Adam,
un profesor árabe de historia que vive exiliado en París, recibe desde su
ciudad natal la llamada de un “antiguo amigo” que va a morir y quiere verlo. No
había vuelto a su país desde que estalló la guerra 25 años atrás dispersando a
todos los miembros del grupo universitario al que llamaron “Los bizantinos” por
el alto nivel que alcanzaban sus disertaciones. En el intento de reunirlos sabremos qué les sucedió en la diáspora, y qué clase de vida llevan en la
actualidad diseminados por distintos países del mundo. Con esa excusa el autor busca una especie de “cumbre” de encuentros que sirvan para que el lector se aproxime y empatice con
la diversidad cultural y de sentimientos del grupo protagonista y que al mismo
tiempo participe en el debate que el contraste suscita. La sinceridad y el
desgarro -que sólo la literatura consigue- logra que nos sumemos a este desnudo
anímico.
Aprecio
mucho a los escritores que nos sirven de puente, que los construyen para
eliminar separaciones, porque como el propio autor nos dice “Sin el conocimiento del otro no puede haber
comprensión”, ya que no se trata de ocupar un mismo espacio sin
relacionarnos, sino de convivir, intercambiar, y compartir.
Los
escritores-puente tienen la ventaja de vivir o de haber habitado en dos o más
países distintos, piensan en diferentes idiomas y por tanto conocen en
profundidad las culturas y costumbres a ambos lados de la pasarela pudiendo
explicar en cada extremo los acontecimientos que ocurren en el otro y por qué. Amin Maalouf, (el prestigioso autor,
miembro de la academia de la lengua francesa, que se define a sí mismo como ”Libanés y francófono, greco-católico por
parte de madre pero defensor de los valores laicos y democráticos, árabe y
europeísta, mediterráneo y ciudadano del mundo…”) entre otros muchos premios
como el Goncourt, también recibió el Príncipe de Asturias por acercar a Oriente
y Occidente. Su combate personal, dicho por él mismo, es y será por siempre “contra la discriminación, la exclusión, y el
oscurantismo”.
En
1975 estalló la guerra del Líbano y él se exilió a Francia junto a su familia.
Esta
preciosa novela cargada de aliento poético y sutileza lírica que de entrada nos
especifica que se puede ser árabe y cristiano, árabe y católico, árabe y
musulmán, árabe y judío, árabe y ateo, árabe y agnóstico… nos sitúa en el mapa,
nos muestra la convivencia pacífica que en los años setenta del siglo XX
existía en esa perla de oriente que era Beirut (aunque dentro de las páginas el
autor no haya querido pronunciar, a propósito, el nombre de la ciudad para
obtener así un concepto más universal) cuna de la intelectualidad del mundo
árabe cuya riqueza le provenía del intercambio, del “mestizaje” y fusión de las
ideas. La hermosa urbe de la montaña blanca convivía con todos los credos al
igual que sucedió en nuestro país muchos siglos atrás. Maalouf nos dice que “hemos desaprendido a vivir juntos”, y
eleva el canto del cisne por la triste derrota de una cultura, delicada,
sensible y brillante. Siente que su mundo se desdibuja y desaparece mientras él
continúa vivo, y que asistimos a un conflicto de civilizaciones. Considera que
nuestro siglo está teniendo un retroceso ético, y se mantiene firme en la
creencia de que para construir hay que hacerlo en primer lugar con la cultura.
En cuanto a lo que piensa sobre su también amada Europa es que no se puede
comenzar por la unificación de la moneda diciendo que después aunaremos la
economía y luego la política, sin tener en cuenta que, hoy por hoy, los países
tienen políticas económicas y fiscales diferentes y por ello desiguales.
Contado
así podría parecer que estoy hablando de un sesudo estudio sociológico, y
aunque la novela lo contiene, la literatura cuando lo es con mayúsculas, como
en este caso, se convierte en un altavoz mucho más potente y transformador ya
que proporciona la catarsis que el diccionario define como “purificación de las
pasiones del ánimo mediante las emociones que provoca la contemplación de una situación
trágica”. La enciclopedia también añade que catarsis es “la liberación o
eliminación de los recuerdos que alteran la mente o el equilibrio nervioso”. Es
indudable que quienes han sufrido una guerra o han tenido que huir de ella
necesitan más que nadie el exorcismo, y el lector -que no ha pasado por estos
desarraigos y desgracias- tiene la obligación de abrazarlos y acompañarlos por los caminos y recovecos que ha surcado la tinta derramada en las
páginas de esta bellísima narración. Es lo mínimo que se nos pide: que escuchemos, que nos acerquemos.
