"Los enamoramientos", de JAVIER MARÍAS


Acabamos de terminar en el club de literatura esta singular novela. Siempre que llevamos un libro de Javier Marías se produce una catarsis, mis compañeras comparten los pensamientos y deseos más recónditos, esos que no se muestran a nadie, o cuentan las experiencias más duras e íntimas de sus vidas, confiesan los instintos a los que en determinados momentos habrían dado rienda suelta... Y llenas de asombro exclaman “Este hombre te lee la mente, cómo es posible que tenga ese grado tan enorme de empatía sin haber pasado por las vivencias que relata”.
Todavía recordamos “Un corazón tan blanco” y “Mañana en la batalla piensa en mí” y eso que ha llovido desde entonces. Hubo un antes y un después de esos dos libros. Estábamos aún en el comienzo de nuestra andadura, o más bien entrando en la meseta -llevamos diecisiete años juntas en ese doble objetivo de desarrollo personal y literario- y fue entonces cuando noté de forma palpable que el grupo se cohesionó. De algún modo supe que después de aquellas sesiones se establecieron acuerdos tácitos que significaron: lo que en club se habla en club se queda, y esos vínculos se produjeron tras aquellas frases que nunca olvido. Una de mis compañeras dijo: “cuando mi marido murió y llegó el amanecer me pregunté con rabia ¿por qué siguen cantando los pájaros, por qué siguen pasando los coches si él ya no está?, y tengo mucha envidia de mis amigas porque ellas tienen a sus maridos y yo no”. Como veis aquel desahogo de entonces tiene mucho que ver con parte del leitmotiv de “Los Enamoramientos” de hoy y de las constantes de la obra del autor. Noté visiblemente cómo le rodeó el círculo de energía con el que la circundamos. Otra, al hilo de los debates en los que intentábamos evitar el dogmatismo y valorar en la misma medida  a las compañeras creyentes y a las que no lo eran, exclamó “¡A mí no me digáis que Dios no existe porque yo tengo que volver a ver a mi hijo!”. Si en algún momento habíamos utilizado la creencia o el ateísmo como armas arrojadizas es evidente que dejamos de hacerlo y le dimos el verdadero significado a la palabra respeto. En “Los enamoramientos” se plantea en hipótesis el regreso de los que murieron y cómo sería el reencuentro, ¿molesto ante una nueva vida construida ya sin él o sin ella? llegamos a la conclusión de que las parejas o los padres quizá no fueran del todo bienvenidos según el caso, los progenitores por ejemplo, si cuando se fueron no eran jóvenes y estaban deteriorados, porque volver a luchar por un padre o una madre con alzheimer o enfermedad terminal es muy duro, o si la pareja fue o no buena, o aún siendo perfecta el vivo podría haber comenzado otro idilio sin que ello ofendiese a la memoria del fallecido, -en el club hay viudas, divorciadas, con nueva pareja o sin ella, solteras…- pero añadimos sin embargo que un hijo siempre sería bien recibido, en cualquier tiempo a cualquier edad y en las condiciones que estuviera. El autor habla de roles sustituibles, no de personas, las personas somos únicas y un hijo no es un rol y, aunque tengamos más, ninguno de los otros podría ocupar su lugar. En aquella especie de premonición que hacía nuestro club ya estaba el germen, porque como he dicho esos comentarios o reflexiones surgieron por las novelas “Un corazón tan blanco” publicada en 1992 y por “Mañana en la batalla piensa en mí” editada en 1994, -aunque las leímos un poquito después de que salieran a la venta, en 1996 creo recordar-. No hay ningún escritor que explore la pérdida y lo que se siente ante ella -con lo bueno y con lo malo, sin omitir ninguna etapa del duelo- mejor que Javier Marías.

