"Los muertos, los vivos", de BEATRIZ OLIVENZA

Acabo de cerrar esta extraordinaria novela de la escritora Beatriz Olivenza. Y subrayo el concepto de novela porque aunque la contraportada nos indique que se trata de nueve relatos yo los veo como episodios distintos que sin embargo guardan unidad, la unidad no proviene de los protagonistas, que son diferentes para cada episodio, sino del espacio en el que  se desarrolla lo que les ocurre.
Los muertos, los vivos” transcurre en dicho espacio ´surreal´ en el que vivos y muertos conviven. La autora nos dice, dentro de su novela, que no hay frontera y que estamos todos juntos, que no existen dos lados, y que en ocasiones nos vemos los unos a los ‘otros’. Y nos lo dice sin güija y sin adornarlo con los sobresaltos y aspavientos fantasmales a los que nos ha acostumbrado el cine. Los protagonistas de esta narración no poseen poderes sobrenaturales, no sirven de intermediarios ante litigios sin resolver, ni han de acompañar a nadie hasta la luz, simplemente aceptan a los ´otros´ sin necesidad de ser comprendidos por quienes no los ven.
La hermosa composición de Olivenza está expuesta en tres grupos de tres y colocada en un orden aparentemente ´invertido´: comienza por i. “Vejez” y es más que posible que fuera de la novela también ése sea el inicio. En “Vejez” están los capítulos “Reunidos”, “Un pupitre al fondo del aula” y “Acompañantes”.
El segundo grupo pertenece a ii. “Madurez” que contiene “Ángulo muerto”, “El hombre de piedra” y “Érase un niño que jugaba”.
Y por último llegamos al iii. “Infancia” con “Sueños simétricos”, “Olvido tras el cristal” y “Hay alguien en la habitación del niño”.
En “Ángulo muerto” –y precisamente por ese resquicio- he creído encontrarla a ella, a la autora, entregándonos su leitmotiv, y en este capítulo he hallado el latido. Para mí el corazón de la novela está ahí: durante un momento la delicada y discreta escritora se sale del ángulo muerto para dejarse ver trasfundiendo así su sangre y embelleciendo su literatura con la generosidad de sus préstamos personales para que ésta bombee (no importa si el lector hace o no estos descubrimientos, lo que sí importa es que la novela los lleve, los contenga, que en ella se haya quedado esa sangre y esa piel, porque si no, no hay entrega y lo escrito no trasciende).
“Era mi turno; el del hombre que nunca hablaba de sí mismo”.
En renglones posteriores el personaje nos dice:
“-No sé qué edad tenía cuando descubrí que a la gente que quiero se la tiene que tragar la tierra. ¿Dos, tres añitos?”
Y más adelante afirma: “-Ese día empezó mi condena”.
Nos habla del miedo a las noticias que trae el teléfono –el teléfono… y la voz al otro lado- ese objeto simbólico e inquietante que desencadena cambios drásticos aparece también en “La voz de los extraños”.

“…No os riáis”, -exclama el personaje en esa reunión en la que todos los presentes están confesando sus temores- “ese miedo me lo causan unos instantes, apenas un segundo; ese segundo en el que el coche que adelanta al mío desaparece en mi espejo retrovisor y, antes de aparecer junto a mí se refugia en el ángulo muerto”.
Al lector le aguarda una sorpresa, que no desvelo, por la cual ese ángulo muerto cobra tanta fuerza y adquiere significados que dan para grandes e interesantes debates.
“…Claudio soltó un bufido de hombre lógico carente de imaginación. Rubén se reía y decía: -Ya está aquí el escritor, ya está aquí el escritor”.
Me encanta esa reivindicación implícita en la frase “hombre lógico carente de imaginación”. La carencia de imaginación suele oponerse, por desgracia, a las evidencias sutiles, y ganarles injustamente la batalla, lástima teniendo en cuenta que es la imaginación la que conduce al descubrimiento, imaginar no es mentir, como tampoco lo es inventar, o si no que se lo digan a Édison.
Beatriz Olivenza además de escribir se dedica a la enseñanza vocacional y en ella a la etapa de la pubertad, uno de los umbrales más cruciales de nuestras vidas. A sus chicos, cada año distintos, les entrega su valiosa arma: el lenguaje, y como eficiente samurái les enseña a usarlo. El respeto profundo que siente por niños y adolescentes, y la conexión anímica que mantiene con ellos, se trasluce en las dos novelas que de ella he leído. Además es actriz y también pinta y la unión de todas esas expresiones y disciplinas se vierte con riqueza en su narrativa.

