LA FORMA DEL AGUA, película de Guillermo del Toro


Aviso: si aún no la habéis visto, volved aquí después porque desvelo claves. (No me gusta la palabra ESPOILER, pero como el efecto de stop al verla es más eficaz, la usaré; me rindo).

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Preciosa de principio a fin, dos zafiros gemelares tallados por un orfebre de singularísima creatividad y meticuloso pulido: aguamarina uno, rubí el otro; enseguida explico el símil que no es adorno ni floritura sino definición precisa: Del Toro realmente consigue los destellos y aristas diamantinos engarzados en oro o plata dependiendo del ámbito en el que nos encontremos dentro del filme: dos pisos adosados que se ubican encima de una vetusta sala de cine que proyecta películas clásicas a las que apenas acude público –no podría situarse mejor el homenaje- las bandas sonoras en sordina de los largometrajes que se oyen desde abajo acompaña las vidas de los dos inquilinos.
Ambas casas comparten un ventanal continuo, una la habita Eliza Esposito, (aquí, llevaría acento, pero creo que en inglés no lo tiene el apellido adaptado), para quitarse el sombrero la actuación de Sally Hawkins, -mujer joven y muda, aunque no sorda, el matiz es importante porque ella sí escucha a quienes ni advierten que existe-, a lo largo de los fotogramas descubriremos por qué tiene suaves cicatrices a ambos lados de la garganta. Eliza trabaja como limpiadora en un laboratorio científico de Baltimore, y los colores que la envuelven e impregnan son todos los azules nocturnos del agua, salvo cuando surgen el amor, el deseo y las ilusiones, entonces aparece el rojo y el brillo de esa tonalidad deslumbra en los zapatos de una cenicienta adulta que no reniega de su erotismo porque sabe que los cuerpos están hechos para funcionar solos o en compañía, y que su alegre naturalidad dentro de la intimidad de su bañera cada mañana es lícita. La casa de Eliza la vemos con luz matinal, de ahí mi comparación con los dos zafiros porque la casa de su vecino Giles parece detenerse en la luz nocturna aunque sea de día, ya que sus horas al igual que su trabajo transcurren en encierro y los colores son más ambarinos y de rubí. 
En el otro apartamento vive Giles (Richard Jenkins) un magnífico pintor gay, ya maduro y sin mucha suerte con los encargos pictóricos que le hacen. La “persona” que le pide dichos encargos -un jefe o compañero desalmado- intuimos que mantuvo una relación clandestina con Giles y que después le pidió que abandonase el trabajo en una agencia de publicidad como quien arroja al cubo de la basura un pañuelo de papel usado, ahora le solicita, para humillarlo, carteles que rechaza de antemano. “Han dicho que pintes la tarta en rojo”, y cuando Giles hace la entrega tras largas horas de creatividad y esfuerzo, el hombrecillo le espeta: “han decidido que la prefieren en verde”, el pintor realiza otro cuadro con el pastel en color verde y sin apenas mirar la transformación el hombre vuelve a escupir otra excusa: “quieren que la familia parezca más feliz…” y al espectador le basta con esa pequeña explicación para ser consciente de las falsas apariencias del sueño americano que se quiso vender en aquel tiempo.
Giles, a pesar de estar recluido, adora el cine musical -tabla de salvación- y las trepidantes e ingeniosas coreografías se deslizan dentro de su televisor mientras Eliza y él desayunan juntos; la selección de escenas y pasajes con Fred Astaire y la poderosa Cyd Charisse, Gene Kelly, Ginger Rogers… añaden a la veneración las preferencias de Guillermo del Toro, que declara así el inmenso amor que siente por el cine de domingo que veía en su infancia. El dúo de claqué que Eliza y Giles ejecutan sentados es imborrable.  En la actualidad no sería necesario especificar, al menos en Estados Unidos sí parece territorio conquistado, pero en este caso, y dada la época, sí hace falta aludir a la condición homosexual de Giles por lo que en escenas posteriores le va a suceder con un apuesto camarero en una cafetería de aquella década,1960; a menudo asociamos la bondad con la belleza estética y paradójicamente en numerosas ocasiones la monstruosidad se esconde tras esa máscara de porcelana fina, hay que saber mirar sin que los falsos oropeles del deslumbramiento te cieguen, el director nos deja clara la observación en dos pinceladas. Pero insisto, no sería necesario el subrayado si no nos encontrásemos en plena guerra fría dado que, como he anunciado, la trama se desarrolla en 1962, con los últimos coletazos del macartismo y su paranoica caza de brujas, el racismo en pleno apogeo, el bloqueo a Cuba… y aunque esos detalles de la efemérides no se narran, en mi opinión, están sin embargo muy presentes en el subliminal.
Guillermo del Toro me ha rescatado para el cine fantástico con esta pieza tan hermosa de su obra, después de pasar el mal trago de ver El exorcista hace un cerro de años, le dije adiós muy buenas al género, aunque no me gusta clasificar porque las obras de arte son eso: arte, que éste se presente en cualquiera de sus expresiones: literatura, escultura, pintura… que sea hiperrealista, impresionista, surrealista, abstracto… que haga su aparición como drama, melodrama, comedia, suspense, terror, fantástico, negro y demás... a mi juicio es secundario.
En esta película se hallan todos los símbolos que nos definen, y de algún modo sutil o directo el cineasta nos transmite que no hay que dar la espalda a los monstruos que nos rodean, la madurez consiste en mirarlos de frente y pactar para convivir con ellos o vencerlos con valentía, porque no hay refugio posible; el director señala la diferencia mostrando quienes son los verdaderos monstruos y qué acciones, sentimientos, pensamientos, bajos instintos e intereses nos vuelven inhumanos, y ahí, en esa disyuntiva que tarde o temprano nos presenta la vida es donde hay que tomar la decisión y el obligado e ineludible compromiso, sin fisuras, sin matices, porque no los hay, toca decidir, y tomar partido, porque eres responsable de tus actos u omisiones y de las consecuencias que estos acarreen. El diálogo que mantiene Eliza con Giles en el que le obliga a repetir en voz alta las palabras que ella emite por señas, para que las sienta al pronunciarlas haciéndolas suyas, es fundamental.
La escena en la que la compañera de trabajo de Eliza, Zelda, –afroamericana- (Octavia Spe) responde que desconoce el aspecto que tiene Dios (ante la observación maliciosa del villano Richard Strickland (Michael Shannon) sobre si estamos hechos a imagen y semejanza de Él, es toda una declaración de principios, como también lo es que Guillermo del Toro haya elegido el punto de vista de los invisibles, de los humildes, de quienes limpian y barren el mundo para que estemos cómodos en él y el engranaje siga funcionando.

