No sabía como iba a funcionar Brooklyn Follies en el club, hará un par de años que leímos “La noche del oráculo” y resultó un gran éxito, pero Brooklyn Follyes, sin dejar de pertenecer al universo Austeriano es otra cosa: marca diferencias con su obra anterior en la que abundan los finales abiertos para que el lector sea cómplice y juegue y se implique con el autor y sus personajes y prolongue y trascienda la narración para continuarla fuera de las páginas añadiéndole así su particular epílogo.
Brooklyn Follies es el homenaje de este neoyorkino de corazón bondadoso y elegante a ese “barrio” tan amado y emblemático, y por ello en esta ocasión tenía que escribir una novela redonda y cerrada.
Hay un antes y un después del 11-S y Paul Auster quiso dejar ese antes guardado con papel de seda en este bello cofre.
En la novela, como es natural, siguen apareciendo sus constantes:
·Ese afán por levantarle la tapa al azar para descubrir sus leyes y así dejar, quizá, de temerle.
·La amistad entre mayor y joven, (que ya veíamos en “La música del azar”) resguardada también aquí en el cobijo interior de un coche mimado con esmero, amistad que Auster desarrolla a través de la conversación, siempre en carretera, símbolo universal del camino de la vida.
·la paternidad llevada a examen, en sus novelas suele aparecer la pequeña hija abandonada durante algún tiempo pero a buen recaudo de un familiar.
·El miedo a los accidentes, a las muertes repentinas… tengo entendido que el fallecimiento de su padre le dejó asustado de por vida.
En fin, todas las preocupaciones que siempre le descubres entre los renglones de su literatura, Paul Auster ya es para mí como la persona transparente y querida a la que le notas en cuanto le miras lo que ocurre en su interior aunque no te lo diga.
La novela arranca con un elenco de personajes “perdedores” en apariencia, que al autor le sirve para pespuntear y confeccionar una gran familia no consanguínea (aunque Tom Aurora y la niña si lo sean) que a pesar de, o precisamente por sus comportamientos políticamente incorrectos nos da una lección de dignidad y de verdadera ley.
Así el hombre que creía volver a sus orígenes para morir, en realidad lo hace para vivir y ser, como dijo una compañera del club, un comodín para todos, un repartidor de esperanza, (definió otra), porque si algo le gusta a Paul Auster es sacar a la luz la gran categoría de la gente anónima.
Con su capacidad tan singular de transgredir, y digo singular porque lo consigue desde la ternura, vemos a un norteamericano bañar a una niña que no es su hija sin que se derrumben las murallas de Jericó, para nosotros, los latinos, es algo natural, somos más de piel, pero ya sabéis que ellos por menos de nada ven pederastia donde sólo hay cuidados necesarios y cariño.
Seguimos observando a Nathan y vemos como escucha a través de la pared los jadeos y sofocos de su sobrino Tom, y sin sentir la menor turbación nos alegramos con él de que Tom se estrene con una mujer tan especial y conveniente (no cito el nombre de la dama porque otra de las gracias del libro es la especulación que el lector se hace con respecto a las parejas que se van a formar y que de nuevo el azar se ocupa de desbaratarle). Comprobamos su bien medido sentido del humor cuando contemplamos el entierro (tampoco desvelo de quien) y el esparcimiento prohibido de cenizas por Central Park y al entrañable Rufus con sus mejores galas cantando en playback y sentimos que la escena no pierde ni un ápice de seriedad, sólo los grandes son capaces de llevarte hasta la carcajada y desde ahí arrancarte una lágrima, o viceversa.
Paul Auster también nos muestra que no es necesaria la afinidad de ideas para estar enamorado: la madre de “la perfecta madre” tiene conceptos antagónicos a los de Nathan además de un hermoso culo fuera de todo canon rayano en la anorexia, y no le gusta mucho leer.
