Tokio blues (Haruki Murakami)

Acabo de terminar Tokio Blues, la novela de Murakami. Considero que escribir una novela es como construir un edificio, si el edificio está bien hecho tendrá ventanas por las que el lector pueda asomarse y mirar más allá. Y en ese juego de hacer la novela mía he experimentado un montón de sensaciones y conjeturas que es más que probable que el autor no pretendiera, pero un buen lector siempre le añade epílogos a los libros que los mantienen vivos y los hacen crecer, y con esta osadía me aventuraré a compartir el mío.
Toru Watanabe, subido a bordo de un boeing 747 que atraviesa unos espesos nubarrones antes de tomar tierra en el aeropuerto de Hamburgo, al finalizar el aterrizaje escucha una versión de Norwegian Wood, y de inmediato es asaltado por los recuerdos que le trasladan a 1971 dieciocho años atrás.
El arranque es magnífico, Murakami con cuatro pinceladas crea la atmósfera nostálgica y traumática y al instante sabemos que el viaje tiene las dos lecturas: real y metafórica. En realidad es un viaje interior en retrospectiva al que se sumará el lector.
A veces resulta difícil ver los rasgos orientales en los rostros de los protagonistas, tal vez otros opinen que se debe a que el autor es un amante de la cultura occidental, puede ser, yo añadiría que además es un escritor esencial, y cuando se busca la esencia, aunque suene manido, lo local se convierte en universal y traspasa fronteras. Si además le añadimos que la trama se desarrolla en la década de los sesenta, años con iconos tan poderosos, asumidos como propios en todo el mundo y heredados por las generaciones posteriores no es de extrañar que el libro se haya convertido en el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.
Con un lenguaje sencillo en apariencia logra sin embargo bucear por los pliegues más recónditos del alma, y pone palabras a sentimientos secretos, difíciles de exponer e incluso vergonzantes que no sacamos a la luz por lo vulnerables que nos vuelven y Murakami consigue hacerlo con garra escarbadora y valiente y apostando por la vida con todas las consecuencias después de haberlos mirado de frente.
Sus enlaces son magníficos, en la novela el viaje es constante y se realiza en distintos transportes, tren, autobús... y dichos viajes nunca son de atrezzo o para crear ambiente, forman parte del argumento, protagonizan por sí mismos, así, en el que Watanabe emprende hacia el sanatorio donde está ingresada Naoko no es casual que lo acompañe la novela de Thomas Mann “La Montaña Mágica”. Tokio Blues está plagado de hermosas sutilezas como esa, que valen lo mismo para un lector avezado que para otro que desconozca el contenido de la Montaña Mágica y por tanto la similitud del pasaje. No hay en el libro cita musical o literaria que carezca de sentido, y por supuesto ninguna ha sido elegida como alarde erudito o sólo para darle un uso cronológico.
Al ser un elenco de personajes en evolución es inevitable quererlos a ratos y detestarlos también a ratos, por eso me he sorprendido a mí misma juzgando antes de tiempo a Watanabe, me parecía un recipiente vacío que llenaban los demás, un observador de los que siempre van un paso por detrás de los que arriesgan, que sólo se ponía en marcha si alguien le daba cuerda. Más tarde comprendes que no sólo complace por inercia o bondad sino que está procesando situaciones y sentimientos difíciles de elaborar, decisiones que conllevan consecuencias, que se tiene que despojar de estereotipos para comprender una realidad inusual desnuda..., y lo está haciendo a una edad de encrucijada. El suicidio aparece inesperadamente sin ninguna señal previa: Kizuki el novio de Naoko desde la adolescencia y el mejor amigo de Watanabe se mata después de echar una partida de billar con Toru Watanabe, el papel de Watanabe entre Naoko y Kizuqui era el de favorecer la imagen de la pareja: ante él se sentían mejores y ambos por separado se aferraban a él creando así un limpio e inofensivo triángulo, pero el suicidio no es lo mismo que la muerte, ni siquiera la accidental y siempre deja una herida incurable en la perplejidad de los demás que creen leer en el acto un mensaje de demanda, de reproche o venganza que no saben descifrar y lo peor de todo es que se trata de un hecho irreversible, yo lo siento como un homicidio o asesinato aunque no deje de comprender por ello el grado de desesperación o de hastío que lleva a alguien a acabar con su vida. Más adelante y siguiendo con los magníficos enlaces que mencionaba en renglones anteriores, veremos como se repite la misma situación con Nagasawa, Hatsumi y Watanabe en un plano más evolucionado ya en la frontera de la juventud.
