"El hombre inquieto", de HENNING MANKELL

He caminado por las páginas sobrecogida. Henning Mankell murió en octubre de 2015 a los 66 años. Fue en enero de 2013 cuando tras un accidente de coche descubrió que su dolor cervical no era debido a tortícolis o contractura sino que provenía de un tumor cuyo foco se encontraba en el pulmón y que la enfermedad estaba extendida. En el 2014 decidió compartir con su público lector la lucha y la zozobra ante la inminente despedida.
Su novela “El hombre inquieto” fue publicada en 2009, pero no es la única vez que veo premoniciones en otros autores, en la primera obra de Delibes “La sombra del ciprés es alargada”, aparecía en el personaje de ficción gran parte de la historia clínica futura del propio autor y también de la emocional. Creo que hay algo automático en nuestra memoria que nos hace ir sin recordarlo a donde nos hemos dejado olvidadas las llaves o ese objeto que creíamos extraviado, una especie de inventario en el que una parcela de nosotros mismos anota todo lo que nos ocurre por fuera y por dentro mientras a la vez realizamos otras tareas o vivimos diversas experiencias. Recibimos todo lo que acontece y en algún lugar de nuestro ser se almacena. En realidad estamos interconectados, nos alumbra el mismo sol y nos velan las mismas estrellas, repercutimos en los demás y los demás nos repercuten. De modo que sabemos sin saber. ¿Dicho conocimiento corresponde al instinto?, ¿a lo escrito en el ADN?, ¿a la zona ancestral…? Pues no lo sé, pero lo que sí sé es que nuestra sangre es la tinta, y que tiene ojos y oídos, y que escribe claro y bien antes de que el tintero definitivamente se derrame. Los pájaros saben hacia donde van sin tener que decidirlo, nosotros también.
Kurt Wallander, el alter ego de Mankell, sí sabía y por ello se despidió marchándose al país del olvido al que con tanto acierto bautizó el doctor Alois Alzheimer, se escapó por esa escalera de incendios -de la que hablaba Manuel Rivas- que es la locura, una nueva y prematura a la que a veces llaman demencia senil. Y noté al recorrer cada renglón que este intuitivo policía en el fondo estaba al tanto de lo que le ocurría a su creador, por ello me conmovió el trasvase de los sentimientos, de la preocupación real pero inconsciente que el autor traslada al personaje de Baiba, la amiga que se acerca para despedirse de Kurt Wallander, el gran amor apasionado pero inconcluso del policía, la mujer que renunció a casarse con él. Que ella se salga de la carretera a propósito o no es una incógnita, pero lo que no es un enigma es que a menudo entre las líneas se leen con nitidez los verdaderos impulsos de los escritores, las secretas y difíciles preguntas que a veces se hacen, los íntimos deseos que se les escapan, sin querer o queriendo, en mensajes cifrados y dirigidos a lectores concretos y próximos desde las zonas más recónditas de su psique o de su alma. Y un enfermo terminal perfectamente se podría plantear en hipótesis arrebatos que luego no realizaría por las consecuencias que les podrían acarrear a los seres queridos, son sombras que les pueblan la cabeza de forma momentánea y que la avariciosa musa de la literatura atrapa como si le perteneciesen para proclamarlas con su habitual indiscreción, espesas nubes que después se despejan porque finalmente triunfa el poderoso deseo que el aquejado tiene de permanecer entre los suyos, de estar con ellos hasta el último suspiro si la medicina le garantiza que paliará su dolor y que no será una carga para nadie, y creo con certeza haber visto en esa transparencia, voluntaria o involuntaria, a Henning Mankell, al igual que en otras ocasiones de menor relevancia pero que también dibujan los rasgos anímicos de este escritor, como cuando Kurt Wallander, sin ir más lejos, tiene un sueño erótico con una mujer negra, se trata quizá de una pequeña pincelada, aparentemente inconexa, que se cuela desde el exterior de la narración y que en mi opinión –por supuesto subjetiva- el autor le prestó a Kurt. Mi explicación es que Mankell pasaba medio año en Mozambique potenciando como dramaturgo el Teatro de Maputo y otro medio en Suecia, así que experimentar durante el sueño deseo por alguna hermosa mozambiqueña no resulta extraño. Pero estas “grandes pequeñeces” pertenecen a la subtrama, a los trazos del carácter del protagonista, que en este caso desvelan más que la propia trama sobre los rasgos y el temperamento de este autor que consigue como Velázquez crear la atmósfera, el clima y el aire perfectos por los que el lector penetra y respira para quedar envuelto alcanzando así un nivel de empatía con el protagonista que le convierte en él. Crear la atmósfera no es lo mismo que ambientar, es entregar el soplo de vida a ese nuevo mundo que antes no existía y que el autor levanta. Y conseguir que un personaje evolucione en el tiempo, hacer que pasen los años por él requiere enorme maestría y la serie Wallander, si mal no recuerdo, tiene doce entregas.