Amin
Maalouf se acostumbró a valorar la pluralidad de opiniones y creencias desde la
infancia. Estudió economía política y sociología y proviene de una larga
tradición familiar periodística, con un abuelo anticlerical, una madre
archicatólica y un padre musulmán, pintor y poeta de gran predicamento era lógico que saliese reflexivo, tolerante y con criterio propio. Trabajó
como corresponsal de guerra en India, Bangladesh, Etiopía, Somalia, Kenya,
Yemen, Argelia… y fue testigo en Vietnam de la batalla de Saigón. Naturalmente
todo ese sedimento es el lujo impagable que nutre sus novelas, pero no es sólo
un cronista, como ya he dicho cambia perfectamente de registro y de herramienta
y domina de forma magistral el arte literario.
“Los
desorientados” es quizá la obra a la que entregó más jirones personales, la que
-según él mismo compartió en alguna entrevista que le hicieron- se alimentó de
sus sueños, fantasmas, remordimientos y recuerdos. Para escribir combina
fantasía con historia y filosofía en un ensamblaje vital, sutil, fluido,
sensitivo y sensual que los lectores agradecen. Este libro no sólo es un canto a la
amistad que nace y se desarrolla en el periodo universitario, etapa en la que
se desea transformar y mejorar el mundo, también es una balada triste de
nostalgia de quienes tuvieron que irse. La novela nos habla del exilio y de los
sentimientos ambivalentes que dicha expatriación genera: de los de quienes se
quedan y también de los de quienes se van. Los primeros, a menudo albergan el reproche velado ya que a veces piensan en su interior que quienes se
fueron huyeron de las dificultades y volvieron cuando éstas habían concluido, y
quienes se marchan sienten a su vez que tienen el legítimo derecho de ponerse a
salvo a sí mismos y a los suyos sacándolos del peligro de muerte aunque dejen
atrás vida y bienes, y guardan resentimiento y amor al mismo tiempo hacia un
país que no supo cuidarlos ni protegerlos para que se quedaran.
Maalouf
nos muestra que la guerra es la aberración en sí misma y que dentro de ella
hombres y mujeres que en tiempo de paz habrían llevado una vida intachable se
corrompen y pervierten. El planteamiento ético está servido, y el debate
interno de Adam, el protagonista, es sangrante de tan doloroso. Él no quiere
juzgar al amigo que se quedó y que acaba de morir, pero ¿acaso la muerte redime
de todo mal?, ¿es perdonable el rastro de injusticia que dejas porque
fallezcas?, ¿puedes elegir?
El dedo señalador sale de las páginas para
preguntarnos desde los labios de Tania, la esposa y ahora viuda de Mourad,
perteneciente también a aquel grupo universitario “los bizantinos”, ¿qué
habrías hecho tú? Personalmente le respondo que en las mismas circunstancias no
todos se apuntaron al sol que más calienta y muchos padecieron persecución y
muerte por no hacerlo, no siempre se antepone la supervivencia, y tal vez en la
contienda sea donde la honradez cobre su máximo valor. ¿Se puede amar sin
compartir o aprobar una conducta que te coloca en lados antagónicos? Casi estoy
segura de que sí. Por ello Adam, un objetor de conciencia para mí, cuando habla
de Mourad se refiere a él con el eufemismo de un “antiguo” amigo, no dice
“viejo” amigo, ni “fuimos” amigos, el detalle expresa que mantiene el vínculo de amor aunque
le sangre el corazón.
La
novela nos habla de las traiciones a los principios, a nosotros mismos, a los
demás... Es posible que Tania busque la aprobación del comportamiento de su
esposo -para recuperar el buen nombre que de joven tenía- ante los ojos del
personaje conciencia representado por Adam. Es probable que se reproche a sí
misma en su interior haberse convertido en satélite del astro sin estar de
acuerdo con él, y que por ese malestar interno se muestre al mismo tiempo
beligerante y a la defensiva. ¿Por qué permaneció con Mourad?, ¿por decisión
propia?, ¿por amor?, ¿por comodidad?, ¿tuvo elección? El lector decidirá. Pero
lo importante es que esos planteamientos importaban en un tiempo que
quizá se haya diluido y hombres con la altura moral de Amín Maalouf
lamentan profundamente la pérdida.