Sus constantes siempre giran en torno a la información y a su manejo, al poder que da saber, y al dilema que supone haber obtenido dicho conocimiento por escuchar lo que no querías puesto que los oídos no tienen párpados que puedan cerrarse, como ocurre en la escena de “Un corazón tan blanco” en la que a través de la pared de la habitación de un hotel el protagonista escucha algo que nunca habría querido oír, mientras cuida de Luisa ligeramente indispuesta en su viaje de novios, (me gustaría preguntarle por ese nombre con el que reiteradamente bautiza a sus personajes femeninos, en “Los enamoramientos” vuelve a aparecer, siento curiosidad) o en otro pasaje del mismo libro, el que se produce durante la traducción entre dos políticos –supusimos que Margaret Thatcher y Felipe González aunque no les nombrara-: en ese fragmento el intérprete simultáneo decide cambiar una frase por una pregunta detentando así el poder que dará un giro a la relación entre los mandatarios y también a los acontecimientos internacionales.
Es cierto que Javier Marías además de escritor es traductor, en 1979 obtuvo el premio nacional en esa disciplina por “La vida y las opiniones del caballero Tristan Shandy”. Para traducir literatura no basta con conocer el idioma, como mínimo hay que ser escritor, el escritor comprende en global la armonía de las partes, y cada parte en sí, -la composición, el tono, el sonido y su música- como si estuviera frente a una partitura, en este caso ajena, como si fuera un actor que ha de saber pensar y sobre todo sentir como el escritor al que está interpretando y serle fiel y guardarle la debida consideración para que sus palabras y deseos no se distorsionen. Sólo los narradores saben que sí pasa mucho cuando les descolocan una coma o les cambian una frase pensando que significa lo mismo, porque ya no mide lo que él o ella querían, ni termina con la sonoridad que buscaban y que sin duda reforzaba lo que deseaban decir. Escribir no es sólo poner palabras para que cuenten una historia, hay que engarzarlas para que signifiquen por sí mismas y también en su conjunto y para que dentro de la obra cada pieza tenga sentido y encaje como un puzzle en el diseño. No es redactar bien ni elaborar un artículo largo y meterlo entre dos tapas, como ya he dicho otras veces. Si el traductor no es escritor, al menos debería ser un avezado lector con esa clase de sensibilidad que permite ver la estructura y sus materiales. En las novelas que hemos leído de él siempre aparece la inquietud por el lenguaje como arma, vuelvo a subrayar, por cómo lo interpretamos, por cómo lo traducimos, por cómo lo recibimos y por lo que hacemos con él, tanto por expresión como por omisión. Quería reseñar esta faceta de Javier Marías porque intuyo que en aquel esfuerzo de traducción fue consciente de que tuvo en sus manos un arma poderosísima con la que podía eliminar partes escritas, o darles otro giro, o convertirse en impostor velando el estilo del autor con el suyo, y aquella responsabilidad de la que se hizo cargo sin duda forjó la honradez que para mí tiene al crear y también como persona, sus últimos gestos de no recoger premios provenientes de dinero estatal lo avalan, deduzco que no se presenta a ningún certamen porque considera que la suerte es pertenecer a una editorial. Ser publicado y ganarse la vida con su oficio es en sí el premio. En cualquier caso es un honor enorme que hasta los “colegas” le galardonen cubriéndole de prestigio. Pero volvamos a “Los enamoramientos”. En esta novela pone patas arriba la confianza, tan frágil, y saca el dedo índice de las páginas para preguntar al lector ¿seguirías amando a tu pareja si supieras que ha instigado un crimen? Estoy convencida de que a J. Marías le habría encantado estar presente en nuestros coloquios para ver cómo desmenuzábamos las diferentes respuestas a esa pregunta y comprobar que todas eran sinceras y honradas, ninguna de nosotras cayó en las frases hechas, nos hurgamos el alma incluso para confesar que en algún momento le habíamos deseado la muerte a alguien, y curiosamente -aunque suene contradictorio- pudimos comprender la parte noble de ese maligno deseo por lo que tenía de justicia y no de trampa y por saber de antemano que sólo era un crimen imaginario, momentáneo e irrealizable, pero que haber pensado en la posibilidad servía para saber hasta dónde podríamos llegar y establecer ahí el límite.
