Pablo,
un desencantado ejecutivo financiero de una empresa de inversiones, un lunes
gris como tantos otros, se desplaza en
su coche por el habitual atasco de hora punta que se forma al comienzo de su
jornada laboral –su automóvil es el único cubículo en el que se siente libre o,
al menos, desinhibido para dar rienda suelta a sus frustraciones- en un momento
de impaciencia se distrae intentando poner en su equipo de música “Yo, minoría absoluta” el octavo álbum
del grupo Extremoduro: los temas que
se escuchan reflejan su estado de ánimo. El descuido provoca que colisione con
el flamante coche de delante, el daño es prácticamente invisible puesto que
circulaban a cuarenta. Del ostentoso auto de color azul cobalto se apea
Sonsoles, una pija con lengua viperina que le insulta y más adelante le
denuncia (me resultó inevitable enlazar esta película con “Crash” largometraje del que también hablé en este blog, y que
comparte la misma crispación y aislamiento urbanos envueltos en aceros,
cristales y brillos metalizados de este deshumanizado tiempo nuestro). A partir
de ese momento Pablo encuentra el canal de toda la ira contenida que acumula, y
se dedica a averiguar la dirección del domicilio donde vive la mujer y el
número de teléfono para acosarla de día y de noche y urdir así una venganza
cobarde y encubierta. Pero al perseguirla aparecerá María, la hermana
adolescente de Sonsoles, y el fogonazo de luz iluminará el vacío eclipsando por
completo la furia.
Esta
bellísima película, está basada en la novela homónima de Lorenzo Silva (premio
Nadal 1997). Silva colaboró a su vez en el guión- tan difícil de escribir y de
dirigir, por su delicadeza-. Sólo la mano maestra de un cineasta con pulso y
sentido del equilibrio como Manuel Martín Cuenca fue capaz de conducirla, ya que el film se mueve en esos
angostos y fronterizos recovecos emocionales que el ojo superficial podría
confundir con morbosidad o pederastia, y nada más lejos. En cuanto vemos a una
adolescente en relación con un adulto solemos denominar a la niña como “Lolita”
y la pena para el gran Nabokov es
que manoseamos el concepto vulgarizándolo y simplificándolo para rellenarlo con
los maliciosos prejuicios que nos da la gana sin tener en cuenta la
individualidad de aquella Lolita que por mucho que nos empeñemos no se puede
universalizar, pero hay que ser valiente para conseguir que no quepa la menor
duda de que esta historia en ningún momento va a contener el más mínimo desliz
rijoso. El trazo de acuarela es limpio y certero porque toda la composición
exige transparencia: dos soledades que se atraen y se encuentran en el agreste
terreno de la inadaptación. Ella, María, con quince años de edad aún no ha
traspasado el umbral hacia el mundo adulto,
pero ha visto unas cuantas muestras bastante sucias en la franja oscura
e hipócrita en la que muchos de quienes lo habitan se mueven, naturalmente
tiene sueños, y como cualquier joven espera ser distinta y encontrar el modo de
triunfar con honradez. Pablo, en cambio, viene de vuelta, perdió las ilusiones
y sanos objetivos por el camino y se dejó engullir. María representa el punto
de partida del que él salió, el espejismo de la recuperación del tiempo
perdido, el encuentro a deshora con el amor esencial y puro al que una vez
aspiró.
No
creo que se vuelva a dar en cine un hallazgo como el que protagonizaron María Valverde y Luis Tosar, (salvo el excepcional dueto de Scarlett Johansson y Colin Firth en “La joven de la perla” del que también dejé reseña en este mismo
blog, eso sí, imbuido en otro contexto y con distinto tratamiento del deseo y de la compenetración,
que en aquel caso trataba de sensibilidades artísticas y de transmisión de
conocimientos en una relación iniciática también de joven con mayor que incluía
además un abismo insalvable por diferencia de clase). De Tosar era esperable.
Afirmo sin caer en la exageración que pocos actores del cine mundial se le
pueden equiparar, a ver si no quién sería capaz de extraer los matices que le
regaló a Icíar Bollaín en “Te doy mis ojos” sin quedarse
estigmatizado de por vida.
María
Valverde obtuvo por “La flaqueza del
bolchevique” el premio Goya a la actriz revelación, la entrega fue absoluta
y su belleza conmueve por el instinto que transmite, por la fuerza de la
inercia que a esa edad incontaminada te lleva hacia lo esencial, hasta lo
verdadero, después el radar pierde precisión.
Al
espectador, cuando asiste a interpretaciones tan magistrales ejecutadas con tan
pocos años le da miedo que luego esos actores o actrices no puedan remontarlas;
por fortuna después de ver a Juan Diego
Botto en “Ovejas negras” parecía
imposible que aquellos ojos abismales y apabullantemente oscuros que devoraban
la pantalla pudieran volver a entregar tanta verdad, pero siguen haciéndolo. No
he vuelto a ver trabajos de María Valverde aunque tengo entendido que su
carrera también continúa imparable.
El
elenco es extraordinario de principio a fin, se intuye que cada actor fue
escogido con lupa para su papel, incluyendo la corta pero magistral
intervención de los que han de llevar a cabo el triste desenlace de esta
relación ¿imposible?
La
mirada que Manuel Martín Cuenca hace de Madrid es bellamente forastera porque
contiene el asombro de los que vamos a ver la ciudad llegando de otra, es una
forma de mirar distinta a la de quienes viven en ella porque conserva el
asombro, la sensación de descubrimiento y estreno, y aporta una comprensión más
global.
Alfonso Parra, el
director de fotografía, reflejó el alfombrado otoño madrileño del 2002 con una
galería de paisajes que parecen una caricia de dorados, ocres y granates en la
hojarasca mullida y crujiente a la vez que se depositó a los pies. Qué
preciosidad, cada encuadre es único e irrepetible por la captura del instante,
de la hora: las cinco de la tarde en el banco del parque, con esa luz brumosa y
suave. Retrató los interiores lujosamente opresivos dejando que el espectador
entrase en el vacío de las personas que dirigen las finanzas, en la crueldad de
los fríos despidos, en las ataduras del dinero… Entre los tres, Manuel Martín
Cuenca, Lorenzo Silva, y Alfonso Parra, metieron el dedo en la llaga social
como vaticinio depredador de la devastación voraz que ahora, una década después,
padecemos.
Y Roque Baños completó el cuarteto envolviendo con su música todas las
piezas de visual narrativa poética, su composición –al servicio de la historia-
subraya y enaltece la elegancia de los sentimientos. Para hablar de este gran
compositor y de su talento reconocido en todo el mundo tendría que utilizar
muchas páginas, os sugiero mejor que escuchéis cualquiera de sus bandas sonoras
para cine, se os olvidará respirar.
Cada
día me descubro ante un país que sin industria cinematográfica consigue estos
milagros, y siento orgullo prestado por estas gentes tan altruistas, que con
frecuencia engullimos entre palomitas, sin saber hacer la digestión.
La
película comienza con el sonido estridente de la vorágine urbana; el rostro de
Tosar muestra en todo momento la crispación contenida como un iceberg de enorme
profundidad, la tristeza honda suele convertirse en ira que va in crescendo, por fortuna la de él
alcanza su vértice cuando ve por primera vez a María y comienza el descenso
hasta llegar a la escena de la piscina en la que al fin, y en las tumbonas,
encuentra el sosiego anhelado junto a María, la dueña del detonante que le
rescata y le extrae la ternura, la pena es que por el otro lado del triángulo
asciende la cólera de la ya casi olvidada Sonsoles. Qué lástima que en este
caso no se pueda cambiar el dicho de “lo que mal empieza mal acaba”.
Cuando
vemos en esa mesa “santuario”, libros sobre la revolución de octubre,
matrioskas con la imagen de personajes rusos y a Pablo pasar las satinadas
hojas con parsimonia hasta detenerse en las fotografías de las hijas del último
zar ruso Nicolás II y cómo sus ojos se prenden especialmente al retrato de la
bellísima princesa Olga, de inmediato intuimos que el título de la película y
esas imágenes encierran un secreto que tiene que ver con el momento de flaqueza
que debió sentir el bolchevique que recibió la orden de asesinarla. Hay un
anticipo velado de inmolación, de derramamiento de sangre inocente en esas
páginas que el espectador aún desconoce porque no puede seguir hojeando. Esta
presentación corresponde al principio del largometraje pero la he dejado para
el final porque la película cierra en círculo.
Me
despido con pena porque es un film que no me canso de contemplar y me apetece
mucho compartirlo con el club de cine, para escuchar el inteligente epílogo que
le añadirán mis compañeros prolongándola un poco más. Un abrazo y hasta el
próximo encuentro.
Pili
Zori
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