Si observáis atentamente su escritura encontraréis en ella alguna de sus constantes como la de la pasión que por el arte tienen algunos de sus protagonistas, obsesión que les arrastra y no deja espacio, cuando los elige, para otros amores. En “La voz de los extraños” asistiréis a cómo un hombre gris en apariencia despierta a la pintura por emulación y por ferviente deseo de impostura. Quiere convertirse, a toda costa y sin saberlo, en ese padre pintor que la niña aún no sabe que ha perdido, veremos cómo es capaz de desprenderse de todos los muebles, enseres y hasta tabiques que ´sostenían´ su vida para dejarle espacio a sus nuevas pinturas, el arte cobra aquí el valor de denodada búsqueda, la búsqueda de la belleza que ponga orden y armonía en sus vidas y halle las piezas que faltan. Como veis  las razones lúdicas tienen poco que ver en este asunto.
De igual modo en “Los muertos, los vivos” otro personaje renunciará a su propia boda por recuperar los juguetes y cochecitos antiguos, -auténticas obras de arte contemporáneo- que el hijo de su novia ha destrozado y que él había conseguido, cuidado y conservado con mimo durante toda su vida. El hombre no sabe a qué obedece esa obcecación que le hace eliminar finalmente lo que el resto del mundo considera imprescindible para vivir. El espacio que lo convencional ocupaba queda libre ahora para esos niños de distintas décadas que juegan felices por los pasillos y las habitaciones de su casa con los juguetes que a cada uno les corresponden y que para ellos no son antigüedades… En ese momento el lector comprende el significado que el protagonista da a su colección: busca en el pasado para devolverles su presente.

Os contaría muchas cosas sobre Beatriz Olivenza y su obra, porque todas ellas están condensadas en sus páginas y sobre todo, os hablaría de lo que asoma por debajo y por encima de lo escrito: gérmenes de otras novelas e incipientes protagonistas que con sus burlones espíritus saltan de un libro a otro para buscar sitio y desarrollarse más, mientras ella prepara con denuedo espacios y huecos nuevos que den cobijo y hospitalidad a todos los personajes que bullen en su imaginación prolífica.
Cuando la conocí acababa de leer “La voz de los extraños”, yo ya estaba en el restaurante cuando ella entró por la puerta y en su rostro se superpuso la carita de la pequeña protagonista, que tan bien había descrito en la novela. Supe de inmediato, pero de forma inconsciente, que ese semblante era el suyo, el de la niña que lleva debajo, ese día se le salió durante un buen rato y ocupó su cara para mostrase un poquito, como en el retrato inacabado que aparece en la novela, en el que se escondían abuela, madre y niña (no he leído su trabajo “Lo que esconde el cuadro” pero a estas alturas creo que para el lector habrá quedado claro que los libros de Beatriz andan cosidos entre sí, aunque sean distintos, como corresponde a la Buena Obra de un Buen Autor). Retomo, que no quiero dispersarme, como os decía, sólo obtuve esa certeza horas más tarde cuando volví a ver la imagen quieta en el recuerdo reciente y la invoqué varias veces, sin embargo mientras en el restaurante sucedía el pequeño eclipse de superposición de rostros tuve esa sensación equívoca de que la conocía de algo pero no sabía de qué. Después, tras el esfuerzo, la niña volvió a esconderse bajo el rostro adulto cerrando puertas con el hermetismo coqueto de la timidez, pero a pesar del excluyente repliegue y de unos cuantos instantes incómodos, por la apenas perceptible pérdida de la proximidad, seguí escuchando su risa y su alegría que me llegaba desde detrás de la puerta de ese armario, igual que en la habitación de Miguel, se escuchaba la risilla de otro de los habitantes okupa de “Los muertos, los vivos”. Los escritores tenemos radar ultrasónico, ¿cómo si no podríamos escribir?
Beatriz Olivenza es de esas escritoras que te hacen robarle horas al sueño, y que desde la primera a la última página impide que te crezcan las uñas. “Los muertos, los vivos” es un maravilloso deseo, y no hay deseo de amor más grande que el de querer prolongarle la vida a los demás.
Beatriz Olivenza busca la Belleza y la alcanza con su prosa.
Así que desde aquí y con su permiso, os invito a descubrirla. El precioso y cuidado estuche que contiene este regalo lo ha realizado la editorial Torremozas y corresponde a su colección ETC 
Un abrazo y hasta el próximo encuentro
Pili Zori