Hay que prestar mucha atención a los reproches que hace Zelda sobre el egoísmo y la falta de consideración de los desagradecidos, no en vano Del Toro decidió que la protagonista careciese de voz al igual que la criatura que capturaron del agua en un país de Latinoamérica, tal vez otro guiño intencionado que refleja lo que el abusivo “primer” mundo hace con los demás.
Hablaría sin parar de cada fotograma, del profundo contenido de iceberg que la película tiene, de cómo éste cala a mucha profundidad, de las bellísimas imágenes como la del hombre anfibio (Doug Jones) dentro de la gran sala de cine vacía mirando hacia la pantalla en esa redundancia preciosista; me explayaría con la emoción de que finalmente sea un dios al que maltratan y apalean… me extendería con las magníficas interpretaciones de todo el lujoso elenco tan bien seleccionado, en especial con la de Sally Hawkins; añadiría que hasta los nombres y apellidos de los personajes están escogidos por el autor para que transmitan un significado concreto; agregaría que nada está dentro del filme por azar, pero todo eso lo haría por el puro placer de prolongar, de seguir dentro acompañando la historia, la obra se explica por sí misma y no me necesita… Pero sí deseo destacar que -en mi intuición- lo que se destila en la pantalla trascendiéndola es la purísima esencia de Guillermo del Toro, un superdotado de gran envase para que le quepa en ese cuerpo tanta cultura y tanta pasión como transmite. En cualquier entrevista que le hagan embelesa escucharle.
Y para ir acabando me permito el inciso de asociar el percance de salud que tuvo el propio autor con las terribles descargas eléctricas que el anfibio recibe en el corazón, el actor las interpreta magistralmente como dolorosísimos infartos que los espectadores sienten en los suyos.
Creo que el cine fantástico explora mejor que otros la psique humana, y que a Sigmund Freud y a Carl Gustav Jung entre otros, les habría parecido el máximo hallazgo.
No os la perdáis, nos hace mucha falta todo el amor que proviene de esta realidad contada como si fuese fantasía.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili Zori

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