H. Mankell era un hombre comprometido que en diversas ocasiones participó en escuadrillas que quisieron romper el bloqueo al pueblo palestino... Pronunció frases como “Escribir es iluminar con una linterna los rincones de penumbra”, o “La historia no es sólo lo que queda a nuestra espalda, también nos acompaña”, “Si algo he aprendido es que uno nunca debe creer que sabe mucho sobre los pensamientos e ideas de los demás”. Mankell pensaba que el escritor tenía la obligación de mirar a su alrededor para ser la voz de quienes no la tienen. Y como buen creador de novela negra cumplió con la característica propia del género: tirar de la manta para que aparezca lo que las sociedades esconden. Desgraciadamente le tocó nuestro tiempo tan enrevesado y difícil de entender. El autor diferenciaba entre los narradores que escriben para escarbar y sacar a la luz y los que lo hacen para ocultar, él pertenecía a los primeros. En la página 205 Kurt Wallander dice: “A mí me asusta la oscuridad de un denso bosque, este paisaje abierto impide esconderse y eso está bien”.
Así que estoy segura de que “El hombre inquieto” a su modo fue un balance personal y literario, una despedida de la ficción, dado que después escribió “Arenas movedizas” y en dicho libro biográfico plasmó esa etapa de la enfermedad y del debate y reconciliación consigo mismo dando por bueno todo lo vivido.
No había leído ningún libro de la serie Wallander, pero me alegro de haber comenzado por el último, sólo la literatura te proporciona esa maravillosa perspectiva, puesto que no vivimos hacia atrás ella le enmienda la plana a la historia y nos permite el flashback montándonos en su precisa máquina del tiempo para poder viajar en pretérito.


“El hombre inquieto” reúne en sí misma varios géneros, aunque me gusta poco clasificar, la colocación se la dejo a los estantes de las tiendas de libros o a los de las Bibliotecas públicas porque agrupar en ese orden orienta al lector, pero sólo distingo entre literatura y lo que no lo es, y esta novela es purísima y está llena de un lirismo que como decía cala hondo en nuestro tiempo. Dejémoslo entonces en que contiene espionaje, se la puede considerar además policíaca, thriller político, documento histórico, reflexión filosófica, balance personal… y Mankell conjuga todas las claves, todos los registros consiguiendo la unidad a través de la mirada y el pensamiento íntimos de un Hombre, no de un héroe ni tampoco de un antihéroe, sino de un policía que se sale del estereotipo. Por ello es más importante, para mí, lo que la narración rezuma que la propia trama en sí aunque también hablaré de ella.
La novela no da gritos, no echa broncas, no saca el dedo para señalar, tampoco zarandea al lector para que despierte, pero en ese tono suave de sordina no deja nada por decir, y que Kurt Wallander prefiera la solidaridad a la ideología, se fije en la política que hacen los políticos y no en los políticos en sí (es una llamada de atención que el escritor dejó caer tímidamente y con respeto porque no se sentía quién para decirle al lector lo que tiene que pensar o hacer. Recogemos la delicada sugerencia). Me gusta que cuando Kurt piensa que el mundo es una porquería se le desborde el wc, o se atasquen los contenedores de basura, porque no son imágenes puestas en las páginas por azar, como tampoco lo son el espejo resquebrajado por una grieta cuando él se encuentra dividido, ni el olvido freudiano de la pistola en el bar ni la posterior rotura de la muñeca, se trata de alguien que no quiere disparar, broche que se cierra con el recuerdo de cuando, años atrás, tuvo que hacerlo, dichas imágenes contienen varias lecturas y son profundamente bellas, como la de estar sentado en un banco del parque junto a otro hombre y reconocer con naturalidad y sin aspavientos que años atrás le había metido en prisión, o llevar en autostop, sin saberlo, a una parricida de aspecto dulce e inofensivo, o ser atacado a la salida del teatro y que a una señora de enorme fundamentalismo ecológico le importe más el tiempo en el que el protagonista ha tenido los faros y el motor encendidos que si se encuentra bien, ya que está sangrando por la nuca (de nuevo una escalofriante mención premonitoria al accidente de automóvil que el autor tendría y al dolor cervical que encubría un mal latente y de mayor envergadura). El inspector piensa que el delito es el miedo y nos invita a abrir un debate sobre a quienes favorece que se instale el temor en nuestras existencias. Y no olvida recalcar