Nunca
creí que pudiera decir algo tan categórico: ¡Es lo mejor que he visto en mi
vida! Y os puedo asegurar que ya llevo un gran trecho vital llenándome de buen
cine.
Rectify es una serie, pero creo que desde que hicieron su
primera aparición Los Soprano para
continuar con Mad Men, En terapia, A dos metros bajo tierra…, todo el mundo tiene claro que los films
se volvieron más largos y que se consumen por entregas en toda clase de
pantallas caseras, la mía es grande para no traicionar demasiado a la liturgia,
ya sabéis: acicalarte para salir de casa y dirigirte hacia la taquilla a
comprar la entrada, introducirte en una de las salas y acomodarte en la butaca
compartiendo la oscuridad en comunión con los demás espectadores para crear esa
energía especial subjetiva y potente junto a la suma de todas las intimidades
que allí se respiran.
Aunque
es justo decir que el ritual también tiene sus inconvenientes: palomitas,
toses, ruidos, cabezas que tapan… e ir y volver por la película es una ventaja
enorme, parar si es necesario para tomar nota de un diálogo, de una frase, de alguna
reflexión… mejor todavía. Así que Rectify
la estoy viendo en casa, concretamente en la sección de vídeo gratuita de Ono
Vodafone, tres temporadas completas y parte de la cuarta y última que disfruto
a cuentagotas muriéndome de impaciencia. La emite el canal SundanceTV.
Voy
al meollo, que tengo la mala costumbre de “preambular” en exceso, se ve que me
cuesta decidirme a efectuar el abordaje, os pido disculpas por ello.
Daniel
Holden (Aden Young), fue condenado por violar y asesinar a su novia de dieciséis
años, él tenía 18, y en el corredor de la muerte pasa dos décadas preparándose
para morir en la silla eléctrica. Recluido en una celda blanca y aséptica, de
la que no sale nunca, sobrevive gracias a la lectura de libros y al amigo que
escucha a través de la rejilla, de quien sólo conoce la voz. La literatura
siempre salva. El lenguaje de Daniel inevitablemente es literario, no por
rebuscado sino por hondo, como es lógico no ha podido adquirir el coloquial, el
de las bromas y lugares comunes que refleja el paso del tiempo, la jerga generacional.
En otra de las celdas también está el compañero antagónico, “el malvado” -en
apariencia- para hacer contrapunto, el buen y el mal ladrón como en la imagen
cristiana de la crucifixión. Pero Ray McKinnon,
creador de la serie, encuentra siempre el resquicio para redimir, y es que
todos somos capaces de lo peor y lo mejor, la diferencia está en las decisiones
que tomamos, aunque hay que considerar que no siempre tenemos la posibilidad de
decidir.
A
veces experimentaremos junto al protagonista sensaciones de pérdida de la
realidad por falta de referencias espaciales que hasta nos harán preguntarnos
si el amigo será de verdad o imaginario. El autor redefine el concepto de
soledad, de verdadero aislamiento. Y entretanto a aguantar las terribles,
humillantes e impunes violaciones de rigor y en grupo infligidas por sus
carceleros, ese es el único contacto físico con otro ser humano que Daniel
Holden obtiene, no se puede crear mayor confusión en el alma de un muchacho que
apenas comenzaba a vivir, a despegar de la adolescencia cuando le recluyeron.
En
esos 20 años ha comido solo, no ha visto los cambios de estaciones, ni el del
día o la noche, ni la luna o el sol. Y nosotros los espectadores entendemos al
fin una realidad nunca antes contada, algo que jamás hemos padecido, con lo que
antes no podríamos empatizar, y sentimos que nuestro pequeño mundo se agranda,
que la sensibilidad se expande hacia un conocimiento nuevo, que Ray McKinnon ha
extendido un puente para salvar esa brecha de incomprensión.
Un
buen día, en el exterior, comienza a aplicarse la prueba del ADN y se descubre
que el de Daniel Holden no estaba en el cuerpo de Hanna.
¿Qué
fue lo que pasó en realidad?, ¿por qué se declaró culpable entonces?, ¿cómo se
llevó la investigación por parte del senador, del juez, del sheriff y de las
autoridades de aquel tiempo?, ¿cuántas horas duró el interrogatorio?, ¿se
trataba de atribuirse méritos?, ¿de presentar un escabroso caso resuelto con
rapidez y pericia?, ¿o de descubrir la verdad?