"De mar y de muerte", de ÁLVARO OTERO

Entre los regalos que me han traído las navidades, me he encontrado con estos dos tesoros:De mar y de muerte” de Álvaro Otero y “Los muertos, los vivos” de Beatriz Olivenza.
Dos autores de enorme talento por los que siento un orgullo añadido, aunque ambos habían  publicado y ganado con anterioridad sendos galardones yo los hago más propios, más nuestros, porque obtuvieron, el de aquí, el premio de narrativa de Guadalajara: Álvaro Otero con su novela “El esplendor” y Beatriz Olivenza con la suya más reciente “La voz de los extraños”.
Comenzaré por “De mar y de muerte” de Álvaro –de “El esplendor” ya dejé comentario en este mismo blog- y en la próxima entrega hablaré de “Los muertos los vivos”, de Beatriz.
De mar y de muerte” ha sido una experiencia apabullante. Recupero el aliento y comienzo sabiendo que debería leerlo de nuevo ya sin estar en vilo y sin la dolorosa tenaza en el estómago, y que una segunda lectura, sin duda, enriquecería esta entrada, pero me apetece compartir las primeras impresiones aquí, sin reposarlas aún, porque son quizá las que percibes a través de los sentidos, del sentimiento y la emoción. Después dejaré que la novela me acompañe en el tiempo y produzca sus efectos tras una reflexión más pausada.
Pero ahora me acabo de bajar del Borna, el hermoso barco de recreo con “inquebrantable” panza de acero y “robusto” mástil de abeto, la ilusión que hizo revivir a Taquio tras una dura convalecencia anímica y física, y por contagio y afinidad también a su amigo Álvaro. Revivir, pobre Taquio, qué contrasentido conociendo su triste final.
Taquio, fotógrafo, y Álvaro, periodista y escritor, se disponen a pasar un largo y mágico fin de semana navegando tras largos meses de preparación y ensueño, pero a última hora se añaden, Marta Werner, (afamada arquitecta y cliente asidua de Taquio que a menudo le fotografía sus maquetas y proyectos) y su “flamante” novio Marcos Valcarce, nieto e hijo de abogados que dirige con eficacia de tiburón el heredado bufete.
Hermosa, provocativa, guerrera y procaz como una walkiria segura de sí misma por su físico de sirena y por su poderío de clase, ‘la Werner’ pondrá en jaque hormonal a los tres compañeros de viaje, la distracción y otros imponderables nos recordarán a que alto precio se cobra el océano las faltas de respeto.
De nuevo aparece en la escritura de Álvaro Otero el deseo del protagonista por la novia pija de otro y las distancias entre la clase media y la alta. Desde las primeras páginas se establece la diferencia entre el amor por la navegación representado por Álvaro y Taquio y la indumentaria absurda de los pijos que se plantean navegar por ostentación representada por Marcos. 
Pero antes de subirme al Borna me había bajado del carguero liberiano en cuyas oscuras tripas repletas de lujosos troncos de madera de caoba se agazapaban cinco polizones, jóvenes pasajeros africanos, bellos como Adonis, llenos de esperanza hacia la prosperidad europea y alcanzados por el dardo de las hermosas nbruni (así llaman a los blancos) de piel transparente y ojos de un azul imposible.
Estos dos barcos zarpan en años distintos, pero el autor, con maestría, consigue que durante muchas páginas el lector sienta que navegan a la vez como en planos superpuestos, así con ese paralelismo obtiene los contrastes: la oscuridad del vientre del carguero con los africanos por un lado, y  la soleada cubierta del Borna rodeada de azul con su ocioso pasaje por otro. El contexto y el concepto están servidos: Los dos mundos, pobreza y opulencia colocados en un espacio de agua que se rige por otras normas, sólo la caída del enhiesto y orgulloso mástil de abeto simbolizará el derribo de la frágil frontera que los separaba, sin teléfono móvil, sin emisora, sin comida y a la deriva, qué otra cosa nos queda sino ser náufragos.
Otero va intercalando las historias de Sam -el único superviviente de los polizones- y las de Marta sin que el lector sepa todavía que en un momento del pasado sus vidas se cruzaron. Ese secreto que se conserva latente hasta casi el final de la novela fue un detonante interno que Marta se llevará hasta el Borna en un recóndito pliegue de odio contra Marcos, su novio. Tras una larga conversación entre Marta y Álvaro fragmentada en varias noches de guardia en la cubierta del Borna, el lector, al igual que Álvaro, no pondrá en duda la veracidad de la versión que tan malparado deja a Marcos, pero falta un dato que sólo Sito conoce, -Sito es el compañero de hospital que ayuda incondicionalmente a Sam cuando éste es desembarcado en estado muy grave y el personaje enlace que conoce y guarda para la última página una clave importante- el lector, al descubrir esa omisión crucial en el último momento, no redimirá a Marcos, pero sí especulará sobre si dicho odio debería dirigirlo Marta contra sí misma y su cobarde y acomodaticio corazón, porque el conocimiento de ese dato marcará la fina línea que separa lo digno de lo indigno que nada tiene que ver con lo legal o lo ilegal, y una vez desvelado ese importante detalle, que Álvaro sea o no inducido al asesinato pierde por completo la relevancia dado el contexto y la situación, pero sí se vuelve, para el lector, sin embargo un boomerang contra ella. Si Marta había conmovido a quien lee, en ese primer contacto que mantiene con Sam en la intimidad de su estudio mostrándose verdadera ante él, cuando más adelante se entera de lo que calla y de cómo manipula se defrauda. Aquí en el centro decimos que no se puede querer ‘chocolomo’ cuando alguien te pregunta para que elijas entre chocolate y lomo: ¿Qué quieres chocolate o lomo? o ‘chocotajas’ por chocolate o tajadas.
