Tengo muchos deseos de compartir con vosotros y con mi Club de Lectura las impresiones que me ha suscitado esta bellísima y arriesgada novela.
Tras el clamoroso éxito de Expiación, (extraordinaria epopeya, del mismo autor, que fue adaptada al cine con fidelidad minuciosa y obtuvo muy buena acogida por la crítica y los espectadores y que ya comenté en otra entrada de este blog), McEwan cambia por completo de registro y se atreve a condensarse en un pequeño espacio de intimidad para el que, hasta esta novela, no se habían encontrado las palabras.
Florence y Edward, dos jóvenes de apenas 20 años se conocen en una manifestación en contra de las armas nucleares. Ambos provienen de mundos distintos: ella, urbana y perteneciente a una familia acomodada de clase media alta, con padre de gran éxito en los negocios y madre de prestigiosa docencia en la facultad. Y él, rural y de clase media baja. Su padre es maestro y su madre, tras un inesperado accidente vive sumida en su pequeña nube de creatividad caótica.
En casa de Florence se desayuna yogourt y se degustan comidas exóticas, en la de Edward rara vez se hacen las camas o se limpian los baños.
Ambos mundos confluyen en la universidad, espejismo de territorio igualador. Violinista ella y estudiante de historia él.
Vírgenes e inocentes llegan al matrimonio tras un razonable cortejo de pequeños escarceos amorosos que nunca han culminado en una relación sexual completa.
Estamos en la Inglaterra de 1962. Y de ahí parte la novela.
Todos los segundos, minutos y largas horas que contiene una sola noche, la noche de bodas; toda la tensión, toda la zozobra, transcurren en la habitación de un hotel situado en la playa de Chesil Beach, ése es el escenario. Todo un mundo invisible se concentra para destilarse en un acto fallido.
Lo que allí sucede dibuja la frontera entre un tiempo de reminiscencias todavía victorianas que se acaba frente al nuevo y rompedor que necesariamente adviene.
Como el libro nos anuncia en su contraportada aún no había aparecido el primer LP de los Beatles y “El amante de Lady Chatterley” todavía estaba prohibido.
Decía en renglones anteriores que es un libro muy audaz porque la profundidad a la que bucea para extraer los pensamientos y palabras secretos de un tiempo en el que hablar de intimidad y sexualidad era impensable, choca con la incontinencia verbal, en algunos casos, de hoy; de hecho enseguida se pone de manifiesto la edad de los lectores, y es muy significativo lo lejos que les queda esta historia a los nacidos en los años setenta y ochenta del siglo xx.
El autor es valiente porque hay que tomarle la medida exacta al tono para no caer por la pendiente de comicidad con la que en aquellos años se paliaba en España, sin ir más lejos, el desconocimiento, la inexperiencia y falta de comunicación que aterrorizaron a más de una novia, que por decreto ley y en una sola noche había de pasar de casta y pura a tener licencia para todo lo que anteriormente se le había vendido como indecencia. Pero en todos esos chistes gruesos y anecdóticos se mencionaban los hechos, pero nunca los sentimientos, pensamientos y consecuencias futuras de esas parejas de cuerpos sin confianza.
Al igual que en Expiación en Chesil Beach hay constantes alrededor de las que giran nubes oscuras: como la madre ausente por las migrañas y al mismo tiempo tan presente, o como la insinuación de abuso que como una sombra se cierne en ambas novelas para dar atisbos de explicación: esos “quizá” que el autor le deja al lector por si quiere recogerlos, pero que nunca suponen una salida clara y justificadora. Así la frigidez puntual de Florence, no tiene por qué ser necesariamente atribuible a una patología basada en el trauma. Sería una solución sencilla que el autor no quiere, por eso lo deja en velada añadidura, y ya se ocupa muy bien McEwan de abrirnos el abanico de complejidad con todos sus ingredientes, y le da la palabra a Edward para que sea él, el propio protagonista, pasados los años el que nos diga con sus pensamientos que habría sido fácil resolver de haber sabido:
“Ahora, por supuesto, veía que la propuesta retraída de Florence era totalmente intrascendente. Lo único que ella había necesitado era la certeza de que él la amaba y la tranquilidad de que él le hubiera dicho que no había prisa porque tenían toda la vida por delante. Con amor y paciencia -ojalá hubiera él tenido las dos cosas a un tiempo- sin duda los dos habrían salido adelante”.
La novela está escrita con una maestría inusitada en clave de contrapunto, con todas las evocaciones que en forma de melodía nos van dando cuenta de las vidas de los protagonistas y de sus leit motiv, dejándonos un regusto de ternura y conmiseración por ellos y por tantos amores truncados por cadenas invisibles, por falta de pericia, por cerrazón impuesta… que más adelante mirarían con envidia la apertura de candados de la generación posterior.
Esperemos que el mal uso de la libertad conquistada no dé como resultado el efecto contrario: que bajo el sexo libre se enmascare el miedo al compromiso y que los cuerpos técnicamente experimentados no se conviertan en un muro infranqueable que no deje paso hacia el alma.
Y es que como el autor nos indica, nunca fue fácil mostrar la intimidad.
Tengo muchas ganas de ver a mis compañeros para que me regalen sus opiniones.
Comenzamos la temporada con Chesil Beach, de Ian McEwan, seguiremos con El viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda, y ya con los motores calientes nos adentraremos en Nasmiya, de Adelaida García Morales para explorar cómo afronta los celos y la poligamia una occidental convertida en musulmana.