Contado
así podría parecer una serie más de género carcelario, pero nada que ver, ni
nada más lejos. La mirada sutil de Ray McKinnon retrata la ciudad de Paulie
(Georgia) al igual que a los personajes; y lo hace sin prejuicios ni
inclinaciones, pero con nitidez, e intenta comprender, como cuando perdonamos y
amamos a nuestros seres queridos, a nuestro lugar de nacimiento, de crianza, a
nuestro país… pero sin dejar por ello de ser justos a pesar del dolor, de la
presión, de los intereses, de la tendencia a la cobardía. Pero precisamente de la cobardía nace la valentía, porque queramos o no, tarde o
temprano no nos queda otra que enfrentar la vida y los errores cometidos, y en
este caso McKinnon nos coge la barbilla para que no miremos hacia otro lado.
Al
espectador no le importa si Daniel Holden fue culpable o no, aunque haya dudas
razonables, y no le importa porque los delitos prescriben, hasta los más
abyectos, y la penitencia justa o injusta está de sobra pagada con la muerte en
vida que es la peor. Y no hay vuelta atrás que pueda cambiar los hechos ni
recuperar los años de clausura. Por ello la historia se centra en la
dificultosa inserción, Daniel ya no encaja como una pieza más del puzle, el
espacio en el que debería haber evolucionado lo pasó en su celda, y al
principio estorba en todas partes se admita o no, y su presencia es
inquietante. Tampoco, aunque lo intente, puede subir al desván para partir
desde donde lo dejó, desde el radio cassette, o los videojuegos. Tiene 38 años,
fue del instituto a la cárcel, nunca ha trabajado... No es difícil
acostumbrarse al funcionamiento de un cajero automático, a llevar teléfono
móvil, a conducir, a guardar horarios, no, eso se aprende. Lo duro es recuperar
el sentido de pertenencia, mirar desde el exterior la cárcel sin sentirte parte de
ella sin querer volver a tu celda porque lo de fuera es peor: tomar decisiones,
convivir con todo lo que para él es imprevisible; soportar el dolor que la
circunstancia infligió a su familia, sentir, palpar el estigma que todos los
suyos llevan… Por tanto su vuelta es una catarsis obligada para todos. Amantha,
su hermana, a quien le debe la salida gracias a su denodada lucha tras
conseguir para él cinco apelaciones, tampoco sabe qué hacer ahora sin su
cruzada. Sentimientos de Caín y Abel embargan a Teddy (Claine Crawford) el hermanastro
que con su llegada siente que le han usurpado el territorio familiar y laboral
con su mujer incluida, puesto que la delicadeza del cuñado la deslumbra y crea
en su existencia un punto de inflexión. Más tarde veremos la potencia de esa
pareja, sin referencias maternas, formada por Tawney (Adelaide Clemens) y Teddy.
Daniel,
sin pretenderlo, es la criba para que todos ellos dejen lo esencial y eliminen
lo superfluo. Sufriremos con Teddy el dolor de la renuncia, la búsqueda de la
propia identidad, de los verdaderos objetivos, sin refugios ni escondites.
Creíamos conocerle, le habíamos juzgado como conservador y reaccionario, como
fiel representante de los prejuicios sureños, pero nos encontraremos llorando
con él y por él, ya que todos y cada uno de los personajes sin excepción son
hermosos y profundos, porque hasta con
los puramente dañinos como el senador, McKinnon sabe utilizar la justicia
poética.
Daniel
es la piedra de toque que obliga a distinguir la plata y el oro de otros
minerales desechables. En todos y cada uno de los miembros de su familia se va
a producir un balance necesario, una mirada hacia el interior que ponga en
orden, y dé cuentas del pasado de lo vivido, para que la purificación permita
un futuro emocional honesto.
Pero
el autor no se conforma con dejarnos mirar desde la barrera, así que también
nos incluye y busca el tiempo, el ritmo y los tonos para ajustarlos a los
nuestros, para dejarnos respirar, y así nos vemos dentro de las pausas
escuchando los pensamientos, reaccionando a la vez, pensando lo mismo, siendo
ellos, soportando lo que sienten en el tiempo exacto que necesitaríamos para
hacerlo. Y desde el principio somos parte ya que a cada uno de los personajes
les reserva espacios propios, compartimentos estanco, para que nos dé tiempo a
visitarlos, a estar a su lado.