El paseíllo final de María Dolz hasta la mesa en la que estaban sentados Javier y Luisa, convertidos en nueva pareja, en mi opinión subjetiva fue el resultado del intenso recorrido vital que ella tuvo que hacer interiormente tras los descubrimientos. En ese punto de la historia la protagonista ya sabe que tiene el poder y que puede usarlo o no, elegir o no que con sus palabras cambie el destino de esas dos personas, finalmente decide guardar silencio, ¿es un silencio cómplice?, ¿debería haberle denunciado a la policía?, ¿acaso está segura de que sus conclusiones no son conjeturas? al fin y al cabo la información proviene siempre de él, Ruibérriz le cree basandose en la confianza, o eso le dice a María, pero ¿inventa Javier la coartada en la que el amigo Miguel Desvern, marido de Luisa, le pidió el alivio de su cáncer con la muerte? Al lector le quedan dudas de si ese planteamiento es abierto o cerrado. En esta parte del libro en el club nos dividimos, unas le llamaron canalla, ante la evidencia de los análisis médicos en los que no aparece la metástasis por ningún lado, otras dijeron que fuera verdad o mentira nadie tiene derecho a planear la muerte de alguien dejando viuda a una mujer que era feliz y huerfanos a unos hijos que adoraban a su padre -la pareja perfecta según María Dolz- sólo por el capricho de querer para sí a una mujer enamorada de otro, también nos pronunciamos en cuanto a la crueldad de pedir a otro tu propia muerte, naturalmente salvamos las situaciones de compasiva eutanasia y nos atrevimos a hablar del suicidio y de que este hace tanto daño a los de alrededor, porque produce un sentimiento de fracaso, que preferimos pensar que se debe a la locura o a la desesperación, pero tras dilucidar sobre si era cobardía, egoísmo o valentía concluimos que también es un acto respetable por muy tabú que nos resulte y que nadie tiene culpa ni responsabilidad si quien decide quitarse la vida es adulto.
Pero volviendo a la inquietante llegada de María Dolz a la mesa en la que estaban Luisa y Javier, reitero que las verdaderas transformaciones se producen en nuestro interior que es donde verdaderamente importan y la que hace y procesa María es una de las más elaboradas porque es importante conocer la medida de tu fuerza y sopesar las consecuencias antes de desatarla.
Durante todo el desarrollo de las páginas el autor se ha mantenido fiel a ese difícil ejercicio que permite que el lector pueda contemplar lo que ocurre en la mente de María, y ha conseguido de forma extraordinaria que veamos las imágenes como si éstas estuvieran sucediendo fuera de la cabeza de la protagonista, cuando ella piensa algo así como “ahora habrá echado su abrigo sobre el brazo…” -perdonad que no cite textualmente- o “Desvern haría tal o cual cosa…”, resuelve de un plumazo lo que habríamos visto y oído a través del narrador omnisciente y en tercera persona valiéndose unicamente de la primera. Sólo por ello esta novela merece la pena. Además es la primera vez que escribe con voz de mujer. Si encima le añadimos lo que defino como narrativa en forma de “escalera de caracol” pues es el súmmun, enseguida explico lo que quiero expresar con la imagen. En una escalera de caracol si miras desde arriba o desde abajo puedes ver no sólo el cilindro central que forma el hueco, también contemplas los círculos que van en espiral, y por tanto lo que sucede en ellos, la perspectiva es total. La mayoría de los escritores, comienzan con un bombazo en síntesis para después desarrollar en detalle. Él lo hace como digo en forma de escalera de caracol por eso parece que da vueltas y reitera, pero en realidad avanza mientras va subiendo o bajando, y sus flash back o sus flash forward siempre se hacen en espiral. Es dificilísimo escribir así, con todo el material a la vista y sin embargo manteniendo la intriga y haciéndo comprender al lector que lo oculto era visible aunque no se haya dado cuenta. Personalmente me descubro ante él y comprendo que su nombre suene incluso para el Nobel porque su modo de escribir es nuevo, no sólo en la forma, también en el fondo. Mi sensación es la de que coge un sentimiento, pensamiento o idea y le pasa la resonancia magnética y a continuación el escáner para que podamos verlo por el exterior y por el interior al mismo tiempo, pero diseccionado capa por capa. Sé que ese modo de narrar impacienta a algunas personas y lo comprendo, no hay nada más íntimo que la experiencia en solitario con un libro y cada cual tiene la suya, pero si él no lo hiciera así nos perderíamos el maravilloso tallado transparente de las multiples facetas de de sus joyas. Sé además que es un gran filósofo contemporáneo que ha conseguido al fin añadirle la narrativa a esa maravillosa asignatura de búsqueda. Sólo la literatura da una visión completa del ser humano porque añade los sentimientos que son los motores que mueven el mundo.
Cuando comencé a leer sus libros confieso que algunas expresiones me parecían elitistas e innecesarias, como las de que alguien llevara zapatos de Prada o un perfume barato ¿Qué describe eso? me preguntaba ¿Un status? Más adelante pensé que tal vez el prejuicio fuera mío, él al fin y al cabo muestra el mundo en el que se mueve, igual que si alguien te habla de que tiene caballos o fabrica quesos, la diferencia está en que lo haga por situarse por encima o simplemente te cuente con sencillez que los caballos o los quesos forman parte de su vida, quien estaba estableciendo distancias era yo tal vez por mi afán obrerista y por mi quizá malentendida lucha de clases, el mundo hemos de mejorarlo todos y Javier Marías lo hace.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili Zori

"GENTE CORRIENTE", película de Robert Redford


De vez en cuando y en este mismo blog os recuerdo que en los comentarios que subo sobre las novelas que leemos en el Club de Literatura y las películas que vemos en el de cine no suelo hacer sinopsis a propósito, porque considero que este espacio es una prolongación de dichos encuentros y que el pacto, el acuerdo tácito, consiste en asomarse aquí a posteriori, una vez que ya hemos leído el libro o hemos visto la película. Creo que el encuentro así es más nutritivo. Si colocase el resumen al principio, es decir el “de qué va” muchos visitantes leerían ese trozo pero no compartirían la experiencia. Internet, como siempre digo, es generoso y ofrece muchas páginas publicitarias y de divulgación en revistas especializadas. Aquí intento que hagamos análisis, que compartamos sentimientos, reflexiones y conclusiones personales en definitiva.
Gente corriente” es un psicodrama que nos habla sobre un fragmento vital de una familia acomodada, como tantas de su comunidad, que reside en Illinois -padre, madre y dos hijos varones-. En un desgraciado accidente, cuyos detalles los protagonistas nos irán desvelando poco a poco en un perfecto y bien medido goteo, muere el primogénito. Pero el punto de partida del film se producirá tras el regreso del hospital del hijo menor. Pronto sabremos que a su vez ha estado a punto de perder la vida por un intento fallido de suicidio.

Del sentimiento de culpa, de la elaboración de la pérdida, de la forma de enfrentarla, del tiempo necesario para hacer el duelo, del modo de enfocarlo -diferente para cada uno de los miembros- de las reacciones, facetas y rasgos de carácter que los protagonistas jamás habrían desarrollado o  conocido del otro, -como pareja, como padre, como madre, como hijo- si la desgracia no se hubiese cernido sobre ellos… de todo ese dolor inconmensurable nos habla esta ópera prima de Robert Redford como director, en su bondadoso intento de aproximarnos a vivencias que la gran mayoría de nosotros no ha experimentado. Y lo hace con la ayuda de un maravilloso árbitro, el inolvidable psiquiatra interpretado por Judd Hirch.
El arte nos regala el ensayo de lo que nos podría ocurrir, nos enseña a elegir pautas, nos amplía la comprensión, nos hace más compasivos, más sabios… En resumen: nos añade vida.
A menudo me pregunto qué es lo que siento por la literatura y por el cine, y de inmediato me respondo: un enorme agradecimiento. Por ello a veces me sorprendo siendo inflexible e intolerante cuando escucho que otros leen para distraerse o evadirse puesto que en mi caso lo hago por lo contrario, para enfrentarme a la existencia, para seguir aprendiendo a vivirla. La reacción, como es natural, apenas me dura unos segundos y nunca la manifiesto abiertamente puesto que entiendo que el lector o el espectador es soberano y dueño de sus legítimas razones y deseos para acercarse al cine o a la literatura, sin embargo considero que matizar es importante porque como ya he dicho otras veces no todo lo que va entre dos tapas y con forma de novela es literatura, ni todo lo que aparece en pantalla ha sido realizado por verdaderos cineastas. En mi caso creo sinceramente que ni la literatura ni el cine de verdad son placebos, aunque con ellos obtengas una enorme sensación de plenitud, y menos que ninguno la comedia, que bajo la elegancia y la altura de perspectiva que proporciona el humor nos entrega extraordinarias lecciones vitales.
En “Gente corriente” confluyeron fuerzas tan poderosas que era inevitable que desembocaran en el mismo mar como caudalosos afluentes. No sé si dichas energías fueron buscadas a propósito o halladas al azar por esas razones instintivas que aún no sabemos descifrar, el caso es que Mary Tyler Moore había perdido a su único hijo en 1980 -el año en el que se realizó y estrenó esta película- por jugar a la ruleta rusa con una pistola, pero anteriormente la hermana de Mary también había muerto por una sobredosis de droga, y un hermano de cáncer. En esas circunstancias anímicas tan duras afrontó, esta gran actriz, el que a mi juicio sería el gran papel de su vida. Donald Sutherland había sufrido dos divorcios y el comienzo y posterior ruptura de un romance con Jane Fonda, que germinó durante el rodaje de “Klute”, y Timothy Hutton asistió a la separación de sus padres y a la posterior muerte de su progenitor a causa del cáncer. Al igual que el protagonista pasó un tiempo difícil, y como al director, Robert Redford, cuando tenía su misma edad, le atraía Europa y la vida bohemia. Como veis los paralelismos estaban servidos porque el propio Redford de algún modo aglutinaba en sí mismo muchos de esos trágicos episodios: su madre muere de cáncer a los 42 años, él pasa por una etapa rebelde en la que abandona estudios y decide partir para Europa en busca de vida artística -ya entonces era un consumado dibujante además de gran narrador- vuelve defraudado del viejo continente y coquetea con el alcohol, pero entonces conoce a Lola Wagenem con quien mantendrá uno de los matrimonios más estables de Hollywood hasta que muchísimos años más tarde entre en acción la actriz brasileña Sonia Braga, aunque esa es otra historia posterior que bien podría remontarse a los posos de su niñez y adolescencia porque Robert Redford se crió en el barrio latino del oeste de Los Ángeles, y mi ensoñadora cabeza añade con osadía la información que le falta dando por hecho que sin duda tuvo que despertar a la sensualidad y al deseo en aquel ambiente y por lógica se sentiría atraído y marcado por mujeres de las características físicas de Sonia. Perdón por el inciso. Regresamos a la universitaria Lola. Con ella como pareja y empujado por su estímulo, Robert decide retomar los estudios y se matricula en el Prat Institute de Nueva York para cursar arte porque en ese punto de su vida ya se ha definido y quiere dedicarse al diseño de escenarios. Un profesor le aconseja que también aprenda interpretación para completar sus conocimientos de teatro y obtener de ese modo una idea global y así es como se convierte en actor sin haberlo pretendido en un principio.
En 1959 cuando más feliz era la pareja nació su hijo Scott que fallecería a los pocos meses de vida por muerte súbita, no obstante Lola y Robert remontaron la tristeza y en 1960 tuvieron a su hija Sabana; en 1962 llegaría David y en 1970 vendría al mundo Amy.
Siguiendo con las coincidencias y paralelismos diría que Judith Guest, la autora de la novela en la que se basó el guión adaptado por Alvin Sargent, no en vano además de escritora era psicóloga y profesora de educación especial. Como veis los profundos cimientos de esta película aparentemente sencilla estaban construidos con fuerte hormigón armado. No suelo relacionar las biografías personales con las artísticas porque a menudo la obra supera al autor y sus peripecias diarias, privadas o públicas nada añaden a su valor. Pero en este caso y como excepción sí que me parecía necesario vincularlas.
A lo largo de su vida hemos conocido a Redford como gran actor de prestigio -ganado a pulso- que ha sabido escoger papeles que tenían que ver siempre con algún compromiso social o de defensa de la naturaleza… y elegir buenos amigos, en nuestra memoria permanece Paul Newman (aún se siente la oquedad que su reciente pérdida nos ha dejado) con quien coincidió tantas veces. Amistad que habla por sí sola de una casta de actores que define la ética de la profesión y el buen uso de la belleza exterior para ponerla al servicio de la historia que interpretan más allá de la carcasa física y lejos de toda frivolidad, ambos fueron -Redford todavía lo es- auténticos adonis que jamás se recrearon frente al espejo porque sintieron sus cualidades estéticas como una herramienta de trabajo y como un privilegio que les vino dado y no como un mérito. Newman en sus papeles más extravertidos y Redford en los suyos más contenidos se compenetraron a la perfección cada vez que trabajaron juntos dándose apoyo mutuo y entregando una lección a nuevas generaciones de actores a las que demuestran que sólo se sobresale si luchas a favor del equipo y te olvidas de ti como individuo, sólo así podrás lucir como una estrella que es muy distinto a ir de astro.
Pero hoy nos toca destacarle como director, y al enumerar sus películas de inmediato le encontramos sus constantes. En “El río de la vida” muestra el canto a la naturaleza que envuelve la dificultad para la comunicación familiar; en “El hombre que susurraba a los caballos” volverán a aparecer en simbiosis la armonía y el entendimiento con el paisaje y por contraste la dificultad para las relaciones familiares. Su amor por ese fabuloso animal, el caballo, queda patente, compañero de viaje al que demostró con creces que comprende a mucha hondura, ya habíamos contemplado esa empatía en “Las aventuras de Jeremiah Johnson” y en “El jinete eléctrico” dos magníficas e inolvidables interpretaciones que realizó a las órdenes de Sidney Pollack, pero posiblemente necesitara expresarlo con su voz, abundar más en ello: esos primeros planos de los ojos del caballo fueron tan elocuentes que apabullaron al patio de butacas. Robert Redford, como director, nos prestó su mirada para que con ella pudiéramos adentrarnos en el alma del mítico animal herido y eso no lo había hecho nadie.
En “Quiz Show” surge el planteamiento de la honestidad –otra de sus preocupaciones- en un tiempo de trampa y corrupción en el que es fundamental volver a perfilar la honradez.

Además hay que añadir que en 1980, el mismo año en el que rodó “Gente corriente” como ya he dicho, levantó Sundance –era el nombre que tenía su personaje en “Dos hombres y un destino”, Sundance Kid- un centro para jóvenes cineastas que financia de su propio bolsillo. Durante un mes acoge, con todos los gastos pagados, a becarios de talento. Al contemplar la calidad de los trabajos de esas nuevas promesas de inmediato quiso darlos a conocer y decidió crear, con el mismo nombre, el festival de cine independiente que en poco tiempo sería considerado el mejor del mundo.
En la actualidad Robert Redford está casado con Sibylle Szaggars, una pintora alemana. Deduzco que finalmente conjugó en una sola todas las vidas que de joven se propuso llevar. Me alegro mucho por él y por todos los sueños cumplidos.
Gente corriente” fue galardonada con cuatro óscars a la mejor película, al mejor director, al mejor guión adaptado y al mejor actor de reparto. Supongo que en cuanto a los actores la Academia distribuyó así las categorías para que no se hicieran competencia entre ellos, porque la interpretación del trío fue bestial y es evidente que Timothy Hutton en realidad y moralmente se llevó el de mejor actor principal aunque le pusieran como apellido “secundario” y lo obtuvo con todos los honores puesto que era el eje sobre el que giraban los demás. Se comió la pantalla. Asombra su capacidad interpretativa, apenas era un muchacho... tal vez por ello, por ser tan joven, y por lo cerca que le quedaba el personaje, pudo diluirse en él. Pero los tres habrían merecido el galardón de mejores actores protagonistas en esa coral tan perfectamente sincronizada. Se dejaron la piel y no es una frase hecha porque prestaron tanto de sí mismos que espero y deseo que el resultado para sus vidas fuera enormemente terapéutico y beneficioso. La parte más difícil la tuvo Mary, su papel era el menos querible para el público.