Si te animas… la propuesta es atractiva.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro
Pili Zori
Tras el clamoroso éxito de Expiación, (extraordinaria epopeya, del mismo autor, que fue adaptada al cine con fidelidad minuciosa y obtuvo muy buena acogida por la crítica y los espectadores y que ya comenté en otra entrada de este blog), McEwan cambia por completo de registro y se atreve a condensarse en un pequeño espacio de intimidad para el que, hasta esta novela, no se habían encontrado las palabras.
Florence y Edward, dos jóvenes de apenas 20 años se conocen en una manifestación en contra de las armas nucleares. Ambos provienen de mundos distintos: ella, urbana y perteneciente a una familia acomodada de clase media alta, con padre de gran éxito en los negocios y madre de prestigiosa docencia en la facultad. Y él, rural y de clase media baja. Su padre es maestro y su madre, tras un inesperado accidente vive sumida en su pequeña nube de creatividad caótica.
En casa de Florence se desayuna yogourt y se degustan comidas exóticas, en la de Edward rara vez se hacen las camas o se limpian los baños.
Ambos mundos confluyen en la universidad, espejismo de territorio igualador. Violinista ella y estudiante de historia él.
Vírgenes e inocentes llegan al matrimonio tras un razonable cortejo de pequeños escarceos amorosos que nunca han culminado en una relación sexual completa.
Estamos en la Inglaterra de 1962. Y de ahí parte la novela.
Todos los segundos, minutos y largas horas que contiene una sola noche, la noche de bodas; toda la tensión, toda la zozobra, transcurren en la habitación de un hotel situado en la playa de Chesil Beach, ése es el escenario. Todo un mundo invisible se concentra para destilarse en un acto fallido.
Lo que allí sucede dibuja la frontera entre un tiempo de reminiscencias todavía victorianas que se acaba frente al nuevo y rompedor que necesariamente adviene.
Como el libro nos anuncia en su contraportada aún no había aparecido el primer LP de los Beatles y “El amante de Lady Chatterley” todavía estaba prohibido.
Decía en renglones anteriores que es un libro muy audaz porque la profundidad a la que bucea para extraer los pensamientos y palabras secretos de un tiempo en el que hablar de intimidad y sexualidad era impensable, choca con la incontinencia verbal, en algunos casos, de hoy; de hecho enseguida se pone de manifiesto la edad de los lectores, y es muy significativo lo lejos que les queda esta historia a los nacidos en los años setenta y ochenta del siglo xx.
El autor es valiente porque hay que tomarle la medida exacta al tono para no caer por la pendiente de comicidad con la que en aquellos años se paliaba en España, sin ir más lejos, el desconocimiento, la inexperiencia y falta de comunicación que aterrorizaron a más de una novia, que por decreto ley y en una sola noche había de pasar de casta y pura a tener licencia para todo lo que anteriormente se le había vendido como indecencia. Pero en todos esos chistes gruesos y anecdóticos se mencionaban los hechos, pero nunca los sentimientos, pensamientos y consecuencias futuras de esas parejas de cuerpos sin confianza.
Al igual que en Expiación en Chesil Beach hay constantes alrededor de las que giran nubes oscuras: como la madre ausente por las migrañas y al mismo tiempo tan presente, o como la insinuación de abuso que como una sombra se cierne en ambas novelas para dar atisbos de explicación: esos “quizá” que el autor le deja al lector por si quiere recogerlos, pero que nunca suponen una salida clara y justificadora. Así la frigidez puntual de Florence, no tiene por qué ser necesariamente atribuible a una patología basada en el trauma. Sería una solución sencilla que el autor no quiere, por eso lo deja en velada añadidura, y ya se ocupa muy bien McEwan de abrirnos el abanico de complejidad con todos sus ingredientes, y le da la palabra a Edward para que sea él, el propio protagonista, pasados los años el que nos diga con sus pensamientos que habría sido fácil resolver de haber sabido:
“Ahora, por supuesto, veía que la propuesta retraída de Florence era totalmente intrascendente. Lo único que ella había necesitado era la certeza de que él la amaba y la tranquilidad de que él le hubiera dicho que no había prisa porque tenían toda la vida por delante. Con amor y paciencia -ojalá hubiera él tenido las dos cosas a un tiempo- sin duda los dos habrían salido adelante”.
La novela está escrita con una maestría inusitada en clave de contrapunto, con todas las evocaciones que en forma de melodía nos van dando cuenta de las vidas de los protagonistas y de sus leit motiv, dejándonos un regusto de ternura y conmiseración por ellos y por tantos amores truncados por cadenas invisibles, por falta de pericia, por cerrazón impuesta… que más adelante mirarían con envidia la apertura de candados de la generación posterior.
Esperemos que el mal uso de la libertad conquistada no dé como resultado el efecto contrario: que bajo el sexo libre se enmascare el miedo al compromiso y que los cuerpos técnicamente experimentados no se conviertan en un muro infranqueable que no deje paso hacia el alma.
Y es que como el autor nos indica, nunca fue fácil mostrar la intimidad.
Tengo muchas ganas de ver a mis compañeros para que me regalen sus opiniones.
Comenzamos la temporada con Chesil Beach, de Ian McEwan, seguiremos con El viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda, y ya con los motores calientes nos adentraremos en Nasmiya, de Adelaida García Morales para explorar cómo afronta los celos y la poligamia una occidental convertida en musulmana.
Si te animas… la propuesta es atractiva.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro
Pili Zori
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