¿Qué
puede hacer un cineasta para que el espectador comprenda lo intangible, es
decir, sentimientos, pensamientos, ideas, obsesiones, miedos, liberación,
resurgimiento, amor… cuando su herramienta para expresarse es fundamentalmente
la imagen? ¿Cómo puede plasmar todo lo que ocurre en el interior de un ser
humano si además quiere reflejarlo en clave introspectiva y desde la soledad
individual? Pues muy sencillo: puede hacer que veamos las reacciones y
conductas que tiene el personaje. El protagonista elegido no va a ir por la
vida hablando solo para que el espectador se entere de lo que le ocurre,
resultaría forzado, y escuchar su monólogo interior tampoco sirve, -aunque sea
lícito y en el cine clásico se usara a menudo la voz en off- pero no deja de
ser lenguaje literario y el séptimo arte a lo largo de décadas ha explorado y
abierto caminos que actualmente permiten que el cineasta pueda manifestarse con
la menor contaminación posible.
El
director materializará todo el proceso anímico de su personaje principal
mediante comportamientos que el espectador comprenderá por empatía -cuando
nadie nos ve, cuando no somos observados, nuestro modo de actuar es
distinto- así lo invisible pasará a ser
visible al ser trasladado y proyectado sobre objetos concretos que en esa
circunstancia adquieren otro significado, otra lectura, otro uso. Cuando vemos
a Julie, la protagonista, arrancar con brusquedad los cristales azules de una
lámpara entendemos que los fragmentos transparentes y sus destellos nos dicen
sin palabras que su vida está rota, que ella quiere destruir, borrar su pasado,
pero no puede y entre sus manos contemplamos su alma azul y traslúcida hecha
pedazos. Cuando se topa con una de las piruletas igualmente azules que comía su
hija, (exacta a la que envolvía el plateado papel que asomaba por la ventanilla
sujeto a su pequeña mano infantil mientras jugaba con el sonido del aire y su caricia
justo antes del terrible accidente), y la lame y luego mastica con voracidad
inusitada, sabemos sin lugar a dudas que está engullendo el último instante de
la vida de su niña, y luego cuando nos asustamos junto a ella al encontrarnos
de frente con la rata que ha tenido crías, de inmediato percibimos con claridad
el remordido y subjetivo sentimiento de Julie por no haber sabido proteger y
defender a la suya en ese trágico accidente del que de algún modo se culpa, de
hecho se llega a plantear cambiar de casa otra vez para no tener que
exterminarlas. En esa y en otras muchas escenas estallan los sentimientos de ambivalencia, de pérdida, de negación y rabia, de bloqueo, de rebeldía… de
profunda tristeza en definitiva. La muerte de un ser querido es la mayor
decepción insuperable que sufrimos y el proceso de aceptarla es uno de los más
arduos. Un director sólo puede describir esas emociones privadas, si consigue
darles forma, crearles cuerpo y eso es lo que Kieslowski hizo.
El
pasaje en el que Julie (Juliet Binoche) se
destroza inmutable la mano arrastrándola por una pared de puntiagudas
rugosidades de cemento para que ese dolor menor amortigüe el otro mucho mayor e
insoportable que anida en su interior nos servirá, no sólo para comprender cómo
se siente, también para saber que ha transcurrido el tiempo porque en una
escena posterior la veremos en la cafetería de su actual barrio, el camarero
le preguntará: “¿lo de siempre?”, y la mano -que sostiene inmóvil un azucarillo mientras la música que ella quiso destruir sale como un milagro de la
flauta de un mendigo- estará curada.