He padecido mucho sumida en la contradicción corporativa de querer defender lo indefendible con respecto a las mujeres de esta novela, a las que el autor pone nombre, Yoya, Susana, Estela… seguro que para particularizar en ellas, caprichosas niñas bien de familia acomodada, la nueva crème, y no en otras. Y de vez en cuando caía en la injusta tentación de acusar al escritor de misoginia, pero dicha tentación al llegar a la punta de mi lengua se volvía de inmediato hacia mi garganta para ser tragada como un sapo porque el poder económico paradójicamente no es sexista y en “De mar y de muerte” las preciosas e idealizadas nbrunis (de entre las que Sam habría escogido esposa cuando en la adolescencia soñaba con ellas en su pequeña barca sobre el Volta) tiran de monedero para el comercio sexual y el posterior desprecio con la misma eficacia y displicencia que los hombres. Quienes leen asisten estupefactos al intercambio de información sexual clandestina entre madre e hija, ambas se “benefician” al superdotado ‘mandingo’ y después lo hará el grupito de amigas, eso sí, insistiendo en el secretismo y pactando el nuevo encuentro tras volver de la India habiendo colaborado con una oenegé y a continuación irse a las Maldivas para quitarse el stress de tanta miseria, -y es que cuando Álvaro Otero acentúa, rotula y aprieta la tilde con contundencia para que no queden dudas- :”¿Hablarle sobre África, sobre Ghana?,-piensa Sam cuando Marta le pregunta- ¿describirle los atardeceres sobre el Volta, las calles embarradas de Kpong durante la época de lluvias, el olor de las alcantarillas al aire? A los nbruni no les interesaba eso, sino los paisajes bonitos, los animales exóticos, los rituales misteriosos, las áfricas de documental en horas de siesta”.       
Otero coge a un inmigrante centra la historia en él y la despoja de toda abstracción. Concreta en un ser humano y nos dice todo lo que le sucede y como le afecta y como lo siente. Lo hace en singular particularizando, nos entrega el proceso y nos da los nombres de sus amigos, uno por uno, y los lugares de dónde provienen para que en ningún momento caigamos en la tentación de generalizar, para crear conciencia.
Lloré junto a Sam en la escena en la que el muchacho se derrumba cuando llama por teléfono a su padre, cuando de pronto es consciente de cómo está siendo utilizado, y de que ‘eso’ tiene un nombre, cuando le es arrebatado hasta el mérito de haber conseguido el trabajo de vendedor de enciclopedias por sí mismo, cuando escupen a su paso, cuando le roban la inocencia… y aún así desea tener una mujer a su lado a quien amar y a quien poder contárselo. Claro que lloré, lloré mucho por Sam. Y es que el escritor nos habla de varias clases de antropofagia y yo no sabría escoger la peor.
Durante toda la lectura he estado recordando otra novela que también me afectó mucho, “La velocidad de la luz”, de Javier Cercás, (podéis encontrar el comentario en este blog). En ambos libros los escritores nos invitan no a asomarnos sino a tirarnos de cabeza en el abismo porque sólo así podremos recibir la experiencia de algo que con suerte no viviremos, en “La velocidad de la luz” experimentábamos el horror de la guerra, una guerra moderna, la del Vietnam, y de cómo ya no vuelves a ser el mismo después de lo que con tu miedo has hecho. Con “De mar y de muerte” Otero nos aproxima al degradante proceso de inanición y a la necesidad de comerte a un semejante, pero no se conforma con que te comas a alguien que ha muerto, ¡lo que muestra es a alguien que mata a otro ser humano para después comérselo!, habla de la muerte sin gloria y de sobrevivir con culpa, de todos los espeluznantes secretos que el mar con su efecto borrador esconde, secretos a los que no tiene acceso un forense y para que lo entendamos lo ilustra con ejemplos como el de aquel pobre hombre muerto de enfermedad pulmonar tan parecida al ahogamiento y arrojado al mar por los alemanes para que apareciera en la costa española, con documentación falsa.
A bordo del Borna sentiremos al principio las civilizadas fragancias del perfume, de las cremas bronceadoras, del buen rioja, de las comidas deliciosas… para pasar gradualmente al aliento fétido, a la carne cruda y descompuesta, y a la vida y a la muerte echadas a suertes.
No sé qué motivos llevaron a Otero a asomarse al mismísimo borde del remolino exponiéndose a ser engullido, tal vez todos tengamos nuestro particular Maelstrom y debamos conjurarlo, tal vez no sólo el fuego defina el infierno, los hombres de mar como él deben saberlo. Pero como os decía coincide con Javier Cercás en incluirse en el relato prestándole al personaje en la ficción su propio nombre y oficio. Ambos, Cercás y Otero, son periodistas y escritores y creo que los dos lo hacen por honestidad, una clase de honradez que no necesita explicarse, es la de la implicación, la del compromiso. Todos somos capaces de lo mejor y lo peor, saberlo y anticiparnos nos proporciona el antídoto.

