"Tú y yo", de NICCOLÒ AMMANITI

Lorenzo, un callado e introvertido muchacho de catorce años se encierra en un sótano durante una semana para mantener una mentira y así poder cumplir su mayor deseo: estar solo sin tener que fingir que es uno más en el zoológico depredador del instituto y de la vida. Ha dicho a sus padres que una compañera de curso le ha invitado a esquiar junto a otros chicos de clase.
¿Deseaba en su interior que así hubiera sido?
A menudo creemos que el punto de partida es la infancia, bien como lugar nostálgico al que volver o bien como huida, dependiendo en cada caso de lo que haya tocado vivir. Durante la niñez eres un amplio receptor sin filtros, pero tal vez sean la pubertad y la adolescencia -etapas en las que ya reflexionas- los elevados y aterradores trampolines desde los que has de saltar, has llegado al umbral, no hay retroceso y debes tirarte sin remedio a las turbulentas, caóticas y abisales aguas adultas de absurdas reglas y adocenamientos que sin duda entran en colisión con lo que en esencia eres.
La adolescencia es la radiografía que muestra nuestro esqueleto anímico, el armazón que en realidad nos sostiene.
Ammaniti esculpió a la perfección el desnudo que requerían los rayos X. La prosa es tratada a martillo y cincel como el mármol de una escultura. El autor ha desprendido, quitado y no añadido los pedazos sobrantes, las adherencias exteriores y erosionadoras que acumulamos después, y que a veces como un cáncer se comen nuestra verdadera estructura. El autor consiguió que la obra de arte saliera del núcleo en el que estaba oculta, encerrada, escondida.
Tú y yo nos invita a recordar nuestra pubertad, nuestra adolescencia, y la metáfora de la novela es preciosa y precisa, porque el interior de una casa tanto en literatura como en psicología suele representar al ser humano por dentro, y bajar al sótano significa que viajas hasta el fondo de ti mismo.
Cada lector hará interpretaciones diferentes porque es inevitable proyectar sobre las páginas de la novela recuerdos personales de dicha etapa, al menos yo sí tuve algún que otro escondrijo, y uno en concreto también fue un sótano al lado del gimnasio en el colegio de monjas en el que me sentí fuera de lugar durante tantos cursos de bachillerato.
A veces, (aparte de provocar que me echaran de clase por charlatana, o por tener en el regazo novelas de Herman Hesse, o de la biblioteca de mi padre -que después no me devolvían- mientras simulaba estudiar y aunque más tarde me avergonzara) me sentaba en el suelo bajo la silla o el pupitre. Estaba convencida de que dado mi apellido, la proximidad del armario de los abrigos, y la superpoblación de cada aula nadie notaría que el último lugar del orden alfabético se quedaba vacío. Unos ojos adultos -probablemente tanto entonces como hoy-  interpretarían la conducta como una llamada de atención bajo un mismo prisma esquemático, pero no era así, realmente me escapaba pensando que la ausencia pasaba por completo inadvertida. Nuestro idioma es acertado y la frase de “no sabía dónde meterme” define perfectamente lo que estoy compartiendo. Me mataban de aburrimiento, sufría un cansancio feroz y no podía retener dentro de mí tanta energía echada a perder. Ya me habría gustado que los estudios convencionales fueran mi escondite, y no los autodidactas o clandestinos en los que podría atesorar varias licenciaturas, pero en aquel tiempo aún no entendía de disfraces ni de reglas sociales incomprensibles al igual que le ocurre a Lorenzo.
El padre de Niccolò Ammaniti es un prestigioso psiquiatra especializado en adolescentes, ambos han escrito a cuatro manos algunos libros.
Al menos a mí me resulta un contrasentido que la adorada diosa llamada “normalidad social” a la que tanto se venera se empeñe en imponer revestimientos que luego los profesionales tienen que andar arrancando con enorme esfuerzo, entonces ¿en qué quedamos?, ¿por qué esta novela de apariencia tan sencilla ha provocado tanta empatía en el mundo entero? De algún modo habrá que conjugar para que el individuo no sea engullido en favor del clan.
Lorenzo en una de las páginas del libro escucha a sus progenitores hablar sobre él y oye cómo su padre le dice a la madre: “Me parece muy reductiva esa necesidad de algunos psicólogos de pacotilla de catalogar y catalogar continuamente” , y sin embargo es curioso que la propia contraportada del libro incurra en ese mismo error al definir a Lorenzo como introvertido y un tanto neurótico.
Siempre tendemos a arreglar por el camino fácil, primero se crea e impone un sistema. Si es bueno o no, no se discute, y después ahí te las apañes, tanto si lo disfrutas como si lo padeces y que el individuo se adapte a lo colectivo y no a la inversa. Se ve que hacer hueco para ampliar no está contemplado, será que la variedad de colores rompe la armonía de lo monocorde. “Coma caca que cien millones de moscas no pueden estar equivocadas”, decíamos algunos en el tiempo de mi juventud. Todo sea en favor de “La Mayoría” otra diosa déspota a la que hay que rendir pleitesía. Recemos entonces para que la ilustrísima  mayoría no decida aprobar barbaridades.