“Los
desorientados” explora en los ingredientes de la identidad, haciendo que nos
preguntemos, ¿a qué país pertenezco?, ¿al de nacimiento?, ¿al de acogida? ¿Qué
seríamos y qué pensaríamos si hubiésemos nacido en otros lugares del mundo? El
autor nos cuenta -dentro y fuera de las páginas- que hay naciones que acogen mejor
al inmigrante que otras, y también a quienes regresan. Un compañero sociólogo
del escritor, le comentó, en cierta ocasión, que el tiempo de las sociedades no
es el mismo que el de la vida humana, que las sociedades necesitan más, para
que germine, crezca y se desarrolle el cambio, años, siglos quizá. Aunque
nosotros deseemos que las transformaciones se produzcan durante nuestro paso
por la tierra, y añadió que ese deseo distorsiona la visión objetiva de la
historia.
Parece
obvia la reflexión, pero a mí me devolvió la esperanza, y me vino a la mente la
imagen de esos extraordinarios profesores que cada año cambian de alumnos y los
pierden de vista sin saber si sus enseñanzas han arraigado, si su semilla ha
germinado. Dichos docentes hacen lo que tienen que hacer en su paso por la
existencia para que otros puedan beneficiarse, como quienes luchan contra el
calentamiento global, la conservación de las especies, o el amor a sus
semejantes sin que les importe ver resultados inmediatos. Y es que es
importante explorar en cualquier parcela para averiguar en qué consiste lo
correcto y así poder ponerlo en práctica. Tal vez hoy más que nunca, cada uno
de nosotros tenga que aplicarlo en su pequeño trocito ya que es notorio que la batalla la ha
ganado el dinero que constituye un trofeo en sí mismo y no un trueque. Ha vencido y
deslumbrado el brillo de los oropeles, la embriaguez del poder.
“Los
desorientados”, además de ser una hermosa partitura en fuga que va añadiendo
voces que incrementan la emoción, es también un juego de espejos en los que se reflejan temas candentes como por ejemplo la pareja. Lleva a debate la monogamia y la poligamia para contrastar cuáles
serían las sutiles diferencias entre el o la occidental que tiene un o una amante
secreta o echa sus canas al aire con consentimiento tácito y aprobación social
soterrada pero hipócrita y sin embargo presume en el exterior de monogamia. O la poligamia oriental permitida y a la vista. El lector se pregunta si el
reencuentro amoroso entre la independiente Semiramis –miembro del grupo
universitario de Los bizantinos- dueña del samaritano hotel en el que se
refugia Adam es o no reprobable, o por el contrario si el paréntesis de aquel tiempo les
pertenece. Los pasajes entre los dos suscitan mucha reflexión. ¿Qué es lo que
desean demostrar Semiramis y Dolores al pedir permiso? ¿Se está analizando la
fidelidad? ¿Sabrá si en realidad su pareja vuelve por amor o por el compromiso? ¿Es lícito tener parcelas individuales dentro de la pareja?,
¿Está bien conservar la carpeta de asuntos pendientes con amores del pasado? Imagino que la diferencia radicará
en si hay o no peligro de enamoramiento y que la respuesta se hallará en cada
caso. Para mí que me relaciono de forma posesiva con marido, hijos, familia, amigos... y
que me encelo fácilmente me resultaría difícil recuperar la confianza y tal vez
prefiriese no saber, pero cada pareja es un misterio, y por supuesto dueña de
sus razones.
En
la novela, Semiramis sólo se debe las explicaciones a sí misma porque no tiene
compromiso, pero se las da a Dolores, la pareja de Adam. ¿Qué buscan con ese
riesgo ambas? ¿Una pidiendo prestado y otra consintiendo? ¿respetar parcelas?, ¿poner a prueba? Se supone que el
encuentro amoroso entre Semiramis y Adam es algo que debieron realizar en su juventud y no se atrevieron, y que tan sólo durará esos días, como así sucede dentro de las páginas,
pero ¿y fuera de ellas?, ¿qué ocurriría? Supongo que entre hipótesis y realidad
cabrán muchas respuestas.
Seguimos con el mismo juego de espejos y el autor nos va presentando sucesivamente a los demás amigos, en este caso a dos que se asociaron, arquitectos que consiguieron
enorme fortuna al construir importantes edificios. En esta ocasión el escritor
nos hará reflexionar sobre la utilidad de la riqueza ya que uno de ellos se
pregunta para qué sirven y a quiénes sirven los edificios que construye, (de nuevo
surge el debate ético que nos hace pensar que el arte ha de tener la función que el artista desea darle y
constituir además un bien social). También contemplamos a ambas parejas, la
mujer de uno es avarienta y envidia la vida del otro socio aunque repartan a
partes iguales, quizá el autor quiera decirnos que las bajas pasiones se dan en
cualquier ámbito y que no dependen del tamaño del patrimonio adquirido,
finalmente uno de ellos elegirá el retiro en un convento, la decisión sirve al
mismo tiempo para mostrar distintas opciones de vida y espiritualidad. Nada está
escrito al azar, (ni siquiera que Adam en París esté escribiendo desde hace
años la biografía de Atila). La escena en la que el amigo que opta por
disfrutar de su capital degusta junto a Adam unos frutos que sólo aparecen
en una temporada y lugar concretos, es preciosa, el amigo que pone a su
disposición el avión privado, que podría proporcionarle cualquier capricho es feliz junto a él compartiendo el único antojo: paladear esa deliciosa
fruta en su compañía.
