"EL FESTIN DE BABETTE", película de Gabriel Axel

Inspirado en el relato de Isak Dinesen (pseudónimo de la escritora Karen Blixen catapultada por su novela “Memorias de África”, también llevada al cine por Sidney Pollack) el cineasta  Gabriel Axel, recientemente fallecido el pasado 9 de febrero de 2014, nos hizo este precioso regalo con tono de leyenda: las agitadas olas del mar arrojan sobre la arena de la playa de una pequeña aldea de la península de Jutlandia -regida por un pastor puritano- a tres personajes provenientes de los mundanales ruidos parisinos en diferentes fechas. En primer lugar aparece un joven militar de vida disipada que allí encuentra el necesario reposo para su alma debido a que a los vientos del Mar del Norte les gusta echar carreras con los del Báltico y barren de ese modo todas las zozobras, pero el bienestar durará poco porque de inmediato quedará prendado de una de las herederas del pastor que sin duda también le corresponderá. Al solicitarle la mano de su hija, el estricto religioso alega que sería como cortarle uno de sus brazos, así que el joven regresará desolado al mar y al lugar de donde provino, París. Meses después un afamado cantante de ópera también hallará en la pequeña aldea el necesario paréntesis de descanso para su agitada vida. Un buen día escucha por casualidad los cánticos del culto, y una de las voces femeninas penetra en su alma deslumbrada destacándose del coro. Enseguida descubre que esa privilegiada garganta pertenece a la otra hija del clérigo y solicita entusiasmado al progenitor que le permita impartirle clases para educarle las prodigiosas cuerdas vocales. Los sentimientos que afloran durante los duetos y que se transparentan a través de las portentosas notas desagradan al absorbente padre y el cantante también habrá de partir para su país de origen renunciando a la mujer que será por siempre, en el recuerdo, su gran amor malogrado y marchará además con la tristeza añadida de saber que el mundo no podrá gozar jamás de la más grande prima donna.

Décadas más tarde, conformes con la cotidianidad de sus sencillas vidas, ambas hermanas, Filippa y Martina, ya huérfanas, recibirán a una joven entregada en la playa como una ofrenda en otra tarde de viento y  tormenta. La mujer, a modo de presentación, les muestra una carta de referencias manuscrita por el gran divo, el texto cuenta que la recién llegada ha perdido a su hijo y a su esposo en la contienda franco prusiana (el dato histórico nos sitúa en 1870).
Durante los años transcurridos desde que el militar y el cantante se marcharon, las hermanas han continuado la obra de su padre, han celebrado culto con los pocos habitantes de la aldea y se han repartido las tareas caritativas que encomendaba el pastor. Babette, ese es el nombre de la recién llegada, solicita algo que a las sobrias y austeras damas otoñales les resulta insólito: que le permitan trabajar para ellas a cambio de techo y comida. Ante la negativa -ya que no conciben el lujo de ser servidas- la bella francesa alega que si no aceptan su ofrecimiento se quitará la vida ya que ésta carece de aliciente para ella sin sus seres más queridos. A partir de ese instante incrementará las escuetas ganancias de las dos mujeres y añadirá más sabor a sus frugales y humildes comidas gracias a su buena organización doméstica. En tan buena armonía transcurrirán catorce años durante los cuales el único vínculo que Babette mantendrá con París será un billete de lotería que habitualmente va renovando a través de un sobrino. Una jubilosa mañana recibe la noticia de que su número ha resultado premiado con diez mil francos, entusiasmada habla con las hermanas y les recuerda que en todo el tiempo que han pasado juntas no les ha pedido nada, por ello les ruega que para celebrar el centenario del pastor le concedan el deseo de agasajarlas junto a los vecinos con una cena especial cocinada por ella misma. A partir de ese preciso instante llegamos al punto de inflexión que Gabriel Axel utiliza para suscitar el debate y las reflexiones.
