Hace
mucho tiempo que creo que tanto en cine como en literatura se ofrecen
demasiados placebos, drogas para la evasión, no me molesta si se presentan con
sinceridad, -a menudo disfruto con series y comedias de situación que son lo
que pretenden: un entretenimiento, una pequeña diversión sin más- pero sí me
enoja cuando en formato de drama se entregan “películas” con trampas y
estereotipos, sucedáneos que intentan equipararse a las honestas. Es
precisamente la honradez lo que convierte en obra de arte una novela o una
película. Tampoco estoy de acuerdo con que trabajos extraordinarios como “Martin
(Hache)” se consideren crudos y despiadados, porque en mi opinión no hay nada
más amado que lo que se mira con valentía. Quienes se asoman a los abismos
anímicos buscan comprender y conectar con el otro en el núcleo de su verdad, y
si te muestras, te muestras y si te entregas, te entregas, y en dicha entrega
lo lógico es que aparezca la luz y la sombra, la grandeza y la miseria, lo
patético y lo sublime, que de todo tenemos, pero como vivimos en espacios de
apariencia y simulación pues esta clase de generosidad y conmiseración
verdadera a menudo no se entiende. Creo que no hay que confundir lo sentimental
con el sentimentalismo ni tampoco con la indulgencia, ser sentimental es tener
sentimientos, buenos y malos, Aristarain
no despoja de defectos a ninguno de los cuatro protagonistas, tampoco los
redime, simplemente los explica, y además los quiere, eso nada tiene que ver
con que cada uno apenque con las consecuencias de lo que hace.
La
película no es una apología de las drogas, de hecho comienza con un susto que
conduce al hospital a Hache, y sin ser la causa también es el arma en el
suicidio del personaje más vulnerable, (dejaremos la identidad sin revelar para
quienes aún no hayan visto el largometraje). Cierto que Dante (Eusebio Poncela) cree controlarlas, pero eso para el espectador es opinable, Dante
bien puede estar sumergido en una etapa que después decida abandonar, de hecho
me atrevería a decir que el nombre del personaje fue buscado a propósito por lo
que tiene de divina comedia y de bajada a los infiernos. A mí personalmente las
drogas siempre me dan miedo, no sólo las ilegales, duras, blandas… también me
asustan los fármacos que a veces recetan los médicos psiquiatras –y perdón por
quien se salve- como si fueran camellos, sin personalizarlos en cada paciente,
he visto caer a muchas personas en
un drama peor que el que tenían por no estar bien diagnosticados y sí
sobre-dosificados tirando de receta sin que se les haya escuchado siquiera. El
sistema neurológico y la fortaleza emocional son vulnerables, sobra aclarar que
a otros doctores sin embargo sus pacientes les deben hasta la vida,
curiosamente suelen ser muy humanos e implicados.
Cuando
era cría vi un programa documental en el que se contemplaban los efectos
provocados por el L.S.D. y me impactó tanto que se convirtió en un revulsivo. Y
además no considero arte lo que se crea bajo las alteraciones de las drogas,
incluido el alcohol. Pero, como otras veces he dicho en este mismo blog,
recalco que mis impresiones son subjetivas. En los ambientes artísticos y
también en los de la farándula hubo, hay y habrá mucho coqueteo con sustancias.
La mayoría de los actores que habiéndolas consumido sale adelante es porque en
un momento dado ha sabido apearse de ese tren, otros tristemente quedan
atrapados.
Aclarado
este punto pasamos a lo importante. Y lo importante en esta película es la
relación entre un padre (Federico Luppi) y un hijo (Juan diego Botto) y la familia no consanguínea que gira a su
alrededor. El amor busca los recovecos para manifestarse en todas sus
expresiones, incluso en un padre que no ejerce como tal en apariencia,
hermético, duro, con incapacidad -rayana en la mutilación- para expresar
sentimientos, desagradable hasta rozar la misoginia, egoísta, de palabra
ofensiva, que huye del compromiso, pero se beneficia de la compañía de Alicia (Cecilia Roth) creándole equívocos, o dejando que ella se confunda… y en ese
caldo Adolfo Aristarain nos hace un retrato fidedigno de las emociones, los
miedos e inseguridades… en definitiva de toda la complejidad y condicionamiento
humanos.
Uno
de los debates que suscita este film intemporal y universal con el que se
identifica cualquier generación tanto en su etapa de adolescencia y juventud
como en la de madurez es el de: “¿Qué quieren o esperan de mí los demás?, ¿qué
busco y espero de los demás y de mí?”. La película habla sobre cómo plantear el
propio futuro. Sobre los objetivos.
También
revisa el error femenino de vivir en el deseo del otro, de ser o dejar de ser
en función de si se es o no correspondida en el amor. Expresa lo que acarrea el
hecho de poner el sentido de la vida y el bienestar propios en manos ajenas por
muy queridas que sean.
Habla
de amistad y de lo que se puede llegar a arriesgar o a perder con gusto por
darle prioridad a ese íntimo y sagrado vínculo. La película define principios,
describe la tristeza –iba a decir nostalgia pero no sería bastante- de quien se
exilia obligado, de quien ha de irse de su lugar a la fuerza. Lugar, tu lugar…
una constante en este director que escribió y dirigió “Un lugar en el mundo” y
“Lugares comunes”, Argentina y España son sus lugares comunes, por eso el
espectador no puede contener las lágrimas cuando Martín Echenique y Hache, su
hijo, hablan de los tejados de argentina, y de que en España la gente no silba
por la calle. El cierre es precioso, la mejor forma de comunicarse con su padre
es en su idioma: a través de una cámara, sosteniendo un primer plano cuyo
impudor, cuya timidez, encubre y protege la lente.