Agradezco que la novela vuelva a poner en cuestión quiénes son en realidad los inadaptados, que aborde por qué se inculca con tanto ahínco que si no eres sociable resultas un fracasado y ahí anda todo el mundo como loco vestido de avispa para que no le piquen simulando un aguijón postizo (cuando leáis la novela quienes aún no lo hayáis hecho comprenderéis el extraordinario ejemplo real que el protagonista escoge con una mosca que se hace pasar por avispa para poder formar parte del avispero sin ser atacada. Ammaniti cursó estudios de biología, aunque no se licenció, por suerte para los lectores fue secuestrado por la literatura).
Tú y yo, esta pequeña gran joya, entre otras muchas también suscita la disertación sobre el sentido de pertenencia, y sobre la necesidad de aprobación y nos invita a visitar de nuevo nuestra adolescencia para que nos comprendamos mejor.
Olivia, la bella hermana de Lorenzo por parte de padre, nueve años mayor que él y que apenas ha visto, sirve de contrapunto al irrumpir en el refugio. Aparece desmejorada, menos hermosa de lo que él la recordaba, ha ido a buscar una caja con su nombre en la que están guardadas sus cosas. Tras el incómodo forcejeo de quien se siente invadido aparecerá la conciencia que reside en el amor instintivo y el chico le prestará toda su ayuda sin juicios ni prejuicios y correrá todos los riesgos.

Antes de entrar en el síndrome de abstinencia, Olivia le recrimina entre exclamaciones “que sepas que porque te escondas y vayas a lo tuyo no eres una buena persona, demasiado fácil pensar eso”.
Los tiempos para la reflexión, es decir los silencios, están muy bien medidos y cargados con la potencia de lo que no se dice pero que sin embargo el lector lee con completa exactitud. Ya he dicho en otras ocasiones que un buen escritor lo es también por lo que calla para que lo añada el lector extrayéndolo de entre las líneas, moverse bien en la sugerencia requiere maestría.
Mientras Olivia duerme Lorenzo lee la carta que estaba guardada en la caja y que explica por sí sola algunas razones de su hermana. El autor no juzga ni culpa ni responsabiliza sólo muestra y establece el contraste, quien lee decide qué hacer con el retrato:
“Querido papá:
Te escribo para darte las gracias por el dinero. Cada vez que me sacas de un apuro tirando de tu cartera me pregunto: y si en el mundo no existiera el dinero, ¿cómo podría ayudarme mi padre? Y luego me pregunto si lo haces porque te sientes culpable o porque me quieres. ¿Y sabes qué? Que no quiero saberlo”.
La carta continúa, tendréis que entrar en el libro para completarla.
Al mismo tiempo hemos visto cómo mira a su padre Lorenzo y la diferencia también está servida así como el sutil deseo de equidad: “…Una de esas personas serias que parece que han de sostener el mundo solos”.
Cuando Olivia se encuentra mal Lorenzo la contempla y define su aspecto de este modo: “…Como si la hubiese masticado y escupido un monstruo al que le hubiera sabido amarga”. Qué belleza.
Este niño que era y es cariñosísimo con sus padres y su abuela escuchó en la sala de profesores cómo la maestra  le decía a su madre: “Es como si estuviera en la estación esperando el tren para volver a casa”.
Ese crío al que “le gustaban aquellas enormes fotografías de gente comiendo sola en restaurantes llenos” era feliz a su modo. No sé por qué hay que dar tanto la tabarra con la sobrevaloración del grupo si tarde o temprano te integras con más o menos gusto ya que no hay otra, si tarde o temprano te emparejas felizmente, y tienes hijos a los que amas y por los que también te preocupas en igual medida, y encuentras un trabajo que encaja en el orden social establecido, que se lo digan si no a este escritor que ejerce el oficio más solitario del mundo: La literatura, y la enorme y paradójica necesidad que ésta tiene de comunicarse y compartirse al mismo tiempo. Dejemos entonces vivir en paz a los gregarios y también a los solitarios porque más tarde o más temprano todo encuentra su lugar, la vida te va guiando.
Pasajes como el original relato que Lorenzo le cuenta a su convaleciente abuela no tienen precio, así como el momento exacto en el que en ese cuarto -aprovisionado de cocacolas, latas de atún, libros de terror y la play- el chico mata al monstruo Soul Reaver en el videojuego. El engarce no puede ser más lírico.
Insisto en que volver de vez en cuando a la adolescencia permite saber si de algún modo te has traicionado o si te has mantenido fiel a tu propia esencia. En aquel tiempo se veía más claro quiénes eran limpios de corazón y quiénes en su lugar tenían piedras.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

"Juego de espías" de MICHAEL FRAYN

“Juego de espías” de Michael Frayn o la evocación de un verano en la infancia de Stephen Wheatley en las calles de un barrio londinense situado en las afueras de la ciudad mientras la segunda guerra mundial devastaba Europa.
Dos niños varones, Stephen y Keith deciden “jugar” a vigilar a los vecinos. Keith, quien habitualmente toma la iniciativa, un buen día asegura que su madre es una espía que trabaja para los alemanes, a partir de dicha conjetura ambos irán anotando cada uno de los movimientos, entradas y salidas que la sencilla ama de casa hace, y sin pretenderlo se adentrarán en el mundo de los adultos cargado de silencios, tensiones y secretos que la imaginación de los chicos rellena intentando completar así la información que les falta. Pero, ¿van bien encaminados?, ¿acaso el instinto infantil que respira los ambientes en los que vive no es el más certero?
Los niños atraviesan con facilidad envolturas y oscurantismos y hacen diana con sus dardos en el núcleo y en la esencia de los mayores. Pero aún desconocen las consecuencias de sus actos ¿inocentes?, ¿reflejo de nuestra imagen y semejanza?

Comprendemos sin saber, porque como ya he dicho en otras ocasiones en este mismo blog hay percepciones conscientes y también inconscientes, pero en el fondo siempre sabemos lo que ocurre aunque no nos atrevamos a mirarlo de frente.
Cincuenta años después Stephen regresará a la calle de su infancia y podrá mirar a los ojos al niño que fue.
Tras un arranque largo en apariencia el lector deduce hacia la mitad de la novela -en el eje- que la extensa presentación ha sido necesaria para crear la atmósfera hipnótica que la historia requiere. Porque atreverse a hacer algo o retroceder para no hacerlo lleva su tiempo y en esa tensa disyuntiva de vaivén se moverá el niño protagonista de esta historia.
El recuerdo, la dura remembranza, proviene de un olor: el aroma que desprende el arbusto de la alheña, una mezcla dulce, acre y de marcaje felino. El olfato siempre es el sentido que se ocupa de la memoria, de los recuerdos a los que a menudo llama sin permiso, y de los cinco, es el más rápido en viajar vertiginosamente hacia el pasado.
Esta novela iniciática nos habla de la fascinación que ejercen los tiranos ya desde la infancia, de cómo paralizan los seres dominantes, de cómo anulan la iniciativa, la capacidad de respuesta... En ese punto me pregunté de nuevo por la valentía y por la cobardía que tan en serio se toman los niños dado que en la elección implican su honor, que no por infantil es menos grande, y decidí que habría que redefinir sus significados ya que a menudo exigimos a quien ha sido apabullado que se defienda, porque eso es lo fácil, pero lo correcto en mi opinión es trasladar la exigencia a quien abusa y no reprochar encima al damnificado, lo mismo haría con la fortaleza volviendo a desmenuzar su concepto, porque no es más fuerte quien se sale con la suya, grita o reacciona con amenazas para conseguir lo que quiere, sino quien en las peores circunstancias opta por lo que considera más justo y lo mantiene. El lenguaje sólo es un reflejo de los sentimientos e ideas, y algunos sin duda llevan demasiado tiempo siendo preponderantes, erróneos e impuestos, la Real Academia debería estar más atenta al contenido, al fin y al cabo de eso trata el oficio, de eso va la semántica.
Juego de espías da una inteligentísima vuelta de tuerca que nos hace replantearnos -bajo la mirada de la infancia- demasiadas ideas preconcebidas que damos por supuestas como la de que ser alemán en tiempos de Hitler no fue sinónimo de nazi, parece una verdad de Perogrullo, pero no está de más recordarlo.
La crueldad anida en nosotros y se practica en cualquier parte del planeta y en cualquier tiempo, saberlo nos permite elegir ejercerla o no. Hemos conseguido convertir el nazismo en eufemismo y apartándolo hacia ese compartimento estanco del mapa y en ese trozo de la historia nos quedamos tranquilos pensando que la atrocidad no va con nosotros, que aquella ignominia, aquel holocausto lo hicieron y protagonizaron otros, pero muchos alemanes se oponían, y también fueron perseguidos y asesinados sin que necesariamente fueran de religión judía o de origen israelita, a menudo lo olvidamos. Mientras otros muchos europeos celebraban la llegada de aquellas juventudes hitlerianas tan rubias y tan altas. Con respecto a estas últimas frases Michael Frayn se guarda una hermosa sorpresa invirtiendo los comportamientos que no voy a desvelar.
