"Impaciencia del corazón", de STEFAN ZWEIG

Una de las novelas que más me impactó en la pubertad. Estaba en casa y la puso en mis manos mi padre. Ese gesto de transmisión del conocimiento me emocionaba (cuando se trataba de novelas naturalmente, por desgracia de los artículos del periódico que me leía en voz alta huía como un gato escaldado, cuánto me arrepiento ahora) y por alguna extraña razón cada vez que se producía una de esas entregas de inmediato asociaba la imagen al fresco de “La creación de Adán” en la capilla Sixtina: esos dos dedos a punto de rozarse para que el primer hombre recibiese la vida. En nuestro caso la imagen fue la misma pero con un libro en medio.
La edición del Círculo de Lectores, por cortesía del editor Luis Caralt, es la de 1957  –la novela fue escrita en 1939-. En aquella ocasión tradujo Alfredo Calm. La actual, que ya lleva el artículo delante: “La impaciencia del corazón” (me gustaba más sin dicho artículo), la tradujo Joan Fontcuberta.
El libro de mi padre tiene unas pastas enteladas preciosas, y en la portada la estética de entonces: un gorro militar, pero pintado de verde hierba que en lateral luce un corazón rojo tirando a rosado. Las letras rotuladas y la cenefa floral también tienen el estilo de aquellos años. Nací en 1956 y esa puesta de largo literaria me la otorgó él -harto de ver como devoraba fotonovelas- cuando tuve doce o trece años. Comenzó a entregarme ediciones como la citada o “La Busca” de Pío Baroja, o “Gran hotel” de Vicki Baum, “Perros perdidos sin collar” de Gilbert Cesbron… Sobra decir lo importante y mayor que me sentí al no tener que hojear a escondidas las novedades que iban llegando. He prestado el libro a menudo pero no había vuelto a leerlo desde entonces y al abrir sus amarillentas páginas, tras tantos años, me he encontrado con subrayados a lápiz que no hice. Imagino que son obra de alguna de mis hijas o de un amigo muy lector y me he quedado con la intriga, por ello desde aquí solicito que los subrayados íntimos se firmen con fecha, porque es extraordinario compartirlos con quien hizo el graffiti y especular sobre la evolución literaria y personal que ha experimentado cuando pasados los años volvemos a retomar los libros que de algún modo nos impactaron.
Una de mis novelas, “Hija de…”, abre la puerta de la segunda parte con este pasaje de "Impaciencia del corazón" que enseguida reflejaré; la primera se la dejé a Plutarco y a sus “Vidas paralelas”, siempre busco minuciosamente citas que anuncien y sinteticen lo que a continuación va a ocurrir, son hermosos talismanes que me acompañan y me dan apoyo durante todo el trayecto, y para esa novela, “Hija de…”, tan difícil en todos los sentidos, necesite bastantes: Fernando Borlán, Mario Benedetti… Ellos iban introduciendo las llaves en las puertas principales y también en las de cada habitación señalándolas por dentro y por fuera para que no me perdiese en el oscuro laberinto. Fue entonces, al llegar al eje, al centro, al lugar por el que la novela palpitaba, cuando recordé la cita de Zweig. Uno de mis protagonistas necesitaba una compasión más que comprometida ya que andaba sumergido en toda clase de adicciones tóxicas, tanto físicas como anímicas y Gabriel, un ex alcohólico, fue el encargado de custodiarle y así, de la mano de Stefan fue presentado este personaje crucial con alma de arcángel:
 “Existen dos clases de compasión. Una cobarde y sentimental que, en verdad, no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena, aquella compasión que no es compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar la pena extraña del alma propia. La otra, la única que importa, es la compasión no sentimental pero productiva, la que sabe lo que quiere y está dispuesta a compartir un sufrimiento hasta el límite de sus fuerzas y aún más allá de ese límite”.
Es más que posible que aquella novela que me entregó mi padre, cuya portada hoy parece un regalo vintage, me convirtiera en escritora.

***

Sinopsis.
El joven teniente Anton Hoffmiller se compromete por compasión con una acaudalada muchacha cuya enfermedad la ha postrado en una silla. Promesa que el oficial finalmente no cumplirá.
Todo el conflicto comienza con el intento de subsanar lo que él considera una irremediable y grave falta de tacto: Habiendo sido convidado a una fiesta en el gran castillo de la familia Kekesfalva, de pronto cae en la cuenta de que aún no ha hecho el honor de bailar con la anfitriona, a quien apenas ha visto el rostro durante unos segundos porque estaba rodeada de gente, y hallándola sentada y sin conocer los detalles de su inmovilidad la invita a danzar. A partir de ese momento Anton se desvivirá porque su falta sea perdonada y sobre todo porque su imagen en la pequeña ciudad y en el cuartel no quede maltrecha.

Stefan Zweig, nos hace bucear en ese sentimiento conflictivo para que exploremos en las zonas engañosas de manipulación emocional y de prejuicio que contiene, para que sopesemos las consecuencias, para que nos planteemos si el sentimiento de piedad debería ser erradicado y sustituido por el  deseo de integración al que por suerte poco a poco vamos llegando.
La novela nos habla de la verdad, tan necesaria para todos, de la crueldad del lenguaje, fiel reflejo de la aceptación o del rechazo, del sentimiento de superioridad o inferioridad frente a otro ser humano –todos tenemos limitaciones, la diferencia reside en que unas están a la vista y otras no- nos hace profundizar en la hipocresía de algunos eufemismos tras los que parapetamos precisamente dicha impaciencia. La novela expresa la necesidad de saber recibir ayuda, pero también la de aprender a darla ya que todo ser humano desea ser útil a los demás tanto si está en una silla de ruedas como si va caminando. El autor nos impele a manejar adecuadamente la verdad, hace que reflexionemos sobre como dosificarla y nos pide que la consideremos un derecho. Consigue que meditemos sobre la comunicación sincera entre médico y paciente, entre padres e hijos, entre amigos… para que la persona limitada no abuse en sus demandas considerando que el resto del mundo está en deuda con ella y ha de compensar lo que le falta, también pide que quienes pueden y deben ayudar no se desentiendan. Zweig nos enseña a tomar decisiones con seriedad y a que antes de actuar nos preguntemos qué sabemos entregar, y hasta dónde estamos dispuestos a hacerlo para no marcharnos de repente dejando empantanado a quien le dimos a entender que podía contar con nosotros. Es imprescindible definir y conocer los límites que uno tiene.
La novela se desarrolla en el interior de los protagonistas, en el núcleo de los sentimientos encontrados –es humano ser contradictorio, las emociones no nacen ni anidan ya diseccionadas ni están perfectamente ordenadas en los cajones adecuados- tal vez habría que preguntar al otro qué necesita, qué busca, qué siente, qué piensa… y no presuponerlo, y esperar que quien responda diga exactamente como quiere ser tratado para que poco a poco nos vayamos orientando porque como bien dice una amiga, “sociedad somos todos y todos votamos”, otra añade que “somos maestros y alumnos a la par”, por tanto igual de válidos o inválidos si deciden discriminarnos. Pero hablamos de una evolución en las relaciones sobre la que hemos tomado conciencia desde hace muy pocos años. Es bonito ver como en nuestro club de literatura chirría y hace daño la palabra “tullida”.
Resulta comprensible que el joven teniente Hoffmiller de origen humilde y a la edad de 25 años quedara deslumbrado por la riqueza y los oropeles de la familia Kekesfalva, el contraste con su sobrio mundo castrense de enorme presión social y tan proclive a la maledicencia le deja dividido y confuso, poco a poco en su interior van germinando sentimientos cuyos límites no sabe diferenciar. Lajos von Kekesfalva, el abnegado padre que a partir de que su hija contrajera la enfermedad se ha dedicado a gastar su fortuna en médicos que pudieran brindarle una esperanza de curación y a mimarla concediéndole todos los caprichos, se aferra al aturdimiento del muchacho. Podría parecer que en todo momento intenta comprarle, pero sólo le apremia cuando deduce que Edith se ha enamorado de él y no tiene inconveniente en humillarse hasta caer de rodillas para conseguir que su hija sea feliz, a cambio coloca toda su fortuna a los pies del oficial.

El lector discutirá con los personajes durante toda la lectura comprendiendo y al mismo tiempo criticando muchas de sus conductas, pero no podrá dejar de amarlos ni de ponerse en su piel en innumerables momentos. Son reacciones lógicas frente a un narrador que manejaba con maestría la exploración psicoanalítica, los ingredientes de las pasiones cuando las personas se hallan en crisis o encrucijada, controlaba como nadie el goteo de sorpresas en cada una de las páginas creando un suspense insólito que mantiene al lector atrapado tan sólo con las tensiones que suceden en el interior del personaje, esa es toda la acción: el proceso mental y la maraña sentimental que como una enredadera les va atenazando, y sin embargo trepida. Eliminaba toda descripción innecesaria en favor del ritmo y la intriga, tenía un radar de alta precisión para descifrar los entresijos de cualquier alma. El desenlace produce una enorme impresión y lo curioso del caso es que estaba anunciado, el buen escritor deja huellas y rastros pero sin que sean previsibles, sin que los veas venir, pero no se saca de la chistera de repente algo que no haya dejado entrever durante el camino.
Zweig en el prólogo nos hará creer que la historia es referida para marcar así la distancia necesaria entre el autor y sus personajes de ficción –se trata de un recurso parecido al del manuscrito encontrado que permite al escritor quedarse fuera y salvaguardarse en el caso de estar haciendo préstamos personales sin que se note porque quien habla es otro –el propio Hofmiller pasados los años- y lo hace antes del comienzo de la novela. Partiendo de ese espejismo creará la atmósfera adecuada de quien recibe una confesión en el reservado de un tranquilo café vienés. Sabe que al lector le gusta el toque biográfico y sentir que se asoma a una historia real –si por realidad entendemos algo que se produce fuera de la ficción-. En dicho prólogo se condensa toda la esencia de la novela, pero fundamentalmente lo que trasluce es la declaración de principios de este autor, el hombre que consagró su vida al pacifismo y por ello él y su obra sufrieron persecución y exilio. En estas primeras páginas ya hay una desmitificación de la heroicidad, un acto heroico no es tal si no hay un testigo que lo refrende, por la misma razón en tiempo de guerra muchos actos abyectos pasan inadvertidos. Anton Hofmiller vuelve de la contienda a la que fue a esconderse intentando librar sin éxito su propia batalla interior. Buscaba sin miedo una bala perdida, sin embargo regresa condecorado pero con la misma negrura en el alma y sin permitirse la redención. Esa es su verdad, la que le cuenta a Stefan Zweig en el café para que como penitencia el mundo conozca "su culpa" reflejada en esas páginas en las que se pondrá en cuestión de forma sutil si son o no necesarios los ejércitos. El escritor despoja de aureola y relevancia el uniforme tras el que se parapetan toda clase de hombres de distintos estratos sociales y que sin esa indumentaria dejan de tener importancia, gentes que encuentran identidad en el reglamento para llenar otras carencias, pero no se le olvida valorarlos como personas. El individuo diluido en la colectividad provista de órdenes y normas que te eximen de decidir o de pensar. El sentido de pertenencia a cambio de arriesgar la vida en periodos bélicos. ¿Qué es o debería ser el honor? ¿Qué y a quienes debería defender?
En la novela también se analizan las grandes fortunas adquiridas con usura y oportunismo pero no con delincuencia. Zweig se limita a despegar la pátina de las apariencias, lo más hermoso de la novela es la verdadera compasión que el escritor muestra hacia la parte humana de todos sus personajes sin eliminarles el patetismo y sin eximirles del pago de las consecuencias de sus actos. Los protagonistas de “Impaciencia del corazón” pueden tener conductas equivocadas, pero de ningún modo malvadas. Incluso Cóndor, el médico, aún siendo el personaje conciencia y quien puntualiza y coloca en su sitio a los demás, tiene debilidades, se permite disfrutar con deleite las suculentas comidas y los cigarros puros que Kekesfalva le ofrece, pero no por ello abusa ni miente en su propio beneficio ni deja de dar prioridad a las personas más desfavorecidas, su interés es curar y buscar las herramientas para hacerlo y mantener la esperanza en los avances científicos. Edith está malcriada y se deja llevar por las pataletas, podría parecer que con ellas intenta forzar a los demás para conseguir lo que quiere, pero lo que hace en realidad con sus fuertes reacciones es sondear para verificar la verdad de los sentimientos de Antón. Ella no puede evitar quererle y desde un principio avisa con claridad que no soporta que permanezcan con ella por compasión, llegados a este punto nos plantearíamos la buena gestión de las frustraciones, pero ella tiene 17 años y ni el que ama debe sentirse menospreciado por la falta de correspondencia ni el amado defenderse como si hubiese sido agredido por una declaración de amor que no le comprometía a nada ya que en mi opinión Edith es valiente para afrontar la negativa, pero le están enviando señales equívocas, aunque decirlo es fácil, lo complicado es hallar las palabras que cada situación requiere y es evidente que existen y que sólo hay que buscarlas, pero vuelvo a reiterar que los protagonistas de esta historia tienen 17 y 25 años. A mi juicio –subjetivo, naturalmente- todos los personajes de algún modo salvaguardan la dignidad siendo como son, o mejor dicho se salvan por esa parte tan noble que tiene que ver con la honradez.

Stefan Zweig se quitó la vida en 1942 junto a su segunda esposa en Petrópolis, ciudad situada en el estado de Rio de Janeiro, su última residencia y posiblemente la más amada ya que su nostalgia la dedicaba a una Europa que había dejado de existir. Convencido de que el nazismo se extendería por toda la tierra dejó escrita esta nota:
“Cada día he aprendido a amar más este país y quisiera no haber tenido que reconstruir mi vida en otro lugar después de que el mundo de mi propia lengua se hundió y se perdió para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyó a sí misma.
“Pero para empezar todo de nuevo un hombre de 60 años necesita poderes especiales y mi propio poder se ha desgastado después de años de vagar sin asiento. Por eso prefiero terminar mi vida en el momento adecuado, justo, como un hombre para quien su trabajo cultural fue siempre la más pura de sus alegrías y también su libertad personal —la más preciosa de las posesiones en este mundo.
“Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos”.

Stefan Zweig era de origen judío aunque no practicaba la religión. El suicidio suele dejar un sabor a fracaso en los demás. Al igual que en el caso de André Gorz y su esposa, me pregunto por qué hasta en ese viaje final ellos les hacen eclipse a ellas. Desearía saber qué pensó Lotte, 25 años más joven que él, en esos momentos.
En Brasil se le despidió con honores de Jefe de Estado.
Calan muy hondo en mi interior los escritores de entreguerras, creo que lo he dicho en este mismo blog cuando hablé de Scott Fitzgerald, Sándor Márai… porque me entregan un legado de prioridades que me despejan todas las incógnitas vitales, se atrevieron a anunciar la decadencia, a acertar o equivocarse y lo hicieron expuestos frente al mundo, a amar, a sufrir, a vivir, a arriesgar… y tuvieron la grandeza de compartirlo.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

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