Comienzan a venir por barco manjares nunca vistos por los habitantes de esa pequeña aldea de la península de Jutlandia, tortugas vivas, codornices en sus jaulas, especias cultivadas en lugares remotos, los mejores vinos franceses, delicada cristalería, vajilla y cubertería… y de súbito el pánico se apodera de los invitados, de pronto temen que la cena sea la puerta por la que se introduzcan el diablo y los pecados y por no desairar a Babette deciden comer y beber sin usar para ello los sentidos.

No he leído el relato de Isak Dinesen por tanto me referiré únicamente a las decisiones que tomó Axel, el director cinematográfico, los comensales son doce –litúrgico número, al igual que lo que parece una última cena- y era necesario que entre los convidados alguien fuera entendido en gastronomía y tuviera un paladar sensible y con memoria para que el espectador supiera, tras cada magnífico plato, lo que en esa irrepetible noche se estaba degustando. Aquel primer enamorado de una de las hermanas ya es general y está invitado a la mesa, son sus superlativos de refinado paladar los que nos van describiendo sabores –el magnífico menú fue elaborado por un chef español, Iñaki Izaguirre, y el resultado es una auténtica belleza perfectamente ambientada- la mesa se convierte en una alegoría de las bodas de Caná y los comensales, que debido a su austera vida con el paso del tiempo han ido agriando el carácter, comienzan a sonreír y para canalizar su alegría sin traicionar la decisión que han tomado de no aludir a los sabores elevan citas de la biblia y aleluyas con cada bocado y cada sorbo, y es precioso para el espectador poder escuchar cómo se relacionan dichas citas con lo que verdaderamente están sintiendo. Los invitados empiezan a perdonarse pequeñas rencillas hasta ese momento enquistadas, escuchamos hermosas frases tales como “El paladar que sabe apreciar la buena comida está también preparado para recibir el amor”, “la justicia y la dicha se besarán”, “los dones han de recibirse con gozo y agradecimiento”, “el talento ha de ser suficiente para distraer a los ricos de sus riquezas y hacer que los pobres se olviden de sus tristezas” y así en medio de tantas alabanzas encubiertas llegamos hasta el broche de honor: terminada la cena los invitados fuera de la casa y como despedida se toman de las manos formando un círculo y bailan lenta y tímidamente bajo la luna. La frase más significativa y rotunda la pronuncia Babette cuando la fiesta finaliza: “Un artista nunca es pobre”. No os desvelo la sorpresa de quién es en realidad esta maravillosa mujer, ni cuál era su oficio en París ni de quién descendía.
Pero lo interesante del film es la interacción. Durante el proceso de toda la cena el espectador va respondiendo a las preguntas que se le plantean: ¿Están reñidos el alma y el cuerpo?, y el reconocimiento del talento, ¿ha de ir necesariamente unido al éxito o al dinero?, ¿es inevitable mostrar el arte aunque quien lo reciba no esté preparado para saber apreciarlo? El general se pregunta en un pasaje crucial del film, “¿crees que el resultado de muchos años de victorias y de éxitos puede ser una derrota?” intuyo que la pregunta está incompleta en ella faltaría esta parte: "...si no está contigo la persona a quien quieres ofrecerselos?". 
La película me parece un hermoso fresco románico, en el sentido de que está explicada para gentes sencillas con ese aire ingenuo tan parecido al posterior arte naif, pero que sin embargo y al igual que aquellas pinturas explica la vida y el espíritu adentrándose en los enigmas más profundos de la existencia, y sí, claro que con este bellísimo largometraje la justicia y la dicha se besaron y el primer oscar de un danés fue celebrado con todos los honores en Dinamarca. Os recomiendo encarecidamente este maravilloso retablo lleno de oleajes y vientos purificadores porque no os vais a arrepentir y aunque podéis ver fácilmente las fichas técnicas y artísticas en el generoso internet, las reseñaré también aquí por el puro placer de que veáis cuánta explosión de creatividad junta se produjo, después si queréis indagáis en cada una de las carreras artísticas.