El padre de Stephen mientras cura y desinfecta con inmensa ternura la herida que le han hecho a su hijo en el cuello le dice que hay personas que disfrutan con la crueldad y que él ya ha visto demasiadas, (perdón por no citar textualmente), en ese momento le devuelve a su hijo la dignidad enviándole el mensaje correcto: nunca, jamás hay que ser como quien te ha causado esa herida. Le devuelve la fortaleza haciéndole comprender que ésta radica en dicha decisión, y yo añado que es bueno saber que tienes fuerza precisamente para no alardear de ella, para no tener que usarla.
“Juego de espías” analiza la zanja que separa el mundo adulto del de la infancia, todavía no sé si es inevitable esa brecha en la etapa -quizá más íntima de nuestra historia personal- en la que todavía buscamos las palabras para ponerlas en donde aún no las hay, las nuestras, las propias. En ese periodo en el que sólo sentimos y reaccionamos, el pensamiento aún está colocado en las emociones y en la intuición.
En la novela hay una imagen hermosísima que define con exactitud dicha zanja: Stephen, tras padecer una pesadilla se mete en la cama de sus padres en medio de las paredes que forman las dos espaldas. No puede ser más explícita.
“Juego de espías” se adentra en el origen de los miedos con una eficacia que hasta ahora yo no había contemplado ni en literatura ni en ninguna otra parte. Me sigo preguntando ¿por qué cuando somos niños no comunicamos la angustia?, ¿qué componentes de humillación y vergüenza hacen que ocultemos el dolor que nos infligen? Ahí está el acoso escolar para demostrarlo. Sin embargo paradójicamente esa zanja insalvable en apariencia como un cañón esculpido por un río se vuelve navegable cuando los miedos adultos y los infantiles son compartidos: la madre de Keith conecta con Stephen en el momento en el que los dos olfatean sus temores sintiéndose de la misma especie, y lo mismo sucede cuando el aviador escondido pronuncia en voz alta ante Steephen lo que sintió desde el cielo.
Una historia de amor se despliega ante los ojos del niño sobre un mapa de seda que ha de entregar junto a la frase “Para siempre”. Pañuelos, fulares que tapan o destapan, que ocultan o muestran en gargantas grandes o pequeñas…  Responsabilidad inmensa para un menor asustado e imaginativo. Encomienda que no cumple a causa del terror que le atenaza, por no haber sabido encontrar o aprovechar el momento adecuado, por sopesar la encrucijada de sus lealtades. El remordimiento que se instala en sus pequeñas entrañas por no saber a quién ser fiel con la palabra dada. Los niños no distinguen los niveles de importancia en los errores, en las faltas, en las equivocaciones y por ello no se otorgan el perdón y se limitan a acarrearlos.
Pero será la solidaridad innata cuando dejan de inducirle, cuando piensa por sí mismo la que salve y resarza a Stephen de toda confusión. Su padre le tranquiliza aunque el hijo no le responda, diciéndole que no ha hecho nada malo si le ha llevado comida y medicamentos al hombre escondido. Pero el hombre cruza las vías del tren.
“¡Qué cosas nos hicimos los unos a los otros en aquellos años de locos! ¡Qué nos hicimos a nosotros mismos!”  
Nos dice el protagonista en la madurez al llegar a las últimas páginas. 
La casa del niño no deslumbra tanto como la de Keith, pero el padre de Stephen en lugar de opulencia y oropeles sí le proporciona sin embargo cimientos para que en el futuro sea un hombre, un hombre bueno. Y puestos a seguir redefiniendo creo que a nadie se le escapa que la verdadera fuerza es la bondad.
“Juego de espías” es un libro que remueve, que transforma, que conmueve, que emociona. Pero sobre todo “Juego de espías” nos recuerda que los niños se miran en nosotros, intentemos al menos no estar sucios o limpiemos el espejo frente a ellos, para que sepan que todos nos equivocamos pero que los errores se pueden remediar. Toda mi vida he pensado que a los críos se les puede decir la verdad buscando la manera apropiada de hacerlo, es la muestra de respeto que más agradecen. Es posible que sea después cuando no queramos verla.
Agradezco esta joya literaria que mereció el premio Whitbread de novela en el 2002, pero a quienes de verdad quiero dar las gracias es a Stefan Weitzler, (cuando lleguéis a las últimas páginas entenderéis la sorpresa de este nombre que ni el escritor ni yo os habíamos anunciado) nunca antes había sentido con tanta hondura la verdad de la ficción, y me alegro de haber conocido a Michael Frayn, el autor, a través de esta bellísima novela llena de lirismo y voz tan singular que no se parece a ninguna otra, gracias a él, he navegado por el interior de mí misma. Frayn es la mano que te saca del abismo tras introducirte en él sin soltarte para que pierdas el miedo.
Es una novela preciosa que me regaló un reciente amigo vinculado con la biblioteca pública de mi ciudad.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.