que hace su trabajo por sentido del deber, no porque crea en las resoluciones de los juzgados y por tanto en el sistema judicial que a menudo desbarata su trabajo. También en este punto podemos preguntarnos qué es el sentido del deber. Resulta obvio que el ex presidiario que está sentado en el banco, y la chica que coge en autostop son toques inquietantes que subrayan que no hay pericia ni experiencia suficientes para conocer, comprender y saber quiénes somos y lo que llevamos dentro. Como es natural en el retrato sociológico aparecen al paso los prejuicios xenófobos contra inmigrantes y refugiados mientras el lector se entretiene en no perder el hilo de la trama dejando que el subliminal penetre en su interior. Kurt Wallander es un policía intuitivo en apariencia que resuelve a veces por golpes de sangre, creo que aún no se han desgranado los componentes de lo que llamamos de manera abstracta intuición y retomo con lo que en renglones anteriores ya he dicho, conocemos muchos datos sin saber por qué, al radar nos llega todo, y es más que probable que la intuición sea un archivo fidedigno y eficaz que guarda su propio orden y sus propias normas. Aunque pensemos que estamos solos o aislados en la protección de nuestros hogares, en nuestras pequeñas vidas acotadas en otras casas, oficinas, pueblos y ciudades, ocurren hechos y acontecimientos que se interrelacionan y nos afectan y dibujan todo el panorama mundial que nos explicaría con nitidez las respuestas si supiéramos leerlas, creo que era lo que Mankell intentaba a través de Kurt Wllander: dar respuestas mundiales desde su pequeño pueblo sueco, y por ello me parece más honrado que observemos al protagonista con todos los ingredientes de su día a día y no sólo parcelado en su trabajo. En la vida vamos a cualquier parte con todo junto: nuestros pensamientos, la carga de las preocupaciones, las alegrías, los sinsabores, el pasado… sin que ello nos impida trabajar o resolver las tareas cotidianas con eficacia, y ese es otro de los logros de esta gran novela sin compartimentos estanco: que el protagonista transite por las páginas en paralelo con todo el equipaje que configura a este gran ser humano sencillo y con “defectos” que arrastra y acarrea situaciones sin arreglo, como la de su ex-mujer, Mona, que padece un serio problema de alcoholismo del que Wallander no se puede zafar cuando ella necesita ayuda porque es la madre de su hija, tema que también abre una deliberación sobre cómo gestionar adecuadamente los irrompibles vínculos de los padres divorciados. Me conmovió la relación entre padre e hija, Linda. Kurt se muestra ante ella sin encubrimientos, con toda la humildad de quien ha sido cogido en falta al dejarse el arma en un restaurante. Nos encontramos ante dos colegas de profesión que sin aparcar los roles filiales consiguen lazos sinceros en los que se distinguen bien las finas e invisibles líneas del respeto que no traspasan, y que dejan ver claro cuando se incordian mutuamente y cuando se necesitan. Conmueve la sensación que Kurt tiene de no conocer a su hija una vez que lleva vida independiente, y de nuevo propone un análisis sobre cómo es y cómo debería ser el vínculo con los hijos cuando éstos ya no viven contigo.
Hay en “El hombre inquieto” pequeños detalles que muestran la diferencia entre ser o no ser un escritor grande, como por ejemplo cuando K. Wallander se da cuenta de que Linda sabe de memoria el teléfono de sus suegros, y el lector ve en la lacerante observación cada uno de los sentimientos encontrados de celos, de exclusión, inferioridad o desventaja, de usurpación y de culpa que sin embargo no ponen en cuestión el enorme grado de intimidad y de amor que padre e hija se profesan hasta en los enfados. Al mismo tiempo vemos como la relación de Kurt con su hermana es distante y como ambos hijos ven distinta la convivencia que mantuvieron con su progenitor porque conservan recuerdos diferentes de las mismas situaciones. El protagonista es justo con todos y cada uno de los personajes, ya que admite de su padre la crítica generacional a los que como Kurt hoy tienen sesenta años, por la falta de interés político y social, la escena es un recuerdo, en ella el padre –artista que siempre repetía la misma obra, de nuevo el dato nos ofrece varias interpretaciones- le lanza un pincel a la cabeza para recriminarle que no haya votado. Wallander descubre tardíamente que su hija sin embargo sí muestra interés por la política y eso supone una nueva esperanza generacional.