Director: Gabriel Axel. Guión: Gabriel Axel –basado en un relato de Isak Dinesen cuyo verdadero nombre era Karen Blixen-. Música: a cargo del innovador Per Norgard. Fotografía: Henning Kristiansen.
Reparto: Stéphane Audrán, Jean Philipe Lafont, Gudmar Wevesson, Jarl Kulle, Bibi Andersson, Bodil Kjer, Brigitte Federspiel, Lisbeth Movin.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

"LA EDAD DE LA INOCENCIA", película de Martin Scorsese

Vamos con otro cineasta neoyorquino. A lo largo de su obra Martin Scorsese ha retratado a su amada Nueva York desde diversos ángulos y enfoques situados en distintos periodos históricos.
No sé por qué sorprendió esta película dentro de su trayectoria, como si de un punto de inflexión o cambio de registro se tratase, puesto que siempre le han interesado las normas tácitas, las que subyacen, por ello no deben confundirnos ni el ropaje ni los distintos ambientes, porque la esencia es la misma: los mundos y submundos cerrados, los grupos y grupúsculos sociales, los bajos instintos, la violencia y la represión, en sus distintas expresiones, que palpitan bajo la capa social americana.
Intuyo, creo que con acierto, que en su generación aún se mantuvo latente esa agudeza que todo inmigrante tiene que desarrollar para entender las normas del país de “acogida”, tanto las que están a la vista como las que no se ven, y esas, las que no se ven, en realidad son las que verdaderamente rigen los “por qué” de los comportamientos.

Martin era hijo de padres sicilianos y es natural que por supervivencia los inmigrantes fueran formando pequeñas italias, irlandas, nuevas inglaterras, puerto ricos, israeles… y que Nueva York, como muchas otras ciudades americanas, siga hoy reflejando en sus calles y avenidas dicha colocación que sin pretender guetthos excluyentes tampoco se mezcla del todo, y dentro de esa forma de compartimentar encontramos además otra subdivisión: los barrios altos y los bajos. Dicho origen y el modo de asentarse sacan a la luz el quid que hace que comprendamos los mecanismos soterrados de una ciudad, y los problemas que tienen arreglo en ella y los que no lo tienen porque ya son inamovibles y están arraigados en la costumbre, por ello el análisis sociológico de películas de este cineasta enorme como “Malas calles”, “Uno de los nuestros”, “Taxi driver” o “Gangs of New York” no deja de ser el mismo que el de “La edad de la inocencia”: normas de convivencia impuestas por la clase dirigente que expulsan de la comunidad a quienes no las cumplen, dentro o fuera del lumpen.
En 1870 las leyes de los Estados Unidos permitían el divorcio, pero entre la alta y rancia sociedad victoriana allí trasladada no estaba bien visto, a menudo ocurre que la legislación se adelanta a la evolución de sus ciudadanos de pro cuyo conservadurismo preserva con uñas y dientes los privilegios de clase y los antepone a la libertad.
El largometraje está basado en la novela homónima de Edith Wharton, en el club de literatura leímos otra de sus magníficas obras “Los niños”, como sólo tenéis que pinchar en dicha entrada procuraré no abundar en lo ya escrito, sólo a modo de recordatorio diré que la propia autora, al igual que la condesa Olenska de su libro (Michelle Pfeiffer) perteneció a la aristocracia y sufrió las terribles consecuencias del endogámico e hipócrita modo de vivir de ese mundo encorsetado, padeció la indiferencia de unos padres superficiales y adinerados que la casaron por conveniencia con un hombre que no la quería 13 años mayor que ella, y aguantó durante 25 años la humillación pública de sus continuas y notorias infidelidades. La paradoja es que el mal lo infligiera él y sin embargo la estigmatizada fuera ella. Pero el talento se abrió paso: fue la primera mujer escritora que obtuvo el premio Pulitzer en 1921, además de destacada paisajista y eficaz decoradora de interiores.