La
forma que Julie tiene de renacer es bellísima, y la declaración de amor de
Olivier (Benoit Regent), el músico
ayudante de su esposo, una de las más hermosas que se han visto en cine: se
lleva el colchón en el que ella, -en su antigua casa, y en pleno duelo, tal vez
para que la dejase en paz o para saldar la demanda y el deseo que siempre
intuyó en él- quiso entregarle sin amor su cuerpo, se dejó usar como recipiente
para luego poder marcharse enterrándose en vida sin deber nada a nadie, creyó haber dado todo lo que se le pedía, pero los objetivos no siempre salen como
uno los plantea y la vida manda y se encarga de enmendarles la plana y los
desvíos volviéndolos a encaminar de nuevo. Es un desencuentro duro y triste
para él, en el que sin embargo ambos dan y reciben de forma distinta a la
esperada, pero dan y reciben. Cuando al final se cierra el círculo y el público
de la sala comprende que él se llevó ese lecho a su casa para dormir sobre el
recuerdo una satisfacción plena se extiende por el patio de butacas al comprender que la esperanza estaba ahí aguardando agazapada.
Kieslowsky cree en las segundas oportunidades y en la capacidad
redentora y curativa del amor –sobra aclarar que no hablo del enamoramiento
estereotipado y de flechazo que caracteriza la comedia romántica, sino de ese
sentimiento profundo y trascendente que une, funde y entraña a dos personas.
No
quiero desvelar como ella resuelve y deja a buen recaudo el pasado para darle la más generosa y legítima utilidad antes de cerrarlo. Pero sí diré que
con el dulce portazo y sin cabos sueltos al fin, termina por recuperar la libertad
pudiendo emprender el nuevo comienzo sin lastres.
Kieslowski
quiso conmemorar la revolución francesa creando una trilogía compuesta por tres
películas que contuvieran los tres colores de la bandera, pero no deseaba darle
un carácter social y colectivo, pretendía partir de la conciencia individual,
-aunque finalmente desde lo privado siempre se conecte con lo público- por eso Azul trata sobre la dolorosa conquista
de la libertad personal, así mismo también lleva los ingredientes de la
igualdad y de la fraternidad reflejados en la relación que la protagonista
establece con la nueva vecina, Lucille (Charlotte
Véry) haciendo caso omiso de la “comunidad” de vecinos que d dedica a recoger firmas para que la echen del inmueble por trabajar en un espectáculo porno.
El
movimiento de las tres películas cuando el metraje va a llegar al final es el
de una bandera flameante. En Azul
poco a poco aparece y ondea el blanco, y en Blanco
el rojo comienza a abrirse paso en los últimos minutos. Los niños que saltan al
agua de la piscina diurna, (antes solitaria y nocturna, cuando Julie empieza a
vencer su aislamiento, a tener medio cuerpo fuera durante más tiempo, a salir a
flote y a volver a conectarse con los demás), también lucen los tres colores en
sus trajes de baño.
Los
tres films se enlazan a través de sus personajes que los abrochan o cosen al
entrar en la película siguiente y se cruzan sin conocerse. Mientras se celebra
el juicio de los protagonistas de Blanco,
Julie abre la puerta buscando a Sandrine (Florence
Pernel), acaba de enterarse de que era la amante de su marido y esperaba
descendencia… Y es que a Krzysztof
Kieslowski le interesaban los encuentros casuales, le preocupaba el azar y lo
que desencadena. Rojo finaliza con
muchos de los personajes de la trilogía juntos en un barco, saliendo indemnes
de un naufragio, creo que la imagen se explica por sí sola y es preciosa.
Blanco pone en cuestión la igualdad, al menos el concepto
que de ella tenemos por estos lares, y para ello Kieslowski hizo que la
impotencia sexual de un inmigrante tuviese un doble sentido.
Rojo nos plantea la duda a la hora de enjuiciar: un juez retirado no puede
vivir con el dilema de no saber si ha sido justo o no en sus sentencias, para
ello espía a sus vecinos pinchando sus teléfonos. Poseer la información
completa es importante y saber cómo utilizarla y qué hacer con ella lo es
todavía más.
En las tres palículas aparece una
anciana con artrosis en su vencida espalda que intenta meter una botella en el
contenedor del vidrio, sólo la protagonista de Rojo la ayudará a introducirla, -fraternidad.
“Me gustan los encuentros casuales, la
vida está llena de ellos, en este momento, en este café, estamos sentados al lado de extraños.
Todo el mundo se levantará,
se marchará y seguirá su camino.
Y entonces, nunca más se volverán
a encontrar, y si lo hacen no se darán
cuenta de que no es la primera vez”, Kieslowski, en Kieslowski on Kieslowski, Ed. Faber and Faber,
Londres, 1993.
Cada
una de ellas se merece un monográfico, hoy estamos hablando de Azul. Una de las mejores películas que
sobre música se han realizado, los escalofríos te recorren la espalda al ver
como dicha música que ya no podrá emerger suena en la cabeza de la
protagonista, cómo intenta ahogarla y ni sumergiéndose en el agua consigue
destruirla, oímos como el contenedor de basura la distorsiona y cuando ya la
creemos extinguida volvemos a escucharla en la flauta del vagabundo como ya os
anticipaba. Y el mensaje poderoso es que esa hermosa música pugna por vivir y
el destino se las arregla para que encuentre el modo.
Es
extraordinario cómo el director nos hace entender el proceso de la creación,
cómo los protagonistas van leyendo la melodía, cómo la piensan, la ralentizan,
la rectifican, cómo se detienen en cada corchea, en cada silencio… Para que
pudiéramos comprenderlo, Krzysztof compró una cámara microscópica que pudo hacer
grande lo pequeño, la misma que usó para que el médico se reflejase en la
pupila de Juliet Binoche mientras por ella entraba la terrible noticia.
Se
puede escribir poesía con distintas herramientas; este director las multiplicó,
el color tan transparente como una acuarela nos inunda de dolor y de inocencia,
las palomas de Blanco dentro del
metro, en el porche de la iglesia… tal vez nos hablen de una libertad
prisionera, del deseo que desde Polonia trajeron a Francia los protagonistas,
ellas van con ellos, su zureo les acompaña. El carcelero es el poder y la
potencia. Se pueden hacer muchas lecturas en las múltiples facetas
de estas tres joyas que como transparentes zafiros cuelgan del fino collar que
las abrocha cerrando el círculo, Kiesloswki las talló para que sus prismas
reflejasen la luz por donde él quería que lo hicieran.
Que
el director criticara la deshumanización del sistema actual no significa que no
creyera sin embargo en las personas a título individual, en los tres films el
contacto con otro ser humano, el compromiso con los demás, es lo que redime, lo
que salva del pesimismo y la incredulidad, lo que libera, lo que iguala, lo que
hermana, por ello el juez Joseph Kern (Jean
Louis Trintignant) termina por salir de su guarida cuando ya había perdido
toda esperanza en la gente. Conocer a la estudiante suiza –no sé si la
procedencia está elegida a propósito para que la bondad provenga de fuera de
Francia- que ha atropellado sin querer a su perro le resucita. Rojo habla sobre todo de la
responsabilidad, finalmente el teatro se llena de luz porque en él está ella,
Valentine Dussaut (Irène Jacob), cómo
se ilumina la casa del juez cada vez que ella llega. En toda la trilogía hay un
constante abrir y cerrar de puertas que hablan de prisión y libertad. En Blanco el poder se invierte y finalmente
Dominique (Julie Delpy) queda
prisionera justo cuando acaba de comprender el amor de Karol (Zbigniev Zamachowski), ahora él tiene
dinero, ha desaparecido la impotencia y puede provocarle un orgasmo más
apoteósico que el vengativo que ella le arrojó como un tremendo y humillante
reproche por teléfono: Igualdad –en
este caso Kiesloswki se permitió la carcajada sardónica- el poder cambia de
manos y paradójicamente es ella quien ha de reclamarle la libertad que en otro tiempo le negó. Karol encuentra la fraternidad en el compatriota Mikolaj (Janusz Gajos) cuando éste le hace una singular proposición.