Todos los personajes con sus dramas internos parecen opciones para Watanabe al principio, de hecho en el universo de la novela él camina con cada uno de ellos por separado durante largos trechos sin mezclarlos, yendo de uno a otro, almacenando en su interior sus comportamientos y modos de pensar y de ser, después el lector concluirá que todos juntos parecen destinados a conseguir que Watanabe logre su madurez.
Cada uno de los personajes merecería un monográfico, por su autenticidad porque sin ser arquetipos podemos reconocernos en ellos precisamente por esa parte que todos llevamos dentro: la más genuina y libre, la que nos convierte en humanos.
Y si hubiera que escoger aunque no es fácil hacerlo, yo me quedaría con Midori, porque nunca había visto una forma más elegante de vulgaridad, ni tanta hondura revestida de aparente despreocupación, ni una coraza tan digna tras haber mostrado el alma. Su forma de reclamar el amor sin pedirlo, de provocar buscando el límite para ver si él podría amarla sin desear cambiarla. En fin no quiero desvelar pero sí animaros a que la conozcáis, junto a Reiko forman el tandem vital. Murakami ha construido unos personajes femeninos incomparables. En cuanto a la sexualidad ahí sí se nota que hablamos de Tokio, los sesenta nuestros acarreaban más culpa a pesar de que en España esa generación de mujeres tuvo que salvar muchas trampas y obstáculos hasta conseguir la naturalidad sexual con alto precio en muchos casos. En esta novela hay un sexo explícito que tiene mucho más que ver con la intimidad que con la mera excitación. De hecho los encuentros sexuales son contrastados, cuando Nagasawa y Watanabe van de caza es un modo que tiene más que ver con el desahogo físico y singular no compartido que aunque haya dos cuerpos no deja de ser una suerte de onanismo. Con Midori es la alegría, el intercambio saludable, el amor. Con Naoko lo antagónico, ella es incapaz de recibir y su tristeza es insondable. Y con Reiko es el canto, la celebración sin compromisos, el encuentro en el cruce de caminos. El sanatorio remite al de Esplendor en la Hierba, y a la filosofía de aquel tiempo comunitario de transformaciones que al final resultaron quiméricas, como la escuela de Summerhill, la antipsiquiatría... sueños que al menos la que suscribe lamenta haber perdido y admitir que no fueron realizables. Con el personaje principal me he enfadado al ver que desdeñaba la huelga universitaria tildándole de anodino carente de inquietudes, después me lo he reprochado por intolerante y dogmática, si algo quedó como poso o resultado de aquel tiempo al menos fue la capacidad de convivencia y la valoración de la pluralidad y a su modo, no contestando cuando pasan lista en la facultad pero sí asistiendo a las clases explica su postura que yo no debo descontextualizar de su espacio y de su tiempo que aunque hay similitudes, también hay diferencias, estamos en Tokio.
En la novela hay pequeñeces muy grandes: observaciones de una sensibilidad extrema y exquisita, como por ejemplo que las relaciones de pareja transcurran mucho de perfil porque los protagonistas pasean mientras hablan favoreciendo así la mirada frontal, la de cada uno por turnos y también el ensimismamiento. Hay un detalle fetiche que está presente todo el tiempo: el cabello, la melena de Naoko acariciando su piel, el pasador del pelo para indicar soltura o recogimiento. Las comparaciones precisamente para que estas establezcan las diferencias. Contarlo todo, no por incontinencia verbal sino a modo de exorcismo, (cierto es que los beneficios de esa clase de terapias se exageraron en la época convirtiéndolos así en exacerbación).Pero en la novela las palabras, el respeto a la palabra, su peso cobran mucho valor porque de ellas dependen las entregas, los daños, la enfermedad, la curación... de hecho cuando Naoko empeora es uno de sus primeros síntomas: la pérdida del lenguaje, la incapacidad para articularlas, para pronunciarlas... Pero para no apasionarme y abrumar con los detalles terminaré escogiendo alguno de mis subrayados aunque me quede con las ganas de reseñar muchos más:

Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que no las pone por escrito”

“...El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar ese dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso”

“...y por más que te esfuerces e intentes hacerlo lo mejor posible, cuando llega el momento de herir a alguien lo hieres. La vida es así
.”

Pili Zori