Ellen Mingot -La condesa Olensnska- representa el primer atisbo de la mujer moderna y el alto precio que tuvo que pagar dentro del fariseísmo opresor y opresivo de aquel rancio conciliábulo que como dije en su día por fortuna se consumió en su propio caldo.
Scorsese hace la obra suya sin variarle ni una coma, podría parecer que la decisión es menos meritoria, pero precisamente en esa fidelidad radica el logro, porque llevar a lenguaje cinematográfico la introspección y, al igual que Wharton, saber transgredir por debajo de las palabras es más que elocuente, y si con las mismas e hipócritas armas de disimulo de aquel clan privilegiado consigues la claridad a través de la sugerencia que es la forma más difícil de escribir habrás llegado al máximo de tu creatividad. Hacer que ellos solitos se pongan en evidencia, para que el espectador escuche y vea en los gestos, ademanes, miradas y reacciones lo contrario a lo que se dice, a lo que se siente, es demostrar. Y que el público capte el sagaz vapuleo a toda una comunidad llena de sutilezas afiladas como cuchillos consiguiendo así que lo oculto protagonice, es dar más que una vuelta de tuerca a la herramienta artística que él director maneja con virtuosismo. No hay más que ver la escena del baile, la cámara danza junto a todos ellos como la mejor de las coreógrafas.
También dije en su momento que hasta esta película no había encontrado herederos de Visconti, uno de mis cineastas predilectos, y me refiero a esa sensibilidad buceadora, honda y parsimoniosa que va acariciando exteriores e interiores en los que forma y fondo se funden, y no a que sus obras se parezcan, los estilos de ambos artistas son poderosos y muy personales y sus preocupaciones distintas, el factor común reside en la forma de mirar.
En cuanto al lenguaje no verbal y a los símbolos que utiliza no podrían ser más convincentes. Los cuadros que aparecen en la película prolongan hacia el exterior el significado de lo que ocurre en el interior de los protagonistas, cada uno de ellos contiene una historia que coincide, la mujer sin rostro, sin identidad, sin definición… este traslado también lo hace la música que extrae y delata lo que anímicamente se reprime en ese mundo de apariencias, exhibicionista y poseído de sí mismo en el que se acude a la ópera para cotillear y fiscalizar a los otros y para dejarse ver en la lujosa corrala de pavoneos en la que se marca el territorio conyugal con normas como la de llevar puesto en el palco el vestido de novia pasados varios meses tras el casamiento. Los troncos de leña partidos por el fuego nos dicen lo que arde y se quiebra por dentro, la asfixia de Newland Archer (Daniel Day Lewis) dentro de su propia casa, en la prisión de su convencional matrimonio está marcada por un sencillo libro que él estudia con avidez: el interés por los lugares remotos como India o Japón nos manifiesta la búsqueda de posibles paraísos para la huída… La destreza de May (Winona Ryder) con el arco, no está subrayada por casualidad, la aparentemente dulce y convencional prometida sabe leer por debajo y es bastante certera en sus juicios y con ellos al igual que con sus flechas da en la diana, la cámara delata antes de que las palabras lo expliquen el embarazo de May prendiéndose durante un instante a esa parte del vestido…
A menudo se ha calificado al personaje femenino de la esposa como manipulador, pero aunque esa impresión sea acertada, de algún modo May se salva porque en el momento crucial es valiente para proponer a su prometido que se enfrente a la verdad y que rompa el compromiso de boda si tiene dudas, sucede durante la escena en la que él va a apremiarla para que adelanten la ceremonia, ella le deja bien claro que no quiere ser un refugio para él y saca a la diáfana luz del día que cree que hay otra, él siente alivio porque esta vez su novia ha apuntado mal con su flecha refiriéndose a una antigua relación que quedó en el pasado y no a Ellen, sentimiento atesorado que puede seguir ocultando mientras borra con sinceridad dicha sospecha. También Archer decepciona a Ellen Olenska con la proposición de clandestinidad que le sugiere. Él detesta las normas de la clase a la que pertenece, pero no tiene valor para infringirlas o cambiarlas.