La novela nos habla con la mayor naturalidad de amor sin consideraciones de género, y de la resurrección de los que por suerte o desgracia han dado tumbos en etapas de la vida difíciles o desorientadas.
Los protagonistas repasan y ponen a caldo a la administración Bush, y nos dejan claro que la cultura no es patrimonio de una elite snob que sólo te mide por la universidad en la que has estudiado y por el dinero que ganas, Tom demuestra a su tío que es taxista por elección y no por derrota -en este pasaje una compañera hizo una interesante crítica, no todo va a ser bueno, y afeó la actitud que Nathan manifiesta hacia los taxistas de Nueva York considerándolos pertenecientes al estrato social más bajo. Otra compañera tampoco le perdonó al personaje la torpeza de regalarle el collar a Marina, (así se llama, creo. Disculpadme porque hablo sin tener el libro delante), la camarera hispana del Cosmo Diner detalle que la coloca en una situación embarazosa frente al marido energúmeno con la consiguiente pérdida del puesto de trabajo por el escándalo que se arma en el restaurante, pero tal vez el propio Paul Auster quiso subrayar esos errores en su bien construido personaje para humanizarlo y evolucionarlo con el paso de las páginas, no en vano Nathan arrastra un pasado de enormes equivocaciones para que las decisiones de su presente cobren sentido.
Así que por todo lo dicho no es extraño que a mi club le haya encantado esta novela en la que el verdadero protagonismo lo tienen los habitantes de la “barriada” de Brooklyn, tampoco es extraño que muchas de mis compañeras a las que me sumo se hayan enamorado perdidamente de Nathan sin apenas conocer su descripción física.
Como decía al principio tenía miedo de que al club, exigente y buen catador de prosas, Brooklyn Follies le pareciese un cuento de hadas, pero no, todas entendimos y sentimos en profundidad ese homenaje que Paul Auster rindió a su ciudad, y todas nos dejamos trasladar hasta ese barrio lleno de luz que un once de septiembre quedó cubierto de espeso humo y se impregnó para siempre de un olor que debería estar descatalogado de todos los idiomas, de todos los lenguajes.
Hasta el próximo encuentro en el que habremos leído “El eco de las bodas” de Luis Mateo Díez.
Un abrazo,
Pili Zori
Brooklyn Follies es el homenaje de este neoyorkino de corazón bondadoso y elegante a ese “barrio” tan amado y emblemático, y por ello en esta ocasión tenía que escribir una novela redonda y cerrada.
Hay un antes y un después del 11-S y Paul Auster quiso dejar ese antes guardado con papel de seda en este bello cofre.
En la novela, como es natural, siguen apareciendo sus constantes:
·Ese afán por levantarle la tapa al azar para descubrir sus leyes y así dejar, quizá, de temerle.
·La amistad entre mayor y joven, (que ya veíamos en “La música del azar”) resguardada también aquí en el cobijo interior de un coche mimado con esmero, amistad que Auster desarrolla a través de la conversación, siempre en carretera, símbolo universal del camino de la vida.
·la paternidad llevada a examen, en sus novelas suele aparecer la pequeña hija abandonada durante algún tiempo pero a buen recaudo de un familiar.
·El miedo a los accidentes, a las muertes repentinas… tengo entendido que el fallecimiento de su padre le dejó asustado de por vida.
En fin, todas las preocupaciones que siempre le descubres entre los renglones de su literatura, Paul Auster ya es para mí como la persona transparente y querida a la que le notas en cuanto le miras lo que ocurre en su interior aunque no te lo diga.
La novela arranca con un elenco de personajes “perdedores” en apariencia, que al autor le sirve para pespuntear y confeccionar una gran familia no consanguínea (aunque Tom Aurora y la niña si lo sean) que a pesar de, o precisamente por sus comportamientos políticamente incorrectos nos da una lección de dignidad y de verdadera ley.