En cuanto a los subtemas el libro plantea muchos y muy interesantes. Debates como el de por qué se sigue con alguien si no se le ama, como en el caso de Marta y Marcos, o el de por qué no te retiras de alguien que no te ama, como en el caso de Marcos y Marta. La novela habla del clasismo y sus ataduras, de la doble moral. De que no hay racismo si hay dinero a no ser que la pobreza sea en sí misma una raza, lo digo con ironía, claro. Habla de la solidaridad entre pobres y pone en cuestión de manera muy clara nuestra forma de vida occidental, la soledad y el miedo que hay tras las puertas que se abren para escuchar o rechazar al hermoso joven negro que vende enciclopedias. ¿Qué estamos haciendo con nuestra forma de relacionarnos?, ¿cuáles son nuestras cárceles?, ¿y por qué no sabemos salir de ellas?
En fin, espero no estar cayendo en lugares comunes porque el autor no lo hace. La novela de Álvaro Otero da para muchas conversaciones transformadoras y de eso va la literatura, que si lo es de verdad nos trasforma. José María de Pereda dijo que “La experiencia no es lo vivido sino lo reflexionado”.
De mar y de muerte” me ha gustado muchísimo, la prosa de este escritor es magnífica, su voz y su estilo son nuevos aunque emerjan de sedimentos clásicos, me interesan los temas que elige y desde dónde los enfoca y a qué profundidad los lleva.
Sé que este rincón en el que hablo es pequeño y que no tiene altavoces, pero me gustaría convertirlo en un referente de independencia que disipase la ceguera del  gran trust editorial y la de toda la parafernalia que le orbita, porque aunque parezca que sus empresas van por separado en realidad todas están cosidas con el mismo pespunte. No sé quien les ha dado esos aires de púlpito que se atribuyen situándose por encima del trabajo ajeno que en la mayoría de los casos no entienden y  jamás realizarán.
 Y dicho lo anterior y sin menoscabar las alabanzas ahora me gustaría hacer un par de observaciones:
1ª. A lo largo de la novela se van intercalando los informes sobre muerte por inanición que el Dr. Concheiro, -médico forense- le entrega a Álvaro Otero. Como el escritor real y el ficticio tienen el mismo nombre no me quedó claro cuándo se produjo el encuentro con el médico, ni si dicho encuentro sucedió dentro de la novela o fuera de ella.

