"Feliz final", de ISAAC ROSA

 

Comenzar por el final, una ruptura de pareja, para llegar hasta el principio -cuando se conocieron y enamoraron- es la original herramienta narrativa que elige el autor para recorrer en este sincero flash back los escollos con los que se ha ido tropezando el amor de Ángela y Antonio a lo largo de trece años. ¿Habrían sido salvables? El lector decide.

La composición y la estructura cobran cuerpo físico en sí mismas. La novela comienza por el epílogo, y un poema de Eugénio de Andrade, que habla sobre el fin de un amor, nos abre la puerta del capítulo siete, que en realidad es el último.

Acompañaremos a los protagonistas dentro de las páginas, a veces a Antonio y otras a Ángela -y queriendo o sin querer tomaremos partido a su vez alternativamente por ella o por él- (logro que consigue Isaac Rosa dado que sabe construir y dar voz y verdad tanto a un hombre como a una mujer) y en otras ocasiones comprenderemos con equidad a ambos para terminar apreciándolos como pareja y también por separado.

Al “finalizar” llegaremos al principio, al capítulo uno, situado en la última página, y nos volverá a abrir la puerta -esta vez la del prólogo- otro poema de Eugénio de Andrade que habla del instante preciso en el que comienza un amor.

El íntimo encuentro con Antonio y Ángela habrá concluido y tras él abandonaremos la novela habiendo realizado nuestro propio balance.

Durante el terapéutico trayecto ella se expresará en cursiva, él en letra de libro. A veces monologará primero él y a continuación ella, y según vayamos acercándonos al comienzo de esta sincera retrospectiva, habrá momentos en los que hablarán sobre el mismo asunto uno frente al otro, o al lado, y entonces cursiva y letra mecanográfica se irán entremezclando en el diálogo. Más adelante los dos se explicarán a la vez, el autor lo resolvió visualmente mediante columnas -no en vano Antonio en la ficción e Isaac fuera de las páginas son periodistas.

Como dice Juan Mari Arzak: “Este plato es sencillo de hacer, pero se te tiene que ocurrir”. En eso consiste el talento de la renovación formal.

En cualquier caso, la novela retrata de forma fidedigna, y avisa sobre los síntomas, pone palabras donde antes no las había y suscita el interés sobre esa parte desconocida que se resume en “Nos hemos separado” o en el más habitual “Me he separado” ya sin el nosotros.

Sobre los detalles del proceso nadie pregunta por respeto y ese es precisamente el tramo que Isaac Rosa nos explica de forma pormenorizada. La historia que cuenta se sitúa en el contexto de la generación a la que él pertenece.


La novela nos hace un sinfín de planteamientos e interrogantes:

¿En esta época en la que impera el corto plazo, el amor romántico es inculcado y aprendido a través del cine, las series o la publicidad?

¿O sólo lo creen así quienes nunca se han enamorado realmente?

¿Hay un interés comercial en mostrar sucedáneos del deseo, para provocarlo, frustrarlo y garantizar de esa manera el bucle de repetición en el espejismo del consumo?

¿Acaso el deseo sólo funciona a largo plazo si va unido al amor? ¿O en la rapidez del corto plazo de nuestro tiempo se confunde con lo quiero, lo pido, lo obtengo y me lo trae de inmediato a la puerta de mi casa un repartidor de la multinacional?

Ironías aparte, con el símil me refería a la infidelidad que no repara en las consecuencias.

¿Existe el enamoramiento? ¿O, como muchos descreídos piensan, enamorarse es el resultado químico de un estado físico ancestral destinado a la procreación?

¿Puede recuperarse tras un periodo de desamor el amor hacia la misma persona?, ¿son necesarias las crisis para sacudir la alfombra?

Hay ejemplos para todo, hasta divorciados que tras darse un garbeo por el exterior vuelven con los sentimientos más claros. El riesgo, como es lógico es que la otra persona ya no le espere.

¿Hasta dónde se puede tensar la cuerda? ¿Al amor lo matan los caracteres y temperamentos feos? ¿Nos falta educación sentimental?, ¿es necesaria o por el contrario el corazón sabe de sobra hacia dónde tiene que ir?

¿Se entienden bien las señales del semáforo para saber distinguir la recuperación de la conformidad?

No todo es achacable a la independencia económica, conozco personas dependientes que sin embargo ganan mucho dinero, a parejas atadas y con falta de libertad -al menos la de alguno de sus miembros- sin que tengan problemas crematísticos, y también sé de matrimonios que deciden divorciarse a pesar de las dificultades aparentemente insalvables. Por tanto habría que profundizar antes de sentenciar y de echar balones fuera ya que con los mismos ingredientes se elaboran comidas distintas.

¿Tal vez las personas de la edad del escritor –salvo honrosas excepciones- pequen de juvenilismo y por ello teman la llegada a la madurez y como consecuencia generen ese extraño síndrome de Peter Pan y busquen con ahínco la repetición de la intensidad de los primeros años amorosos con otras u otros?

Es sabido que algunos se emparejan porque toca, y tienen hijos por la misma razón, mal asunto si después de dicha elección se dan cuenta de que están con alguien equivocado, también existe la amistad con sexo, o el deseo de espantar la soledad y múltiples variantes de conveniencia que pueden funcionar, pero el amor es un misterio imperfecto al que tenemos derecho, con hijos, sin hijos, con dinero, sin dinero... y sería bueno que en caso de divorcio ambos tuvieran techo y facilidades para volver a ser felices en otra compañía o en soledad y que los hijos no tuvieran que pagar ningún plato roto.

El debate está servido.