Hay
algo enorme que el espectador desde su butaca intuye aunque no sepa descifrarlo
y es la costura que une a los cinco, Adolfo Aristarain, Federico Luppi, Cecilia
Roth, Juan Diego Botto y Eusebio Poncela, (los anteriores vinieron, pero éste
último, Eusebio, fue allá durante un tiempo, para ser acogido, cuidado, curado,
querido). Cecilia llegó a nuestro país con los suyos huyendo de la dictadura,
tenía 18 años. Luppi se vio abocado a asumir un nuevo comienzo con sesenta
abriles. Juan Diego es hijo del actor Diego
Fernando Botto -desaparecido y asesinado durante la campaña de terror que
infligió la dictadura de Videla en 1977-, y de su madre la famosa actriz y
profesora de actores Cristina Rota que se vino para España con sus
dos hijos, a los que después se añadiría Nur
la hermana pequeña nacida de una nueva pareja (los tres son actores María Botto y Nur Levi). Me atrevería a decir sin riesgo
a equivocarme que para todos ellos la interpretación además es un homenaje. Ninguno llegó aquí y besó el santo, sin
embargo sus carreras son acomplejantes, hasta dos y tres trabajos en un mismo
año y en los curriculums de todos ellos aparecen más de treinta largometrajes,
añadiremos que se suben a las tablas del teatro, no sólo para interpretarlo
también para escribirlo como en el caso de Juan Diego. A su madre le debemos el
resultado de la preparación integral de muchos de nuestros mejores actores y
actrices actuales.
Me
quedé sin aliento cuando hace muchos años pude ver en el cineclub de la 2
“Tiempo de revancha” en un extraordinario ciclo de cine argentino. Adolfo
Aristarain tiene la nacionalidad española por decreto real, el honor le fue
concedido por reciprocidad, por su contribución a la cultura, y por hacer de
puente entre Argentina y España. Ser cineasta sin industria es una labor de
titanes y un “por amor al arte” nunca mejor aplicado. Pocas vocaciones entregan tanto, las
películas son carísimas, no sólo en dinero también en costes personales y por
eso se merecen al menos la pequeña veneración que yo les rindo intentando ser
una pizca consciente de su valor heroico a la hora de realizar cine.
Adolfo
Aristarain escribe sus guiones dando fe de su magnífica pluma. Como buen
escritor en lo único que no es permisivo es en que le cambien una sola coma de
los diálogos. ¿A alguien se le ocurriría desprender una piedra preciosa de una
joya para colocarla en otro sitio?, ¿cortar la mano del David para darle otro
movimiento? ¿A que no? bueno pues con la escritura se le ocurre a todo el
mundo, así que chapeau por su intransigencia y reivindicación señor Aristarain.
Este
gran cineasta que trabajó como ayudante de dirección en más de 30 películas
para muchos de los grandes directores españoles y argentinos antes de decidirse
a regalarnos su propia obra, se define como artesano y alega que habría sido
feliz trabajando para un estudio y que al acabar un rodaje de inmediato
estuviera otro guión esperándolo. Le tiene cierto reparo al cine catalogado
como de autor, sin embargo para una espectadora como yo, ese calificativo no
contiene ningún ingrediente snob o peyorativo, más bien el de sello propio y
voz personal, y él posee ambos, su cine no solo es reconocible, además es
inolvidable.
Autor
de corte clásico y contenido moderno con la humildad de los grandes directores
de actores prefiere que nos fijemos en la decoración dentro de las escenas,
mientras los protagonistas están en acción, porque no le gustan las postales ni
que se note que hay alguien detrás que nos conduce la mirada.
“Martín
(Hache)” se la dedicó a su hijo y sin saberlo y por extensión también se la
dedicó a los nuestros.
He
leído alguna objeción en internet al izquierdismo burgués de este director en
cuyas películas sus personajes alardean de buena vida, buena comida y mejor
bebida, buena lectura, buena música… y me gustaría contraponer a esa idea que
no todo el mundo tiene que hacer la revolución en alpargatas, que ese concepto
rezuma clasismo en sí, valga la paradoja, por ello desde aquí quiero recordar
nuevamente el verso de la canción de Victor
Manuel “Esto no es una canción”: …o aquí
cabemos todos o no cabe ni Dios. No es burgués el que con su sueldo se
compra una esmeralda, y mucho menos lo es el que lo arriesga todo, e incluso se
arruina por entregarnos su arte, me parece superficial y una osadía negarle a
alguien la capacidad de ser sensible por su adscripción política. Burgués, se
dijo, es el que posee los medios de producción y por tanto el poder, los
derivados vinieron después.
Para
terminar diré que creo que hay muchas maneras no convencionales de “ser como es
debido” y que está bien que nos las recuerden. Todos los miembros de este
elenco incluido el director, se sacaron el corazón de la caja torácica y nos lo
pusieron encima de la mesa. Aristarain, sabe mirar por dentro a los demás y a
sí mismo, y sobre todo sabe escuchar el elocuente silencio que anida entre las
pausas de una conversación, en las miradas, en los gestos, pero sobre todo es
un maestro a la hora de diseccionar la zozobra interior.
Un
abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili
Zori
Buena reflexión, me ha encantado leerla!
ResponderEliminarMuchas gracias Marta Martín. Un abrazo grande.
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