En cualquier caso entre el blanco y el negro hay una extensa gama de grises, el amor es un sentimiento complejo, y lo extraordinario de este film es lo bien expuestas que están las razones de cada miembro del triángulo, a veces renunciar es menos egoísta que elegir, los tres tienen aristas de egoísmo y generosidad al mismo tiempo y los tres pierden. May una vez casada lucha por conservar a Newland a su lado y por preservar su espacio social con todas las armas que posee, es muy humano creer que los sentimientos cambian con el tiempo, Ellen a su vez siente que se ha metido en medio, y así es, pero se han enamorado y en esa situación no sirve alegar que yo le vi  primero o que el sentimiento se haya producido a tiempo o a destiempo, otras son las leyes que rigen ese estado y el compromiso se habría podido romper.
El hijo de Archer, (Robert Sean Leonard) que pertenece a la siguiente generación, no entiende que la presión social en otra época causase tanto estrago, es lógico que Scorsese, que en su juventud quiso ordenarse como sacerdote, sí comprenda sin embargo el poso de culpa que la religión católica dejaba ante el concepto indisoluble del matrimonio, había que responder a la paternidad no sólo como padre también como esposo y era tildado de cobarde quien abandonaba a una mujer habiéndola dejado embarazada. De hecho maliciosamente se decía que muchas atrapaban a los hombres de ese modo. Cuando el hijo le revela a su padre que está al tanto de su amor sacrificado y que esa confidencia se la hizo May, su propia madre, antes de morir, explicándole que su esposo dejó a quien más amaba porque ella se lo pidió una vez, Newlan Archer corrige y expresa ensimismado: “Nunca me lo pidió.” A continuación y siendo ya viudo, frente a la ventana de Ellen renuncia a subir, “y ¿qué excusa le pongo?”  -pregunta su hijo- “Dile que soy un anticuado” -responde el canoso Newlan tras casi seis décadas de estancia en la vida. Ese es el final, y los postigos de la ventana se cierran.
Es posible que para cada espectador ambas revelaciones tengan significados distintos, será bonito buscar las variadas respuestas que cada uno de nosotros demos este martes en el cine forum.
Scorsese le dedicó esta película a su padre. Dato que nos indica la carga afectiva que su realización constituyó para él. Él se ha casado y divorciado cinco veces.
El largometraje es una joya a todos los niveles, su belleza deja sin respiración desde los títulos de crédito escritos con victoriana caligrafía sobre flores vivas que se abren entregándose a la cámara en plenitud, al igual que las impresionantes interpretaciones de los tres actores principales que azuzan la libido y estrujan el corazón de quien les mira sin piedad. Él besando el dobladillo del vestido de Ellen, respirando el aroma del paraguas que cree de ella, ocupando la pantalla con los párpados cerrados a centímetros de nosotros. Vemos lo que imagina y sentimos la fuerza de su inercia. Él se postra ante Ellen, May ante él. Los tres son hermosos ejemplares humanos pero en este film alcanzaron la máxima expresión de su belleza, tanta que llega a cegarnos.
El cine de Scorsese siempre necesita reposo y ha de ser visto varias veces porque está repleto de recónditos pliegues. “La edad de la inocencia” y “La última tentación de Cristo” son mis preferidas.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro con el cine o con los libros.

Pili Zori

"ALICE", película de Woody Allen

No sé si será oportuno hablar de una película de Woody Allen con la que le está cayendo, y todo lo que le llovió en los noventa durante la separación de Mia Farrow. Su hija adoptiva Dylan Farrow, de 28 años de edad, vuelve a acusarle de abusos sexuales infligidos en la infancia, cuando apenas tenía siete. En cualquier caso dejaremos que la justicia reabra, si así le parece que debe hacerlo, retome, inculpe o vuelva a exculpar a W. Allen; todo lo demás serían especulaciones por nuestra parte, linchamiento o juicios paralelos, y no somos quienes para hacerlos.