En términos artísticos la novela es hermosa por detalles como el de que al rememorar en su oficina la conversación mantenida con Linda sobre Alemania Oriental y los viajes de Louise, su suegra, a Berlín, escuchemos a lo lejos cómo se abre una puerta para después cerrarse, el símbolo sonoro es significativo. O cuando investiga con parsimonia y minuciosidad en el despacho de su consuegro y comprendemos cómo las cosas hablan de nosotros, nos describen, nos delatan… Los barcos dentro de las botellas, el tren en funcionamiento en el interior de un acuario… no creo que se pueda expresar mejor la idea claustrofóbica del mundo con submundos que se creen libres estando presos dentro de otros. Los comienzos de los capítulos, tan informadores en metáfora del contenido posterior… En fin, esos pequeños toques de brillo me parecieron una preciosidad, al final la belleza profunda, no sólo la estética, la componen los pequeños toques llenos de sentido.
Resulta muy interesante que el autor eligiese un caso a investigar que al protagonista le toca tan de cerca: la desaparición de sus consuegros, porque todo lo que ocurre a nuestro alrededor nos toca aunque creamos que no va con nosotros, o no nos incumbe, y por ello es bueno que nos coloquen en la tesitura de pensar y preguntarnos ¿y si me ocurriese a mí o afectase a los míos?, y debido a esa toma de postura llegamos en esta ocasión -como en tantas otras en literatura- a entender que los personajes de la novela no son en sí mismos los protagonistas sino el vehículo, el recipiente que transporta las ideas que el escritor quiso transmitir, por tanto y desde lo local, Ystad, una pequeña población de Suecia, la novela irradia hacia el Este y también hacia el Oeste, el investigador tendrá que remontarse a los años de la guerra fría, pero antes el lector ha recibido una perspectiva histórica en un magnífico prólogo que se hará más comprensible en páginas posteriores al personificarse en el matrimonio Van Enke.
Todos los países tienen un dolor, una herida incurable que marca un antes y un después, que tambalea la confianza de sus habitantes, en Suecia fue el asesinato de Olof Palme. Personalmente mientras leía me daba igual si había pistas falsas para intrigar y hacer que el lector especulase, que los cabos estuvieran mejor o peor atados, me parecía secundario aunque imprescindible el hallazgo del aparato del submarino ruso encontrado, si la piedra americana simbolizaba la piedra de toque, si los zapatos y los calcetines de la esposa de Van Enke que aparecieron al lado del cadáver tenían una interpretación espiritual, litúrgica, o ninguna, el extraño bosque en el que fue encontrada… sin embargo lo que si me asustaba era la extremista manera de pensar de aquellos militares y poderes fácticos armados hasta los dientes que tenían en sus manos tantísimo poder, y me sobrevino una imagen del mundo en 3D como las de esas estadísticas que reflejan en forma de rascacielos que suben o bajan los contenidos de lo que informan, y de pronto vi en dicha imagen a Chile elevándose, destacándose en el tiempo de Salvador Allende con un modo de pensar y de hacer distintos, y súbitamente atisbé a esos seres invisibles que son quienes en realidad mueven los hilos del globo terráqueo diciendo: “Quita, quita, a ver si el ejemplo va a cundir y nos fastidian el tinglado” y comprendí que no les resultase difícil buscar coartadas en el tablero mientras creaban falsos enemigos locales, propiciaban enfrentamientos entre potencias… y disponían de sicarios individuales a quienes echarles la culpa, y perdimos a Allende. Lo mismo debió ocurrir con Suecia, todos mirábamos con esperanza hacia aquel nuevo modelo que funcionaba, y el señor Palme se convirtió en un estorbo. Y el último ejemplo ha sido Grecia, así que mientras no cundan los nuevos patrones y nos mantengamos entretenidos en nuestros pequeños reinos de taifas sin que el rascacielos chivato de que un nuevo orden prospera crezca, nos dejarán en paz en nuestro pequeño cubículo, y como dice mi hija, “casi mejor que no tengamos petróleo ni nada que les interese para que al menos dentro de nuestra pequeña parcela podamos sentir algunos soplos de libertad”.
Ya sé que estoy cayendo en la teoría fácil de la conspiración, pero a veces lo más sencillo es lo que somos incapaces de ver aunque lo tengamos delante de las narices. A lo mejor hay que girar el foco hacia los crueles abusones, minoría oculta y sin rostro que acapara riquezas y se divierte a costa de la pobreza de medio mundo mientras azuza cada hormiguero para que nos sacudamos entre nosotros. Llevamos demasiado tiempo haciendo el imbécil.
Me gustaría que este torpe in memoriam a Hening Mankell reconfortase a los suyos si es que he sido capaz de acercarme aunque sólo sea un poco a sus valientes y admirables intenciones.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

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