La disección, el escáner, la autopsia de Feliz final, vale como espejo en formato y diseño de inventario para todos, pero Isaac Rosa, como ya he dicho en renglones anteriores, refleja fundamentalmente en el azogue a su generación –o a un gran sector de ella- nacida en democracia y con todas las expectativas de alegría y progreso que la nueva era prometía y que finalmente no se cumplieron.

Estar en paro es malo, pero en el mundo laboral de hoy las normas en su mayoría no son precisamente democráticas sino más bien de edad media.

La duración de los trabajos suele ser inestable, los sueldos no equivalen a las necesidades básicas y dichas parejas las cubren con dificultad aunque tengan empleos muy titulados.

La precariedad no sólo es aplicable a la pobreza, tener tiempo para trabajar y no para vivir nos vuelve frágiles en todos los aspectos: dificulta la crianza de los hijos, complica tener techo, comida, educación, odontólogos, oftalmólogos… el tiempo es necesario para escuchar, comunicar, amar, crear… para tener espacios comunes y no jaulas –como el protagonista nos dice- en las que se comparten cansancio y soledades, en las que no se hace el amor sino un cuerpo a cuerpo de masturbaciones mutuas con las caricias del otro.

Quizá los protagonistas pertenecen a “la generación más sobradamente preparada de la historia de España”, y haber sido educados para el triunfo tal vez elimine la capacidad de lucha, de resistencia, de encajar la frustración, el fracaso.

En el coloquio de nuestro club de literatura, también se habló de los daños colaterales que en la novela apenas se tocan: los que padecen los hijos de padres separados, del egoísmo a la hora de repartir bienes o deudas... Imagino que en los próximos encuentros surgirán muchos epílogos enriquecedores añadidos por nosotros, todavía estamos reflexionando sobre las primeras cien páginas, aunque me di licencia para leer la novela completa y hace días que la terminé, nunca hago spoiler.

Una vez expuestos todos los elogios anteriormente dichos añadiré alguna pega:


Hay una escena que me molesta especialmente, en ella los protagonistas que en ese momento viajan en el metro, se sienten superiores a una pareja mayor que ellos, mal avenida en ese instante, seguramente por un enfado momentáneo o arrastrado, no se sabe. Antonio y Ángela piensan con aversión que ese hombre y esa mujer son el reflejo de un futuro al que por nada del mundo quieren llegar, también critican a sus padres por la misma razón.

La altivez joven, la necesidad de destacar, de sentirse especiales y naturalmente de juzgar es un pecado de juventud, como cuando alguien exclama para sobresalir y diferenciarse “¡Uy, a mí eso no me pasa!”, de inmediato me dan ganas de apostillar: “Pero te pasan otras cosas, ¿de qué vas?”, o de añadir “las discusiones se oyen, los besos no, y enfadado nadie resulta guapo ¡tú qué sabrás!, puede que si ahondas salgas perdiendo en la comparación”.

No estamos en el interior de las personas y habitualmente conocemos los hechos in media res, sin lo de delante ni lo de detrás.

En Feliz final hay un hilo conductor: la referencia a la película que ambos protagonistas vieron por separado cada uno en su habitación de hotel cuando se conocieron, es una atinadísima elección “Te querré siempre” así la titularon en nuestro país, o “Viaggio in Italia” que fue la designación original. Aquel filme dio paso en su día a una moderna forma de narrar muy ponderada por Cahiers du cinema.

El largometraje trata el mismo tema que hoy y en esta novela nos ocupa, fue protagonizado por Ingrid Bergman y George Sanders y dirigido por el esposo de la actriz, Roberto Rossellini, e ilustra un proceso similar (el matrimonio Rossellini tuvo muchas dificultades y rechazo social en aquel Hollywood de 1954, otro día si os parece tocaremos esa historia).

Como veis, la novela suscita reflexiones e invita a compartir experiencias, pero lo mejor es que nos muestra los sentimientos, alegrías y dificultades de una generación sumida en un mundo en el que la solidaridad y la ayuda mutua fuera de la familia brillan poco. Un mundo del que todos formamos parte a cualquier edad, una existencia a la que le deberíamos arrancar el blindaje porque cada una de nuestras actitudes repercute en los demás y no sirve mirar hacia otro lado ya que afrontar y no evadirse es lo que nos convierte en humanidad.

Al amor hay que arroparlo entre todos, crearle una buena atmósfera, darle facilidades para caminar y desarrollarse y no al contrario, y si se convierte en desamor con mayor motivo hay que protegerlo porque el derecho a equivocarse es inalienable como el de recibir reinserciones y nuevas oportunidades.

Buscar víctimas o culpables es un craso error. Se tiene derecho a dejar de amar a alguien, lo fácil es preferir ser el abandonado y no quien abandona, pero es una falsa premisa, y una vez pasado el duelo el sol vuelve a salir para todos.

El arranque metafórico de Feliz final es precioso, un sofá cojo desde que ángela y Antonio lo compraron, la porquería que se sedimenta detrás de los muebles y que queda a la vista en una mudanza, el orden cronológico de las fotos, los recuerdos… y la frase clave “Nosotros íbamos a envejecer juntos”. Ese era el plan común.

Isaac Rosa tiene una enorme destreza y potencia con el lenguaje, tanta que el lector olvida lo bien que escribe imbuido en las imágenes tan difíciles de crear sin que haya apenas escenarios. La novela me remitió a la magnífica serie “En terapia” dirigida por Rodrigo García, en ella una habitación con sofá y sillón para paciente y terapeuta sujetando los primeros planos con apabullante honradez y entrega bastaron para descubrir los desnudos anímicos de mayor hondura que he tenido la suerte de presenciar.

Feliz final no es un libro de evasión sino introspectivo y por tanto de lectura atenta.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.

Pili Zori

No hay comentarios:

Publicar un comentario