Mujeres y hombres despechados los ha habido a lo largo de la historia, capaces de manipular a los hijos y arrojarlos como si fueran piedras contra el padre o la madre, chiquillos mentirosos que han mantenido el embuste por no saber salir del atolladero también, o por el contrario criaturas sinceras que no tuvieron defensa y que además de haber sufrido las secuelas de dichos abusos vieron como su palabra y su verdad eran puestas en duda, y por supuesto padres poderosos que escudados en su reconocido prestigio pudieron preservar la buena pero falsa imagen.
Mi opinión y mis deseos con respecto a este sórdido asunto no tienen relevancia ni importan, pero sí me gustaría que de forma privada, todos los miembros de la que en su día fue la familia Allen-Farow se decidieran a enfrentarse con sus problemas y los mirasen con valentía y sinceridad, intentando cribar las partes adheridas tales como las crematísticas, los celos profesionales y personales… Sería sano que Mia aceptase que puedan dejar de quererla, si es que ese componente anida en su corazón, ya que ella también dejó a otros. El rencor que produce sentirse abandonada por otra hembra más joven es incendiario, y si encima la joven se hallaba en el seno de tu propia familia y te han dejado sin elegancia y sin preparación previa ya no es fuego sino lava candente. Si además quien te abandona sigue cosechando éxitos por su trabajo es posible que en las entrañas germine una enredadera de envidia y vendetta asfixiantes. La joven en cuestión es Soon-Yi, hija adoptiva de Mia Farrow y su anterior marido André Prevín, casada actualmente con Woody Allen. Es humano sentir que la traición y el engaño fueron dobles  puesto que provinieron de dos de las personas para ella más queridas. Pero aunque lo parezca no estoy cargando las tintas contra Mia porque tampoco estaría de más que las indiferencias y desentendimientos del compromiso adquirido con los hijos por el lado paterno se colocasen sobre la mesa. Sólo así, con las cartas boca arriba, y eliminando lo superfluo podrá quedar lo esencial, el núcleo, sin que por ello sean eximidos de pagar las consecuencias, cada miembro familiar con la cuota que le toque, naturalmente, puesto que todos son adultos; creo que es el único modo de conseguir paz y un futuro limpio, hay otras leyes pertenecientes a la conciencia que lo exigen y que no es necesario legislar, y teniendo en cuenta el interés que este director muestra por el psicoanálisis a lo largo de toda su vida pienso que mi planteamiento no resulta descabellado y mucho menos imposible, el psicoanálisis es una herramienta eficaz que requiere compromiso con la verdad más recóndita y que causa dolor necesario durante el proceso, no es un recurso cinematográfico o literario para dar barniz al personaje. Tanto si la acusación que se le hace a Woody Allen es cierta como si no lo es, el daño es tremendo para todas las partes implicadas y la situación lamentable, pero no irresoluble.


Dicho lo anterior separaré especialmente hoy la obra del autor para hablar de una de las películas más hermosas que Allen escribió para Mía Farrow, junto con “La rosa púrpura del Cairo” que también esta actriz protagonizó.
Woody Allen reflejó y refleja en su cine como nadie las preocupaciones y temores existenciales del ciudadano de nuestro tiempo, urbano e inmerso en reglas impuestas que a menudo no entiende y  para las que no se le ha pedido consenso. Alice (Mia Farrow) pertenece a la alta sociedad neoyorquina, está mimada por la riqueza y es ignorada por su marido Doug (William Hurt).