Pero
por mucho que intente explicar, no sirven las palabras.Esta historia hay que
verla. Desde que me he sentado a escribir y compartir mis impresiones tengo la
desagradable sensación de que la desvirtúo. Así que me limitaré a hablar con
pinceladas de los detalles técnicos, diré que los encuadres con los personajes
al lado de ventanas, de puertas…, están ofreciendo los paralelismos del
encarcelamiento. Que la serie contiene todas las pautas para la purificación,
que nos habla de la complejidad de lo simple… Que la iluminación y la banda
sonora crean la atmósfera melancólica de lo que podría haber sido la vida, años
irrecuperables, pero sobre todo diré que Rectify
también habla de redención, de dejar volar aunque duela el despegue, de que a
todos los componentes de esa familia les queda mucha vida que no se contabiliza
en tiempo sino en claridad. Han de aceptar humildemente quienes son sin las
capas, con todo el desgarro que el esfuerzo conlleva. Sólo así llegará finalmente
la esperanza y el esplendor deslizándose con tal suavidad por la pantalla que
hasta el mismo espectador se dará cuenta de repente de que está mirando el mar,
que ya hace rato que el nuevo día le baña e ilumina junto a ellos.
Hay
imágenes imborrables como la de Daniel y su madre sentados frente al océano, es
la primera vez que él lo ve.
Por
afinidad, Janet (J. Smith-Cameron),
en su papel contenido de madre y también de mujer con todo su tumulto interior
me remueve enormemente, ya en la escena en la que van a esperar a Daniel a la
salida de la cárcel y ella permanece expectante como si tuviera que pedirle
permiso para abrazarle nos dice todo sobre la culpa indefinida que sufre, y ese
es uno de los silencios más elocuentes que he visto en cine. Otra de sus
escenas clave se desarrolla cuando recupera los cachivaches que su hijo pródigo
ha tirado a la basura intentando desprenderse de un pasado que ya no le sirve;
posteriormente se producirá la contraria: cuando ella misma decide vender a
través de internet -ayudada por Jarret (Jake
Austin Walker), el hijo menor-
su bicicleta, y otros enseres antiguos. Hay muchos estados de ánimo que se
trasladan a los objetos: Daniel adquiere una cocina de gas para regalársela a
su madre sin captar que hace tiempo que sólo usan electricidad. Es Ted, el
padrastro, quien comparte y comprende el valor de la cocina en sí -no todo lo
moderno es mejor, tampoco le gusta el microondas- y quien también entiende el
gesto de Daniel que intenta colaborar, tener algo que hacer por su familia
aunque sus referencias se hayan quedado anticuadas.
Pasajes
como el del baile con Cloe (Caitlin FitzGerald)
son tan hermosos, que aún a riesgo de reiterarme no me cansaré de decir que
la verdadera belleza no es sólo estética.
En
fin, la han dirigido 18 directores, nunca saldré de mi asombro por cómo
consiguen ensamblarse tantos artistas con voces distintas jugando a favor de
una historia, dándole unidad, respetando el estilo que el autor desea y
conseguir la magia.
La
labor de los actores es imponente, no hay papeles secundarios, ni menores por
poco tiempo que dure su presencia en escena, es una coral que se mueve con
precisión por un perfecto engranaje, y el espectador sabe, con certeza, que
cuando no los ve siguen estando, viviendo ahí, y hasta se preguntas que harán
cuando la cámara pasa por delante de sus casas.
El
sheriff Carl Daggett (J.D. Evermore) por ejemplo, tiene un papel
de apariciones cortas pero de enorme importancia que sin embargo es el pespunte
que va cosiendo la trama, con esa capacidad para transparentar en silencio, o
con su laconismo, todo lo que lleva latente con el caso que hereda y que está
lleno de irregularidades en un lugar en el que todos los vecinos se conocen… A
nadie le gustan los enfrentamientos, pero poco a poco con cada pequeño
descubrimiento vemos cómo se mantiene con prudencia en segundo plano, pero
recabando información y cómo no ya el sentido del deber sino su propia ética,
su propia humanidad le inclinan a abominar de la maloliente injusticia.
El
papel de Amantha (Abigail Spencer) que luchó por su hermano pero
se olvidó de sí misma, tampoco para ella es tarde, su interpretación es
superlativa.
La
fuerza de Tawny convirtiendo su vulnerabilidad en fortaleza, dificilísima
interpretación llena de ambivalencias.
Ted,
el padrastro (Bruce McKinnon): la
contención, la bondad…
Y
como es natural el trabajo de más peso: Daniel Holden (Aden Young). Se me va a desencajar la mandíbula
con tanto asombro, tiene tantísimos registros en ese bellísimo rostro… y de
todos ellos salen brillos porque es tan facetado como un zafiro.
Rectify posee muchas connotaciones espirituales que aunque
probablemente se nutren de la religión en cuanto al imaginario colectivo nada
tienen que ver con ella.
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