Concluí que todo pertenecía a la ficción y que Álvaro, el personaje, decide escribir lo ocurrido en el Borna mucho tiempo después de la tragedia y que es entonces cuando se pone en contacto con el doctor –también personaje de ficción- para entender a posteriori lo que allí sucedió. Porque no tendría sentido que el autor parase en medio del relato para hacer un inciso y decirnos en un aparte: “Como quería escribir una novela sobre náufragos y sobre muerte por inanición me fui a ver a un forense para que me proporcionase documentación sobre el tema” y a continuación seguir con la escena en donde la había dejado. Claro que también –me dije-  es una forma de no anunciar desde el principio de qué va la novela pero sí de ir dejando pistas y rastros a lo largo de ella para que luego todo nos cuadre.

Pero a pesar de los pesares a veces me parecía que después de muchas páginas estaba leyendo los preliminares, y no me cuadraba que el escritor metiera dentro lo que era de fuera, es decir, lo que se cuenta en el prólogo o en el epílogo o en los agradecimientos, pero que no pertenece a la ficción aunque sirva para crearla, y sentía que la realidad se colaba en mi lectura y me sacaba bruscamente del universo de la novela como una injerencia, (también me sucedió lo mismo con “La velocidad de la luz” como ya he dicho, a lo mejor es un recurso que desconozco y que le concede una mayor veracidad a la historia). Sobra decir que estoy compartiendo, como en el club de lectura, mis sensaciones, no sacando defectos puesto que la novela no los tiene. Tampoco la de Cercás los tenía. De cualquier modo con la literatura hay que ser abiertos y las leyes que la rigen son otras que nada tienen que ver con adaptarse a los patrones conocidos. Un zapato puede ser de punta afilada o redonda, de cordones o de hebillas pero lo que tiene que albergar es un pie. No sé si el ejemplo es peregrino. 

Lo cierto es que al margen de mis entendederas más claras o más espesas, las escenas que a continuación de los informes se suceden cobran una fuerza tremebunda, la imagen de la muerte del delfín sabiendo como sé el sentimiento protector que el autor –el de la vida real- tiene por estos maravillosos mamíferos me produjo un gran dolor, aún tengo en los oídos los gritos de la madre enloquecida tras la estela de la sangre de su hijo… Tampoco puedo sacarme de la cabeza el depredador rostro de Marta embadurnado con la sangre del delfín.
 A veces el mucho amor hace que te aproximes peligrosamente a lo que serías capaz de hacer incluso con los seres más queridos y lo experimentes en tu imaginación para así recordarte que debes evitarlo. Supongo que ese es el exorcismo que se planteó Álvaro al escribirlo, el mismo que se impuso Javier Cercás.

2ª. La otra  observación pertenece al terreno de la forma, enseguida os lo explico, imagino que es cosa de la editorial, a veces por ahorrar papel, e incluso los propios escritores, para que nos entre el número de páginas en las bases de los concursos eliminamos espacios en blanco que son absolutamente necesarios para diferenciar las entradas y salidas de las distintas escenas… En esta novela en concreto, a mi parecer, son muy necesarios esos renglones en blanco porque toda ella está construida con flashback, es decir saltos hacia atrás en el tiempo, y en flashforward, saltos hacia delante, pero bueno, el lector se adapta y lo pilla perfectamente. Si me fijo en detalles como esos es porque como lectora soy un poco maniática y tiquismiquis aunque más me valdría callarme porque luego en mis libros, como escritora meto la gamba setenta veces siete y tengo descuidos imperdonables incluso de los ortográficos que dan tanto calambre y tanto yuyu a los comités de lectura a los que yo misma pertenezco, aprendizaje y curas de humildad que nos hace la literatura al mismo tiempo, supongo, para bajarnos de la nube o para quitarnos los humos.
En cualquier caso la edición de “De mar y de muerte” es preciosa. El rótulo con el título y el autor es azul como el mar y el mar sin embargo está en blanco y negro, en la esquina derecha de la portada aparece la cubierta de un barco, en ella yace una chica. Hay que dar valor a los artistas –en este caso un fotógrafo - que tras la obra leída saben concretar, resumir e insinuar con otro lenguaje lo que bajo la tapa de ese cofre te vas a encontrar. Los libros son hermosos objetos de deseo que durante muchos días acaricias y sostienes en el hueco de las manos. El ejemplar que yo tengo fue editado por Ellago Ediciones.   
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili Zori