La cámara nos da un paseo parsimonioso por su enorme casa decorada con estilo en suaves tonos pastel y tras deleitarnos y detenernos ante maravillosas piezas únicas de arte contemporáneo llegamos a un enorme pasillo lleno de puertas por las que salen empleada de hogar, niñera, entrenador, masajista…
En la guardería, Alice conoce a Joe (Joe Mantegna) el sensual saxofonista y padre de otra niña compañera de los hijos de esta acaudalada ama de casa; de inmediato ella se siente atraída por él, pero sus convicciones católicas le provocan fuertes dolores de espalda. Sus días transcurren entre compras en las mejores tiendas de firma, peluquería de lujo y chismorreos sobre los habitantes de su endogámico mundo. Vemos como un dolor de espalda comienza a indicar que Alice somatiza frustraciones y sentimiento de vacío. En el mismo día tres “amigas” distintas le recomiendan que visite al doctor Yang (Keye Luque) y finalmente decide adentrarse en Chinatown y conocerle. A partir de ese instante comienza el balance vital y el turbulento viaje interior. En esta ocasión Allen no utiliza a un psicoanalista como personaje guía que le sirva de excusa para hacer preguntas e intentar obtener respuestas o para dudar irónicamente de su eficacia en ese ni contigo ni sin ti que muestra en otros films. El director nos tiene acostumbrados a que sus zozobras las compongan los grandes temas existenciales: Dios, el sexo, la culpa, el amor, la infidelidad, la inadaptación, el miedo a la enfermedad, a la vejez y a la muerte, en esta ocasión además de sustituir al psicoanalista por el curandero chino también cambia las secuelas de la religión judía por las de la católica.
Es cierto que en Europa quizá se comprenda mejor a este gran cineasta por el sentimiento de antihéroes que tenemos debido a los vapuleos que contiene nuestra historia, saber perder también es una forma de ganar y los triunfalismos imperiales por aquí disgustan al igual que el trato condescendiente. De todos es sabido que a Woody Allen le dejaron huella directores como Ingmar Bergman, François Truffaut, Fellini, Vittorio de Sica, Buñuel, Renoir, Antonioni… y que Américas hay muchas, quizá tantas como estados y el suyo es el de Nueva York. Intuyo que ser neoyorquino constituye una forma muy diferente de ser americano, como ocurre en todas las mecas del mundo en las que la interculturalidad da lugar a micro o macrocosmos. Y aunque desde su ciudad añore su propia idea de Europa, cuando se encuentra en algún país europeo quiere volver de inmediato, (ese sentimiento de exilio intermitente y apátrida es propio de intelectuales tímidos qué se sienten desubicados, los genios como él crean universos propios de compensación en los que generosamente nos dejan entrar, ellos son su verdadera patria) no obstante no conozco a otra persona que ame tanto a la ciudad en la que vive como él. Woody Allen es neoyorquino y esa es la seña de identidad que mejor le define. El gran logro de este autor de culto es añadir a su coctelera de tristezas europeas el ingenio y la sublimación del dolor con el sentido del humor que, como ya he dicho en otras ocasiones, no tiene que ver con la comicidad sino con la perspectiva, la relatividad y la ternura, tres ingredientes fundamentales que bien agitados dan como resultado la bondad inteligente y reflexiva. Como dice su amigo Alan Alda: “la comedia es tragedia + distancia”.
Con la excusa de las hierbas del doctor Yang el director nos lleva de la mano hasta el territorio del inconsciente y tal y como allí sucede el pasado y el presente conviven, y los personajes “reales” se mezclan con los “ficticios” e interactúan en esas ensoñaciones que entran y salen constantemente de la pantalla, los préstamos personales quedan claros, en este caso Mia Farrow tuvo una educación católica en internados y sus padres -la irlandesa Mauren O’Sullivan (Jane la compañera de Tarzán) y el australiano John Farrow, director, guionista y productor- también lo eran. La irónica imagen de un patio de butacas lleno de ricachones trajeados y alhajados como árboles de navidad viendo a Teresa de Calcuta en los fotogramas es una de las paradojas mejor contadas en cine.