Así el hombre que creía volver a sus orígenes para morir, en realidad lo hace para vivir y ser, como dijo una compañera del club, un comodín para todos, un repartidor de esperanza, (definió otra), porque si algo le gusta a Paul Auster es sacar a la luz la gran categoría de la gente anónima.
Con su capacidad tan singular de transgredir, y digo singular porque lo consigue desde la ternura, vemos a un norteamericano bañar a una niña que no es su hija sin que se derrumben las murallas de Jericó, para nosotros, los latinos, es algo natural, somos más de piel, pero ya sabéis que ellos por menos de nada ven pederastia donde sólo hay cuidados necesarios y cariño.
Seguimos observando a Nathan y vemos como escucha a través de la pared los jadeos y sofocos de su sobrino Tom, y sin sentir la menor turbación nos alegramos con él de que Tom se estrene con una mujer tan especial y conveniente (no cito el nombre de la dama porque otra de las gracias del libro es la especulación que el lector se hace con respecto a las parejas que se van a formar y que de nuevo el azar se ocupa de desbaratarle). Comprobamos su bien medido sentido del humor cuando contemplamos el entierro (tampoco desvelo de quien) y el esparcimiento prohibido de cenizas por Central Park y al entrañable Rufus con sus mejores galas cantando en playback y sentimos que la escena no pierde ni un ápice de seriedad, sólo los grandes son capaces de llevarte hasta la carcajada y desde ahí arrancarte una lágrima, o viceversa.
Paul Auster también nos muestra que no es necesaria la afinidad de ideas para estar enamorado: la madre de “la perfecta madre” tiene conceptos antagónicos a los de Nathan además de un hermoso culo fuera de todo canon rayano en la anorexia, y no le gusta mucho leer.
La novela nos habla con la mayor naturalidad de amor sin consideraciones de género, y de la resurrección de los que por suerte o desgracia han dado tumbos en etapas de la vida difíciles o desorientadas.
Los protagonistas repasan y ponen a caldo a la administración Bush, y nos dejan claro que la cultura no es patrimonio de una elite snob que sólo te mide por la universidad en la que has estudiado y por el dinero que ganas, Tom demuestra a su tío que es taxista por elección y no por derrota -en este pasaje una compañera hizo una interesante crítica, no todo va a ser bueno, y afeó la actitud que Nathan manifiesta hacia los taxistas de Nueva York considerándolos pertenecientes al estrato social más bajo. Otra compañera tampoco le perdonó al personaje la torpeza de regalarle el collar a Marina, (así se llama, creo. Disculpadme porque hablo sin tener el libro delante), la camarera hispana del Cosmo Diner detalle que la coloca en una situación embarazosa frente al marido energúmeno con la consiguiente pérdida del puesto de trabajo por el escándalo que se arma en el restaurante, pero tal vez el propio Paul Auster quiso subrayar esos errores en su bien construido personaje para humanizarlo y evolucionarlo con el paso de las páginas, no en vano Nathan arrastra un pasado de enormes equivocaciones para que las decisiones de su presente cobren sentido.
Así que por todo lo dicho no es extraño que a mi club le haya encantado esta novela en la que el verdadero protagonismo lo tienen los habitantes de la “barriada” de Brooklyn, tampoco es extraño que muchas de mis compañeras a las que me sumo se hayan enamorado perdidamente de Nathan sin apenas conocer su descripción física.
Como decía al principio tenía miedo de que al club, exigente y buen catador de prosas, Brooklyn Follies le pareciese un cuento de hadas, pero no, todas entendimos y sentimos en profundidad ese homenaje que Paul Auster rindió a su ciudad, y todas nos dejamos trasladar hasta ese barrio lleno de luz que un once de septiembre quedó cubierto de espeso humo y se impregnó para siempre de un olor que debería estar descatalogado de todos los idiomas, de todos los lenguajes.
Hasta el próximo encuentro en el que habremos leído “El eco de las bodas” de Luis Mateo Díez.
Un abrazo,
Pili Zori
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