De
las tres, Blanco es la que a más
distancia me queda, la que menos me conmueve, la que menos me llega, tal vez
porque nunca me he visto en la situación de emigrar y no he experimentado el
sentimiento de estar extraviada en un país de acogida que en el fondo no te
acoge, -entono el mea culpa- aunque puedo entender dichos sentimientos y creo
haber captado todo el simbolismo intercultural y la dolorosa ironía: el mundo
de la especulación urbana entra en Polonia y de algún modo proviene de Karol
que la trae de Francia. Mikolaj no tiene interés por vivir, el espectador
desconoce sus razones, curiosamente de nuevo la situación se invierte y la
misma persona a la que le propone que por una cantidad de dinero acabe con su
vida se convierte en el aliciente para seguir viviendo. No sé si Mikolaj
representa a la vieja y moribunda Europa del Este, desposeída de sus antiguos
ideales y defraudada de la política anterior y también de la posterior, en cualquier
caso con abstracción o sin ella, ese hombre a esa tierra pertenece, igual que
Kieslowski pertenecía a su cultura polaca y ese fluido fue el que decantó
siempre aunque lo vertiera en Francia. Sé que es una frase manida: lo local es
universal, pero no por ello menos real, y que abrir plano desde ahí es más
honrado y sincero.
Kzrysztof
Kieslowski quiso hallar la verdad en los documentales que realizó en Varsovia,
pero pronto comprendió que en cuanto ponía una cámara frente a la persona gran
parte de su verdad desaparecía, intentó hacerlo sin que el filmado lo supiera,
grabando a escondidas, en lugares como una estación de tren… pero seguían
faltándole las respuestas que sólo el arte le podía proporcionar.
Sus
películas son de alto contenido moral. Desengañado de la política y de la
iglesia (la cadenita con la cruz que Antoine -el joven que presenció el
accidente de coche (Yann Tregouet)- le
devuelve a Julie y que finalmente ella desdeña demuestra el doloroso debate
entre la creencia y el agnosticismo del autor. Kieslowski tal vez dudara de
Dios sin volverse del todo contra Él, pero sí creía en el hombre, esa evidencia
la dejó bien clara en toda su obra. En Blanco
hay un dinero sucio que va a parar a la iglesia y que el protagonista vuelve a
retirar de ella, son guiños que sin duda puso a propósito y que me refuerzan en
esta impresión). Defendió al ser humano y buscó su felicidad hurgando en su
conciencia y halló más verdad en sus contradicciones miedos y dudas, que en los
inamovibles preceptos de políticas y religiones.
“Todos mis filmes desde el primero hasta
el último son acerca de individuos que no pueden encontrar un sentido absoluto
a sus actos, que no saben del todo cómo vivir, que no saben realmente dónde
está el bien y el mal, que están buscando desesperadamente. Buscando respuestas
a preguntas tan elementales como ¿para qué es todo esto?, ¿para qué levantarse
por la mañana?, ¿para qué acostarse por la noche?, ¿para qué volverse a
levantar?”. K. Kieslowski.
Después
de “Tres colores, Azul, Blanco y Rojo”
había abandonado el cine, porque era físicamente agotador, se ve que ya no se
encontraba bien de salud, sin embargo cuando murió se supo que estaba escribiendo
un guión sobre la Divina Comedia que
agrupaba de nuevo en una trilogía: purgatorio, cielo e infierno.
Fue
el cineasta que cerró el siglo XX, para mí el gran poeta que dio identidad al
sentimiento europeo, al menos yo sólo me siento europea cuando veo su cine y
comparto con él y con otros artistas de la Unión su preocupación existencial.
Murió con 54 años en 1996 dejando un legado de obras maestras y de respeto y
dignidad irrepetibles, lo sentí mucho porque estar viendo su cine era como
estar compartiendo con él intimidad y confidencias. Visconti, Sidney Polack, Kieslowski e Isabel Coixet son mis directores más queridos.
Un
abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.
Pili
Zori
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