Los espectadores contemplamos el terapéutico regreso a la casa de la infancia de Alice, el vuelo con su primer amor, su deseo de escribir y la descontextualizada musa con gafas… Nos reímos con la desinhibición ante Joe Rufalo producida por las hierbas del doctor Yang, asistimos como mirones a los preliminares amorosos en la preciosa buhardilla del músico y la escuchamos decir que va a hacer régimen segundos antes de que la vea desnuda, pero a lo largo del trayecto hemos advertido las barreras: ella está tras el cristal del coche por el que se resbala la lluvia, o detrás de los barrotes de la verja de la escuela, se refleja en una luna de cristal como su tocaya en el país de las maravillas subrayando el espejismo, y deducimos que esa relación tiene impedimentos y que no va a ser duradera sino un puente de transición, y por último disfrutamos con el músico y con ella ante la posibilidad de hacernos invisibles, el sueño de cualquier humano: poder mirar y escuchar sin ser visto, dado que nunca tenemos la información completa. Separan sus caminos y el saxofonista entra en la consulta del psiquiatra de su ex mujer y al oír las intimidades que allí se vierten se lleva la alegría de saber que ella aún le quiere. Alice por su lado pilla a su marido en plena faena con otra mujer y permanece hasta hacerse visible de nuevo, esta vez su invisibilidad cotidiana ha sido efectiva, de pronto a él no le queda más remedio que mirarla, sus ojos contactan cara a cara por primera vez en mucho tiempo y sólo por el susto que se lleva Doug-William Hurt merece la pena la espera.
Para rematar el aroma que desprenden las hojas quemadas recetadas por el doctor Yang y la humareda que forman haciendo que todos los hombres la deseen nos hace reír de buena gana, porque quién no ha soñado con esa popularidad… La sabiduría del doctor ha ido transcurriendo paso a paso, el maestro oriental ha dibujado un retrato anímico de lo que a algunas mujeres les ocurre por dentro tras dos décadas de matrimonio, el miedo impuesto a perder la juventud y a dejar de ser apetecibles es uno de los muchos matices que esboza el sagaz chino hasta rematar el cuadro completo.

Si a tanta magia le añadimos además todas las hermosas vistas diurnas y nocturnas de la ciudad -ese modo de acariciar con los ojos todos los destellos- enseguida nos damos cuenta de que el director está poniendo en nuestras retinas sus lugares predilectos, su Nueva York particular. La corona de guindas que circunda la gran manzana la forman los inteligentes y profundos diálogos. Al terminar de ver el largometraje ya no nos queda duda de que acabamos de recibir una joya de delicada filigrana femenina diseñada y labrada en exclusiva para Mía Farrow.
Es curioso cómo de algún modo esta película se convirtió en un vaticinio: La protagonista abandona a su marido y cambia de vida yéndose a India para después volver a Nueva York y dedicar su tiempo a una ONG, -fuera de la pantalla Mia Farrow al igual que Alice actualmente anda en similares menesteres-. Los colores de la película en ese tramo final cambian, al igual que la indumentaria para volverse más realistas, el plano se abre para salir de los interiores a la calle y desde ésta hacia la alegría y la libertad. La vemos columpiando a uno de sus hijos. Finalmente Alice supo lo que no quería y tras esta revelación encontró su verdadero camino.
Hay algunas constantes en el cine de este director que me resultan curiosas: las mujeres con jerseys anchos de punto grueso, las cuñadas atrayentes, alguna decoradora o interiorista cercana a la familia llevando piezas o figuras carísimas que no consulta si las querrán…
La obra de Woody Allen es extensa, su evolución ha ido pareja a la nuestra y hoy compone un mapa de historia anímica, cuatro décadas ha dedicado a rotularla como un eficaz cartógrafo amanuense, va a ser difícil que no tengas donde escoger tu favorita.
Deseo para todos y cada uno de los Allen-Farrow un camino de reconciliación aunque éste sea tortuoso.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori