rojo, el hermoso epílogo de la
trilogía. En esta película aparecen también los conceptos de libertad e
igualdad pero el que se subraya especialmente es el de fraternidad, ese
sentimiento que no requiere conocer al otro para solidarizarse, para empatizar,
para amarlo.
La
película comienza con la comunicación telefónica, sendos cables de colores
entre los que predomina el rojo corren vertiginosos y juntos a la velocidad de
la voz desde Ginebra y cruzan el Canal de la Mancha hasta llegar a Inglaterra,
un distorsionado coro de Babel les acompaña. Allí está Michel el novio de
Valentina (Irène Jacob) controlándole la existencia a través
del hilo, manipulando su ánimo, haciéndola infeliz mientras se da la gran vida
de país en país sin que ella le reclame ni demande explicaciones de con quién
entra o con quién sale. Era premonitorio Kieslowski, pero no creo que hasta el
punto de poder imaginar la dependencia telefónica a la que hemos llegado casi
veinte años después de que él nos dejara, ya no padecemos aquellas ansiedades
de no llegar a tiempo a coger el teléfono, o a no saber quién nos llamaba, sin
duda las hemos sustituido por otras, la angustia de Valentina por estar en su
casa a la hora exacta en la que ha quedado con su novio para recibir la
llamada, su impaciencia al escuchar el teléfono detrás de la puerta que no
puede abrir porque le han sellado la cerradura con chicle, una broma pesada: la
protagonista ha posado para el anuncio de una marca de masticable cuyo eslogan
dice “En cualquier circunstancia la vida
puede ser frescor.” Kieslowski no escribía en vano: Valentina -o el poder
de la inocencia- es el aire fresco y regenerador en cualquier circunstancia de
la vida. La pompa que se infla y se desinfla en las fotos de las pruebas para
el anuncio también tiene -como de costumbre en su cine- otras lecturas, y su
cabello húmedo, y el gesto de tristeza y temor que el fotógrafo escoge para una
valla publicitaria de ocho metros colocada cerca del mar, más tarde cerrará el
vaticinio que durante todo el metraje barrunta y planea por encima de las
cabezas del patio de butacas como una corazonada. El flamear de la sedosa tela
roja vuelve a dar sentido a la personal forma que Kieslowski tuvo de
interpretar el contenido de los tres conceptos de la bandera francesa.
Pronto
el espectador verá de nuevo las constantes de este autor: el azar, los
paralelismos, las coincidencias, los vínculos entre desconocidos que están
juntos sin saberlo, en una tienda de discos, en una bolera, cruzando frente a
tu ventana… predestinados por la decisión del juguetón azar. Kieslowski nos va
dando algunas pinceladas informativas para que sepamos más que los
protagonistas y esperemos con nerviosismo a que sus vidas se crucen al fin.
Valentina
es una estudiante de ballet que de vez en cuando para financiarse desfila como
modelo de pasarela o posa como he dicho anteriormente para algún anuncio
publicitario. Es importante para el público saber que ella considera
secundarias en su vida estas actividades, si tenemos en cuenta que otras chicas
matarían por estar en su lugar, el detalle nos indica muchos de los rasgos de
su personalidad que a lo largo del recorrido por el film iremos viendo
desarrollarse.
Augusto
(Jean Pierre Lorit) vive enfrente, tiene un perro negro,
un coche rojo y oposita para juez, en su casa hay un lienzo apaisado con la
figura de una bailarina, enseguida veremos a la protagonista ejercitando en un
ensayo ese mismo movimiento, es posible que al espectador el paralelismo le
pase inadvertido, pero Kieslowski abre las emociones por la puerta del
inconsciente, y el dato ya está almacenado aunque aún no sepamos para qué sirve
ni qué misión tiene. Krzysztof sigue dando esas pequeñas puntadas que de forma
sutil van cosiendo la trama: la alarma del automóvil de Valentina suena
mientras él espera –oteando por la ventana- la llegada de Karin (Frederique Feder). Su novia. Karin
trabaja a tiempo parcial, informa por teléfono, de forma personalizada, sobre
las previsiones meteorológicas del tiempo que va a hacer en cualquier país del
mundo.
En
el café restaurante del barrio, Valentina tiene la costumbre de meter una
moneda en la tragaperras. Cuando no gana levanta el puño con alegría para
transmitirle al camarero que no ganar es buena suerte -otra pequeña trasgresión
del director, aunque nuestro refranero también comparte lo de “afortunado en el
juego desgraciado en amores”- de hecho cuando sí obtiene el premio ambos se
entristecen, en ese momento de la película ella sabe por qué: en un periódico
aparece la foto de su hermano consumiendo droga, naturalmente este dato lo
deducimos por el comentario sobre el parecido que le hace otro vecino, y que
ella se apresura a negar. Las monedas de la mala suerte van a parar a un frasco
grande que ya está lleno y en lo alto de un armario fuera de la vista. Así que
con el azar y la suerte invertidas cuando estemos llegando casi al final
veremos en suspenso los tres dúos de cerezas a punto de caer, y es que tal vez
la verdadera buena suerte de unos tenga irremediablemente que ser precedida por
la mala de otros, no sé, ahí dejo estas preguntas para que les deis vueltas,
¿es posible que haya un traspaso del karma dentro y fuera de la película?,
¿acaso lo inconcluso del pasado necesite del concurso de otros para
resolverse?, ¿Augusto es el alter ego del inquietante y enigmático juez Joseph
Kern (Jean Louis Trintignant)?
Dos
estilográficas adquirirán protagonismo fundamental en los cierres de círculo.
Con una se han dictado sentencias durante tres décadas, pero para la más
importante, la del dictamen final, el máximo ejercicio de responsabilidad, la
tinta dejará de funcionar; esta vez el imputado es el propio juez y la
auto-denuncia se escribirá a lápiz. ¿Cuál será la primera sentencia que firme
Augusto con su nueva pluma todavía sin estrenar? Los objetos al igual que en Blanco y en Azul, personifican y sustituyen el alma y las emociones de los
protagonistas. Pero volvamos al comienzo.
Debido
a las tensiones que el novio provoca en la bailarina, ésta se distrae tratando
de sintonizar bien una emisora de radio en el coche y sin querer atropella a
Rita, una perra que caminaba libre y suelta, ¿accidente fortuito, o
consecuencia de las normas subterráneas del destino cuyas leyes aún
desconocemos? En este tramo de la película nos encontramos con otro luminoso
subrayado: la responsabilidad.
Valentina mira en el collar la dirección de su dueño y así conducida por la
perra conocerá al juez retirado que se dedica a espiar a sus vecinos
pinchándoles los teléfonos, (más adelante el amago que tiene Augusto, el joven juez recién investido, de abandonar a su perro, nos pondrá el corazón en vilo,
otro de los círculos paralelos que se cierran para plantear distintas opciones,
dudas o pensamientos aunque los resultados finales sean los mismos, pero eso
ocurrirá más tarde, no nos adelantemos).
De
nuevo nos encontramos ante una falsa apariencia, partiendo de algo ilegal –las
escuchas telefónicas- Kiesloswski nos va a introducir de lleno en el núcleo de
nuestras contradicciones más profundas, de nuestros sentimientos más ambiguos,
para que del oscuro conflicto nazca la luz; a partir de ahí se producirá uno de
los duelos éticos más hermosos que se han visto en cine, el director nos coloca
como jurado, y la tarea es ardua y difícil, pero sumamente aleccionadora,
porque no se trata sólo de hacer lo correcto, sino de que los motivos también
sean correctos, honrados, valientes y sinceros a la hora de dictaminar.
La
juventud frente a la madurez, el desencanto frente a la esperanza y la bondad
se pondrán en cuestión, al igual que la culpabilidad y la inocencia.
El
juez nos recibe de espaldas, está situado de espaldas al mundo exterior, en un
ambiente de descuidada guarida, sin embargo tiene la puerta abierta. El proceso
evolutivo de los dos protagonistas al entrar en contacto es maravilloso, la luz
nos irá indicando los turnos, ambos recibirán una iluminación drástica, mitad
del rostro iluminado, la otra mitad en sombra -para señalar el lado oscuro que
todos tenemos, el ying dentro del yang- cada uno estará a intervalos dentro de
la luz y también en la oscuridad, Krzysztof Kieslowski les colocara a distintos
niveles para que el espectador vaya comprendiendo la alternancia de la altura
moral, unas veces la detentará el juez, otras la joven Valentina. Lentamente
iremos comprendiendo que el juez es una figura mística y que quizá esté
representando, por deseo del director, a una deidad profana, entonces una luz
reveladora y cenital se derramará sobre ellos.
Pero
antes Rita, la perra, habrá conducido a Valentina hasta una iglesia semivacía
(la lectura para cada espectador será distinta. Como ya dije en Azul, el autor establece una relación
íntima y confidencial con cada uno de nosotros y todas las subjetividades
surgidas de esa experiencia son válidas y genuinas, para mí la entrada de la
perra en la iglesia con Valentina preguntando por ella representa el “aquí no
está necesariamente la verdad sino los preceptos de una religión”), la perra
sale de inmediato para llevarla de nuevo a la casa del juez, ¿tal vez un templo
más acorde con la vida actual en el que se hace necesario el examen de
conciencia? Y tras esa pregunta, el film nos plantea otras como: ¿Es lícito
intervenir en otras vidas?, ¿inevitable?, ¿es un acto de vanidad extrema
erigirse en juez? (Curiosamente y como nota al margen diré que como las obras
de arte se hablan entre sí fue inevitable para mí recordar la película “La vida de los otros”, en la que las
escuchas y el Este también estaban presentes).
La protagonista ayuda por fin a la señora reumática que no alcanza a introducir la botella en
el contenedor de reciclaje, en Azul
la ensimismada Julie no lo hace, en Blanco
Karol además se ríe y tampoco la socorre.
Estéticamente
la película es preciosa, y repite las constantes de Kieslowski, un desfile
alrededor de lámparas de cristal colocadas a la altura de las modelos vuelve a
inundarnos de destellos diamantinos desde todas las facetas, tantas como puntos
de vista y enfoques tiene la vida, también la trasgresión es bonita porque no
siempre hemos de ser iluminados desde arriba, la luz también puede estar
situada en plano de igualdad con nosotros y a nuestro lado. Los cristales rotos
se repiten, en esta ocasión son de vasos y vasijas, el líquido que se desborda,
a veces en connotación fálica y onanista como el de la tetera, otras como
fragmentos de alma rota sobre una mesa de billar… de nuevo el juego, la suerte
y el azar con significado kieslowskiano marcando el paso de nuestras vidas, los
vidrios transparentes, de ventana de casa o de coche aparecen como barreras
parecidas a la lente por la que el director contemplaba y estudiaba la
existencia. Y de nuevo la vida y sus paralelismos: al igual que en Azul y la rata con sus crías, Rita que
ha estado a punto de morir espera siete cachorros, uno será para Valentina.
El
Juez sale de su ratonera y en un teatro, el gran teatro del mundo, él abajo y
ella arriba con los brazos extendidos y las manos enlazadas –al igual que en Azul y en la alberca lo hicieron Julie y
su vecina- se confabulará el destino para enmendarle la plana a lo que se
estropeó treinta y cinco años atrás. Aquel muchacho al que le hicieron en el
examen la pregunta que “casualmente” apareció en la página que quedó a la vista
al caer el libro desde una de las gradas de ese mismo teatro, resolverá hoy y
¿reencarnado? en otro, tres décadas después, el amor inconcluso que ahora
envuelto en rojo ha traído Valentina. Como os decía en las dos entregas
anteriores el director creía en las segundas oportunidades y en este caso llega
a romper las barreras temporales para que dicha oportunidad se produzca
(también en esta parte me resultó inevitable recordar la preciosa novela de Elia Barceló “El secreto del
orfebre” sería tan hermoso que ningún amor fuera imposible).
La
mujer infiel que ambos jueces encontraron con un hombre en medio de sus piernas
abiertas morirá en el yate de recreo junto a su nuevo amante, porque las
razones importan y también los motivos. Kieslowski condenó la avaricia y el
deseo de consumo, del triunfo económico y de apariencias, tan occidental, y a
cambio premió la honradez de Valentina que al responsabilizarse de la perra y
devolverle el dinero del veterinario resucitó en el juez la fe en el género humano.
Todos nuestros actos tienen consecuencias, por ello es importante no
efectuarlos a la ligera. La protagonista tropieza cada vez que se equivoca, la imagen
es muy explícita.
El
final, como ya anuncié en la entrada de Azul,
es precioso: el autor salva del naufragio a los protagonistas de las tres
películas. Los pronósticos meteorológicos fueron mentira.
Un
abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili
Zori
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