Entre
todos esos colegas de antaño veremos a un fundamentalista, la grandeza consiste
en que Adam no lo vetará ya que confía en que la palabra y la capacidad de
escuchar, debatir y rebatir es la posesión más valiosa. Otro trabaja en la
Nasa o en el Pentágono, (disculpad la imprecisión, hablo de memoria) acudirá al encuentro teniendo que mentir en su empresa, detalle
importante que también dará que pensar al lector. El siguiente vendrá desde
Brasil... Aquellos muchachos que en los años setenta leyeron los mismos libros
que todos los jóvenes devoraban al mismo tiempo en cualquier parte del mundo regresarán
al núcleo del sol naciente como rayos luminoos.
El sorprendente final abierto de la novela es un aviso de que todo está en suspensión, un anuncio del
peligro que la incomunicación y el egoísmo conllevan, pero también contiene la
esperanza que siempre encierra la frase no escrita que el lector deduce “Tenemos que hablar”, ese es el mensaje
enviado a los cuatro vientos: "Hemos de juntarnos y hablar", el precio de este primer intento resulta muy caro, pero por ello mismo hay que seguir insistiendo.
Aquellos
muchachos que hoy rondan los sesenta años siguen deseando realizar la cumbre
mundial que paralice el doloroso desencuentro entre Levante y Poniente, y eso
es lo que verdaderamente importa.
Esta vez no
voy a pedir perdón por haberme extendido, la novela, que también es larga, requería
mi modesto análisis. En Oriente siempre hubo menos prisa.
Por
poner alguna pega, y lo cierto es que he de rebuscarla, diré que habría agradecido
como lectora más pinceladas descriptivas sobre el físico de los personajes, y
algunas sobre los espacios, pero de sobra sé que el escritor quería recalcar
que la acción se produce en el interior de todos los personajes y por ello
forzó la desnudez y despojó de distracciones. La novela está resuelta en
espacios íntimos, distancias cortas y con diálogos a dúo. Un acierto enorme es el de utilizar el
lenguaje escrito en forma epistolar o de diario para reflejar la intimidad del
conductor, Adam habla en primera persona, pero al salirnos de la cursiva encontramos al narrador omnisciente en tercera para completar, de ese modo consigue el enfoque subjetivo y también el objetivo, la construcción es sencilla pero eficaz..
Terminaré con los extraordinarios titulares que como buen periodista el autor sabe
subrayar:
“Nacer es venir al mundo y no en tal o
cual país, ni en tal o cual casa”.
“Nací en un planeta no en un país”.
“Me prometía en mi fuero interno con una
pizca de orgullo que no regresaría a vivir a mi país hasta que fuera otra vez
el que yo había conocido. Sabía que era imposible, pero aquella exigencia no
era negociable y sigue sin serlo”.
“Es mi forma de ser fiel y nunca he
tenido otra”.
“Todo hombre tiene derecho a irse, es su
país quien tiene que convencerlo para que se quede”.
“Las religiones ya no son religiones
sino facciones, partidos, milicias”.
“Es fácil reponerse de la desaparición
del pasado, de lo que no puede uno reponerse es de la desaparición del
porvenir”.
“Las leyes de la sociedad no son las de
la gravedad, con frecuencia te caes hacia arriba y no hacia abajo”.
Ha
sido una experiencia conmovedora, confieso que he llorado en muchos tramos, que
siento un gran cariño por el corazón elegante de este escritor que aún nota
malas caras cuando le escuchan hablar en árabe, este autor que comenzó su discurso
de agradecimiento por el Premio Príncipe de Asturias pidiendo disculpas por no
hablar nuestro idioma, recalcando que lo entendía en gran parte pero que no lo
hablaba, ¡un francés con esa deferencia hacia nosotros!, no sé si soy injusta
al decir con ironía que no es habitual.
Regalaré
el libro a mis hijas, a mi hermano, a mis personas queridas...
Un
abrazo y hasta el próximo encuentro.
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