"La sombra del ciprés es alargada", de MIGUEL DELIBES

Acabo de terminar de releer “La sombra del ciprés es alargada”, aunque creía que la estaba leyendo por primera vez. Mi caprichosa memoria hace y deshace sin que yo se lo pida y luego no encuentro los cajones donde me guarda las cosas, el caso es que debe seguir un criterio lógico y acertado que yo no entiendo, porque la recordaba no por el título sino por unas poderosas imágenes de gran fuerza erótica: un joven absolutamente obnubilado por los brazos desnudos de una muchacha aferrada a una barandilla frente al mar, recordaba como he dicho la descripción del sugerente movimiento de esos brazos cremosos y de esas manos con un destello de brillante en el anular izquierdo. (Tenía yo dieciséis años y estaba empezando a salir con el chico que todavía me acompaña en la vida, mis padres no dejaron que me quedase en casa, aunque Joan Manuel Serrat ya cantase eso de “...poco antes de que den las diez.” Se empeñaron en llevarme con ellos de vacaciones, seguro que más por la presión del qué dirán -que era el flagelo martirizador de entonces- que por falta de confianza en mí. Así que con la impertinencia propia del egoísmo adolescente les hice la vida imposible durante los quince o veinte días de asueto que en raras ocasiones se podían permitir. Mi puñetera memoria me guarda estos recuerdos en los cajones que están más a la vista para que no me olvide de seguir purgándolos y lo hago de buena gana por si aún tengo la suerte de que sirva el arrepentimiento como goma de borrar para enmendar el pasado. Al año siguiente mis padres nos llevaron a los dos a Galicia, mi madre durmió conmigo, mi padre con él; sólo ahora imagino las conversaciones de trastienda antes de decidir, sólo ahora y recordando el contexto, 1972, puedo apreciar la extraordinaria madera de la que estaban hechos. La chica de la recepción quiso alisarme el ceñudo frunce y me prestó “La sombra del ciprés es alargada” y bajo su sombra me apacigüé pasando olímpicamente de interesarme por como estaría siendo la experiencia de mi madre y de mi padre en un hotel con piscina. Al volver a tener esta extraordinaria novela entre mis manos he comprendido perfectamente por qué mi memoria indómita me guardó ese recuerdo en el cajón de los íntimos secretos: los brazos son los que abrazan y aunque sea costumbre describir el deseo de otra forma, en realidad siempre comienza por ellos y hacía muy poco que a mí me cobijaban los inseguros y aún incrédulos de mi enamorado.
Después me compraría “El príncipe destronado” y “La guerra de nuestros antepasados” como si fueran los primeros que leía de él, Miguel Delibes, con ese orgullo de comenzar a tener mis propios libros y no sólo los de mi padre, pero estaba claro que mi memoria detectaba la injusticia: recordar “La sombra del ciprés es alargada” sólo por esos pasajes habría sido imperdonable.

Leer ahora esta primera novela de Delibes produce un profundo escalofrío, en ella ya estaba el germen de todas las demás, -hasta “Mi idolatrado hijo Sisí” se asoma-, pero lo que resulta más impactante todavía es el presagio de su futuro, en “La sombra…” quedó escrita lo que más tarde el señor Delibes sentiría y sufriría en la realidad de su vida.
Ángeles Castro, la esposa del autor fue su inspiración, al igual que Jane, la de Pedro lo es en la novela. De hecho “La sombra del Ciprés…” la comienza recién casado y alentado por su mujer. En el relato Jane muere atropellada cuando está saludando a Pedro desde el muelle, hace meses que no se ven, las cartas han llevado la noticia del hijo que esperan y Pedro vuelve con un destino en tierra y una preciosa casa que ha decorado para su mujer. Páginas más adelante veremos cómo se coloca el anillo de su esposa en el dedo meñique al lado del suyo que circunda el anular ambos con la inscripción de Zoroastro “El matrimonio es un puente hacia el cielo.” Con Ángeles, Miguel Delibes tuvo siete hijos, brillantes biólogos, prehistoriador alguno y mujeres de letras que nos dan, con sus decisiones académicas, buena cuenta de su legado y maravillosa influencia. Pero cuando Ángeles murió en 1974, D. Miguel quedó sumido en una depresión tan profunda como la que nos describe a los 26 años en “La sombra del ciprés es alargada”. El escalofrío del que os hablaba en renglones anteriores lo sufrí yo cuando curioseando en Internet por sus cosas me topé de frente con una foto en la que el escritor aparece con las manos extendidas sobre una hoja manuscrita con su letra, en el dedo anular de la mano izquierda brilla su aro y en el meñique otro más pequeño.
Dentro del libro su querido amigo Alfredo muere de tuberculosis, “La sombra del ciprés es alargada” fue publicado en 1947, Miguel Delibes sufrirá un brote grave de tuberculosis en 1950. Naturalmente mi interés por la novela no radica en la búsqueda de estas curiosidades morbosas que se escapan por los entresijos, pero sí las destaco porque creo que subrayan de algún modo una aguda sensibilidad que explica la verdad de los presagios y nos hace bucear por todo lo que nuestra mente, alma y cuerpo saben sobre el pasado, el presente y el futuro no como algo predestinado y ya escrito puesto que nuestro albedrío sabe dar giros, pero hay tendencias no sólo impresas en el ADN, también las anímicas deben tener sus códigos. Tal vez por todos estos detalles siempre me ha parecido que las novelas del señor Delibes rezuman verdad además de arte y por ello responden con enorme contundencia a las dudas sobre si la verdad habita o no en el arte, desde luego en el suyo sí.
Para mí es un maestro que demuestra mejor que nadie que no existe el género sino el revestimiento, si tenía que escribir “El Hereje” le bastaba con cambiar el registro, creaba la atmósfera, buscaba el ropaje y el paisaje, las costumbres, la línea de pensamiento… y se situaba, a partir de ahí sus personajes ya podían cobrar vida, y por lo tanto le daba lo mismo colocar una novela en el siglo XV que en el XXI.
Miguel Delibes tenía un sentimiento trágico de la vida como todos los que han sufrido una guerra. Llevo mucho tiempo pensando además de en la nuestra en la segunda guerra mundial y en como todavía hoy Europa está herida, abres las novelas y son cicatrices sin cerrar, y el lector se da cuenta de que tal vez cuando persiste el trauma sólo se puede recordar pero no crear, y te introduces en novelas con una prosa de enorme calidad, pero de algún modo sabes que son crónicas, que no vuelan porque tienen las alas rotas. Delibes ha hecho retratos asombrosamente hiperrealistas de nuestro país y de sus habitantes por dentro y por fuera, a menudo bajo la mirada incólume de los niños, nos ha dado la identidad, la nitidez de las provincias de interior, creo que no me equivoco al aproximarle a Antonio Buero Vallejo, aunque en la terrible contienda anduviesen en lados distintos. También Delibes sufriría censura después, también lloraría por el irracional abuso. Se quedaron aquí y buscaron la forma de decir las cosas y la encontraron porque la razón, dicen, no tiene más que un camino. Hay seres humanos que todos queremos hacer nuestros, que nos hacen sentir orgullo, que nos escriben y explican el verdadero significado del prestigio, que nos enseñan o recuerdan en qué consiste la dignidad, se me ocurren Gregorio Marañón, Severo Ochoa o el mismo Serrat sin ir más lejos.
Desde aquí os invito a que conozcáis la vida y obra de uno de ellos. Las novelas de Delibes han sido llevadas a la gran pantalla  por muchos y grandes cineastas, por algo será.
Nos dejó en marzo del año pasado tras soportar una larga enfermedad, pero yo sé que murió de tristeza, ya no escribía, ¿para qué sin musa?, pero mientras pudo orbitar alrededor de Mari Ángeles fue marino, licenciado en Derecho y en la escuela de artes y oficios, entró como caricaturista en el periódico “El norte de Castilla” y con apenas 21 años ya ejercía como periodista tras obtener el carné a fuerza de estudios intensivos. Dentro del periódico se ocupó de la crítica cinematográfica y al mismo tiempo obtuvo la cátedra de Derecho Mercantil y dio clases en la Escuela de Comercio, escribió más de 29 libros y crió junto a su mujer a siete hijos. Al menos yo cuando me quejo pienso en seres como ellos que han sabido administrar tan bien su tiempo y me callo para a continuación tirarme de las orejas por floja.
Para que no me llaméis exagerada en las alabanzas puesto que de una ópera prima se trata, alegaré una pequeña objeción minúscula: en esta novela a diferencia de las otras 28 que escribió después sí que veo la pequeña inseguridad juvenil de rebuscar y florear el lenguaje de forma innecesaria, toda su obra posterior se caracteriza por la difícil búsqueda de la sencillez siempre al servicio de la historia. Como manía personal y subjetiva añadiré que detesto la expresión “inopinadamente” que a lo largo de la novela se salpica en exceso.

He pedido a los compañeros de la biblioteca que me reserven la película que sobre la novela hizo Luis Alcoriza para verla con el club. Ya os contaré.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori