En el club de lectura estamos leyendo la novela de Arundhati Roy “El dios de las pequeñas cosas”.
Pienso que a la atrocidad sólo la
salva la literatura, allí encuentra el único lugar de compasión para ella
porque se purga entre las páginas para servir de ejemplo a no seguir.
La autora nos hace entrega de una
tragedia hermosa en forma de puzzle
cuyas piezas -expuestas desde el principio- el lector aprende a colocar
temblorosamente viendo al fin el invisible hilo que las encadenaba.
Nos habla de la injusticia
institucionalizada, la inocencia truncada en la implacable y literal mirada
limpia de los niños que no usan las crueles y corruptas normas de las castas.
Desde el infierno doméstico y privado
de una familia india de clase alta pone patas arriba a toda la nación. El
doloroso y valiente canto del cisne lo hace una escritora que ama a su país y
por ello le duelen los pecados sociales que comete.
A través de dicho clan de clase alta en India, cuyos desprecios y desigualdades consentidos se pueden trasladar a otros estados del mundo, comprendemos mejor muchos de los por qué de esa nación.
Tal vez desde Occidente también se
corrompe la identidad, la India no es un cuento de espiritualidades y exotismo,
país al que muchos hippies famosos acudieron en busca de otros valores, pero lo
hicieron con sus drogas y sustancias, y la música de Ravi Shankar nunca debió servir para justificar esos efluvios con
el buen colchón de casa a la espera. Los intocables duermen en el suelo y no
hace mucho tiempo se despedían de los tocables de rodillas arrastrándolas para
alejarse. En 1949 se abolió el sistema de castas, pero la ley no sirve si la
mentalidad no cambia.
La novela narrada con esos rodeos alrededor del eje, del meollo que usan los orientales para charlar, para regatear, para que la verdad se asuma despacio y se concatene, es una explosión de exuberancia, de simbolismo surreal y onírico que se une a su cultura y que finalmente explica como los sucesos de una vida influyen en las demás.
Bebé Kochamma, la tía paterna que al
principio parece un personaje secundario y menos relevante, es sin embargo el
brazo ejecutor, su capacidad de manipulación con la más exquisita crueldad y
sin escrúpulos es espeluznante, Roy desenmascara a ese tipo de personas
amparadas por la clase dirigente para que aprendamos a librarnos de su mal.
“El dios de las pequeñas cosas” es
sobre todo una historia de amor y muerte, amor y sensualidad aplastados por los
prejuicios y los privilegios de clase, es el quejido que sabe contar la dureza con
la máxima belleza, y con una forma de narrar que no se había visto hasta este
libro y que sin duda revoluciona el arte literario.
El tiempo en esta historia no es
cronológico sino emocional y va y viene al ritmo de los recuerdos. El río lleno
de inmundicia -en el presente de la novela- ya no fluye como antaño, está
estancado a causa de una presa que le impide correr y ser libre por su camino
hacia el mar, y un muro oculta las casas pobres para que no escandalicen a los
clientes del lujoso hotel de Ayemenem. "Los vapores de la fábrica de
encurtidos arrugaban la juventud y encurtían el futuro", nos dice Ammu con
esa metáfora tan precisa que representa aquel tiempo estancado que se pudría en
su propio caldo.
“El dios de las pequeñas cosas”
también refleja el síndrome de Estocolmo frente a la cultura colonizadora, y el
complejo de inferioridad anglófilo rodea la historia. El descubrimiento de la
polilla desconocida que le fue arrebatado al abuelo, entomólogo imperial, marca
como un fantasma eterno el sentimiento de fracaso que impregna a todos los
miembros de la familia.
Gracias a esta bellísima novela he
comprendido, o al menos me he aproximado, a la profundidad de ese país tan
grande y a los agujeros que la escritora denuncia, por ello se escapan el bien,
la justicia y la cordura.
Pili Zori.
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