Ese mismo año competían como mejor película, “Toro salvaje” de Scorsese y “El hombre elefante” de David Lynch, algunos críticos se echaron las manos a la cabeza por lo que entendieron como injusta derrota, por alguna superficial razón pensaron que el largometraje de Redford era una obra menor y de bajo presupuesto pero en mi opinión, sobre boxeo ya había grandes películas y la aportación de Martín Scorsese aún resultando magnífica no dejaba de ser un añadido más al género, una nostalgia, una melodía muy buena pero muchas veces cantada, cada cual tiene su momento y ya vendría “The Departed” en el 2006 aunque para mí “La edad de la inocencia” es la pieza cumbre de la maravillosa obra del director. Con “El hombre elefante” ocurría algo similar, biografías por discriminación debida a la carencia o enfermedad física también se habían hecho muchas, el planteamiento de la dignidad humana dentro de un aspecto agraciado o desgraciado era abundante en cine y aunque David Lynch tiene un estilo muy personal, enormemente onírico y creativo que explora zonas mentales vírgenes, en esa ocasión creo que aportaba más “Gente corriente”, esa obra sencilla de corte clásico en la que no se transparenta el director que al ser actor supo dar a su elenco la prioridad y colocar en sus manos todo el peso. Lynch en Europa ha sido y es venerado en los mejores festivales, personalmente adoro “Dune”. Sin embargo la película de Redford marcaba un hito del que todavía se nutren hoy series tan extraordinarias como “En terapia” y no estoy diciendo con ello que Rodrigo García, al que tantísimo admiro y del que reconozco el estilo en cuanto sale el primer fotograma, plagie nada, contemplas “A dos metros bajo tierra” y enseguida sabes, sin ver los títulos de crédito, qué capítulo ha sido dirigido por él. No. Intento decir que el film sentó un precedente, que fue una escuela de actores que pudieron comprobar que menos era más: la película se desarrolla en apenas tres o cuatro espacios cerrados e íntimos donde se dirime el duelo, el enfrentamiento con uno mismo. Escenas de comunicación no verbal de una fuerza inusitada, como la de las tostadas francesas, donde lo que se expresa con palabras lo contradicen los gestos que hacen que el espectador vea el iceberg reprimido, el detalle de llamar al chico por delegación, haciendo que sea el padre quien le pida que baje a desayunar, el cuidado al apoyarse en los muebles, hábito adquirido bajo la mirada reprobatoria de ella, la madre, el recorrido en el coche hacia el instituto en el que vemos el cementerio sin necesidad de palabras, la fuerza arrolladora del tren al pasar, símbolos sencillos utilizados en el tiempo exacto y con el ritmo adecuado para mostrar la emoción buscada, la atmósfera opresiva. La mesa, idéntica colocación que en la de “American Beauty” para representar lo mismo: una forma de ser y de estar encorsetada, envarada y circunspecta que atrapa a la persona en la telaraña de las costumbres, convencionalismos y buenas formas, es decir en el afán por guardar las apariencias aunque el suelo se hunda bajo los pies. Esa mesa es la misma que aparecía en la novela “Las correcciones” en la famosa cena con hígado que ilustra la portada. Vemos la fiesta que muestra cómo ella, la madre, vive en paralelo con el dolor y al mismo tiempo con el piloto automático de la vida social encendido para comportarse como lo que allí se entiende por saber estar. Vemos los zapatos y su significado. La piscina, como en “Azul”, el magnífico largometraje de Kieslowsky del que ya hablé en este mismo blog, la natación es la mejor muestra de la batalla librada con uno mismo contra la tristeza y la desesperación, en este caso además sirve para subrayar que el chico es un gran nadador, detalle que nos hará comprender al final los ingredientes de su zozobra. Oímos el plato partido y a ella diciendo que se puede pegar, que de algún modo su vida rota por la mitad se puede recomponer en ese esfuerzo imposible de que vuelva a ser como era. Observamos los puños cerrados, la forma de sujetarse contra una puerta en busca de apoyo para no derrumbarse… Para mostrar todo lo que subyace de presente y de pasado hay que ser un director de mucho peso forjado en la interiorización de múltiples personajes y tener una capacidad esponjosa de atención inigualable.
Entre las varias lecturas que se producen en los diálogos, tan sucintos, pero a la vez tan cargados, hay una bellísima frase que pronuncia el protagonista “No se rompe nada en una bolera, por eso me gustan” y otra del psiquiatra “Aunque se tenga cuidado, en la vida pasan cosas graves”.
Para quienes aún no la hayáis visto creo que como a mí os servirá para preguntaros en qué consiste en realidad ser fuerte. Pero antes de despedirme no quiero dejar pasar la hermosa interpretación de Elizabeth McGovern, ni la magnífica fotografía de John Bailey.       
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili Zori