"Tú y yo", de NICCOLÒ AMMANITI

Lorenzo, un callado e introvertido muchacho de catorce años se encierra en un sótano durante una semana para mantener una mentira y así poder cumplir su mayor deseo: estar solo sin tener que fingir que es uno más en el zoológico depredador del instituto y de la vida. Ha dicho a sus padres que una compañera de curso le ha invitado a esquiar junto a otros chicos de clase.
¿Deseaba en su interior que así hubiera sido?
A menudo creemos que el punto de partida es la infancia, bien como lugar nostálgico al que volver o bien como huida, dependiendo en cada caso de lo que haya tocado vivir. Durante la niñez eres un amplio receptor sin filtros, pero tal vez sean la pubertad y la adolescencia -etapas en las que ya reflexionas- los elevados y aterradores trampolines desde los que has de saltar, has llegado al umbral, no hay retroceso y debes tirarte sin remedio a las turbulentas, caóticas y abisales aguas adultas de absurdas reglas y adocenamientos que sin duda entran en colisión con lo que en esencia eres.
La adolescencia es la radiografía que muestra nuestro esqueleto anímico, el armazón que en realidad nos sostiene.
Ammaniti esculpió a la perfección el desnudo que requerían los rayos X. La prosa es tratada a martillo y cincel como el mármol de una escultura. El autor ha desprendido, quitado y no añadido los pedazos sobrantes, las adherencias exteriores y erosionadoras que acumulamos después, y que a veces como un cáncer se comen nuestra verdadera estructura. El autor consiguió que la obra de arte saliera del núcleo en el que estaba oculta, encerrada, escondida.
Tú y yo nos invita a recordar nuestra pubertad, nuestra adolescencia, y la metáfora de la novela es preciosa y precisa, porque el interior de una casa tanto en literatura como en psicología suele representar al ser humano por dentro, y bajar al sótano significa que viajas hasta el fondo de ti mismo.
Cada lector hará interpretaciones diferentes porque es inevitable proyectar sobre las páginas de la novela recuerdos personales de dicha etapa, al menos yo sí tuve algún que otro escondrijo, y uno en concreto también fue un sótano al lado del gimnasio en el colegio de monjas en el que me sentí fuera de lugar durante tantos cursos de bachillerato.
A veces, (aparte de provocar que me echaran de clase por charlatana, o por tener en el regazo novelas de Herman Hesse, o de la biblioteca de mi padre -que después no me devolvían- mientras simulaba estudiar y aunque más tarde me avergonzara) me sentaba en el suelo bajo la silla o el pupitre. Estaba convencida de que dado mi apellido, la proximidad del armario de los abrigos, y la superpoblación de cada aula nadie notaría que el último lugar del orden alfabético se quedaba vacío. Unos ojos adultos -probablemente tanto entonces como hoy-  interpretarían la conducta como una llamada de atención bajo un mismo prisma esquemático, pero no era así, realmente me escapaba pensando que la ausencia pasaba por completo inadvertida. Nuestro idioma es acertado y la frase de “no sabía dónde meterme” define perfectamente lo que estoy compartiendo. Me mataban de aburrimiento, sufría un cansancio feroz y no podía retener dentro de mí tanta energía echada a perder. Ya me habría gustado que los estudios convencionales fueran mi escondite, y no los autodidactas o clandestinos en los que podría atesorar varias licenciaturas, pero en aquel tiempo aún no entendía de disfraces ni de reglas sociales incomprensibles al igual que le ocurre a Lorenzo.
El padre de Niccolò Ammaniti es un prestigioso psiquiatra especializado en adolescentes, ambos han escrito a cuatro manos algunos libros.
Al menos a mí me resulta un contrasentido que la adorada diosa llamada “normalidad social” a la que tanto se venera se empeñe en imponer revestimientos que luego los profesionales tienen que andar arrancando con enorme esfuerzo, entonces ¿en qué quedamos?, ¿por qué esta novela de apariencia tan sencilla ha provocado tanta empatía en el mundo entero? De algún modo habrá que conjugar para que el individuo no sea engullido en favor del clan.
Lorenzo en una de las páginas del libro escucha a sus progenitores hablar sobre él y oye cómo su padre le dice a la madre: “Me parece muy reductiva esa necesidad de algunos psicólogos de pacotilla de catalogar y catalogar continuamente” , y sin embargo es curioso que la propia contraportada del libro incurra en ese mismo error al definir a Lorenzo como introvertido y un tanto neurótico.
Siempre tendemos a arreglar por el camino fácil, primero se crea e impone un sistema. Si es bueno o no, no se discute, y después ahí te las apañes, tanto si lo disfrutas como si lo padeces y que el individuo se adapte a lo colectivo y no a la inversa. Se ve que hacer hueco para ampliar no está contemplado, será que la variedad de colores rompe la armonía de lo monocorde. “Coma caca que cien millones de moscas no pueden estar equivocadas”, decíamos algunos en el tiempo de mi juventud. Todo sea en favor de “La Mayoría” otra diosa déspota a la que hay que rendir pleitesía. Recemos entonces para que la ilustrísima  mayoría no decida aprobar barbaridades.
Agradezco que la novela vuelva a poner en cuestión quiénes son en realidad los inadaptados, que aborde por qué se inculca con tanto ahínco que si no eres sociable resultas un fracasado y ahí anda todo el mundo como loco vestido de avispa para que no le piquen simulando un aguijón postizo (cuando leáis la novela quienes aún no lo hayáis hecho comprenderéis el extraordinario ejemplo real que el protagonista escoge con una mosca que se hace pasar por avispa para poder formar parte del avispero sin ser atacada. Ammaniti cursó estudios de biología, aunque no se licenció, por suerte para los lectores fue secuestrado por la literatura).
Tú y yo, esta pequeña gran joya, entre otras muchas también suscita la disertación sobre el sentido de pertenencia, y sobre la necesidad de aprobación y nos invita a visitar de nuevo nuestra adolescencia para que nos comprendamos mejor.
Olivia, la bella hermana de Lorenzo por parte de padre, nueve años mayor que él y que apenas ha visto, sirve de contrapunto al irrumpir en el refugio. Aparece desmejorada, menos hermosa de lo que él la recordaba, ha ido a buscar una caja con su nombre en la que están guardadas sus cosas. Tras el incómodo forcejeo de quien se siente invadido aparecerá la conciencia que reside en el amor instintivo y el chico le prestará toda su ayuda sin juicios ni prejuicios y correrá todos los riesgos.

Antes de entrar en el síndrome de abstinencia, Olivia le recrimina entre exclamaciones “que sepas que porque te escondas y vayas a lo tuyo no eres una buena persona, demasiado fácil pensar eso”.
Los tiempos para la reflexión, es decir los silencios, están muy bien medidos y cargados con la potencia de lo que no se dice pero que sin embargo el lector lee con completa exactitud. Ya he dicho en otras ocasiones que un buen escritor lo es también por lo que calla para que lo añada el lector extrayéndolo de entre las líneas, moverse bien en la sugerencia requiere maestría.
Mientras Olivia duerme Lorenzo lee la carta que estaba guardada en la caja y que explica por sí sola algunas razones de su hermana. El autor no juzga ni culpa ni responsabiliza sólo muestra y establece el contraste, quien lee decide qué hacer con el retrato:
“Querido papá:
Te escribo para darte las gracias por el dinero. Cada vez que me sacas de un apuro tirando de tu cartera me pregunto: y si en el mundo no existiera el dinero, ¿cómo podría ayudarme mi padre? Y luego me pregunto si lo haces porque te sientes culpable o porque me quieres. ¿Y sabes qué? Que no quiero saberlo”.
La carta continúa, tendréis que entrar en el libro para completarla.
Al mismo tiempo hemos visto cómo mira a su padre Lorenzo y la diferencia también está servida así como el sutil deseo de equidad: “…Una de esas personas serias que parece que han de sostener el mundo solos”.
Cuando Olivia se encuentra mal Lorenzo la contempla y define su aspecto de este modo: “…Como si la hubiese masticado y escupido un monstruo al que le hubiera sabido amarga”. Qué belleza.
Este niño que era y es cariñosísimo con sus padres y su abuela escuchó en la sala de profesores cómo la maestra  le decía a su madre: “Es como si estuviera en la estación esperando el tren para volver a casa”.
Ese crío al que “le gustaban aquellas enormes fotografías de gente comiendo sola en restaurantes llenos” era feliz a su modo. No sé por qué hay que dar tanto la tabarra con la sobrevaloración del grupo si tarde o temprano te integras con más o menos gusto ya que no hay otra, si tarde o temprano te emparejas felizmente, y tienes hijos a los que amas y por los que también te preocupas en igual medida, y encuentras un trabajo que encaja en el orden social establecido, que se lo digan si no a este escritor que ejerce el oficio más solitario del mundo: La literatura, y la enorme y paradójica necesidad que ésta tiene de comunicarse y compartirse al mismo tiempo. Dejemos entonces vivir en paz a los gregarios y también a los solitarios porque más tarde o más temprano todo encuentra su lugar, la vida te va guiando.
Pasajes como el original relato que Lorenzo le cuenta a su convaleciente abuela no tienen precio, así como el momento exacto en el que en ese cuarto -aprovisionado de cocacolas, latas de atún, libros de terror y la play- el chico mata al monstruo Soul Reaver en el videojuego. El engarce no puede ser más lírico.
Insisto en que volver de vez en cuando a la adolescencia permite saber si de algún modo te has traicionado o si te has mantenido fiel a tu propia esencia. En aquel tiempo se veía más claro quiénes eran limpios de corazón y quiénes en su lugar tenían piedras.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori

"Juego de espías" de MICHAEL FRAYN

“Juego de espías” de Michael Frayn o la evocación de un verano en la infancia de Stephen Wheatley en las calles de un barrio londinense situado en las afueras de la ciudad mientras la segunda guerra mundial devastaba Europa.
Dos niños varones, Stephen y Keith deciden “jugar” a vigilar a los vecinos. Keith, quien habitualmente toma la iniciativa, un buen día asegura que su madre es una espía que trabaja para los alemanes, a partir de dicha conjetura ambos irán anotando cada uno de los movimientos, entradas y salidas que la sencilla ama de casa hace, y sin pretenderlo se adentrarán en el mundo de los adultos cargado de silencios, tensiones y secretos que la imaginación de los chicos rellena intentando completar así la información que les falta. Pero, ¿van bien encaminados?, ¿acaso el instinto infantil que respira los ambientes en los que vive no es el más certero?
Los niños atraviesan con facilidad envolturas y oscurantismos y hacen diana con sus dardos en el núcleo y en la esencia de los mayores. Pero aún desconocen las consecuencias de sus actos ¿inocentes?, ¿reflejo de nuestra imagen y semejanza?

Comprendemos sin saber, porque como ya he dicho en otras ocasiones en este mismo blog hay percepciones conscientes y también inconscientes, pero en el fondo siempre sabemos lo que ocurre aunque no nos atrevamos a mirarlo de frente.
Cincuenta años después Stephen regresará a la calle de su infancia y podrá mirar a los ojos al niño que fue.
Tras un arranque largo en apariencia el lector deduce hacia la mitad de la novela -en el eje- que la extensa presentación ha sido necesaria para crear la atmósfera hipnótica que la historia requiere. Porque atreverse a hacer algo o retroceder para no hacerlo lleva su tiempo y en esa tensa disyuntiva de vaivén se moverá el niño protagonista de esta historia.
El recuerdo, la dura remembranza, proviene de un olor: el aroma que desprende el arbusto de la alheña, una mezcla dulce, acre y de marcaje felino. El olfato siempre es el sentido que se ocupa de la memoria, de los recuerdos a los que a menudo llama sin permiso, y de los cinco, es el más rápido en viajar vertiginosamente hacia el pasado.
Esta novela iniciática nos habla de la fascinación que ejercen los tiranos ya desde la infancia, de cómo paralizan los seres dominantes, de cómo anulan la iniciativa, la capacidad de respuesta... En ese punto me pregunté de nuevo por la valentía y por la cobardía que tan en serio se toman los niños dado que en la elección implican su honor, que no por infantil es menos grande, y decidí que habría que redefinir sus significados ya que a menudo exigimos a quien ha sido apabullado que se defienda, porque eso es lo fácil, pero lo correcto en mi opinión es trasladar la exigencia a quien abusa y no reprochar encima al damnificado, lo mismo haría con la fortaleza volviendo a desmenuzar su concepto, porque no es más fuerte quien se sale con la suya, grita o reacciona con amenazas para conseguir lo que quiere, sino quien en las peores circunstancias opta por lo que considera más justo y lo mantiene. El lenguaje sólo es un reflejo de los sentimientos e ideas, y algunos sin duda llevan demasiado tiempo siendo preponderantes, erróneos e impuestos, la Real Academia debería estar más atenta al contenido, al fin y al cabo de eso trata el oficio, de eso va la semántica.
Juego de espías da una inteligentísima vuelta de tuerca que nos hace replantearnos -bajo la mirada de la infancia- demasiadas ideas preconcebidas que damos por supuestas como la de que ser alemán en tiempos de Hitler no fue sinónimo de nazi, parece una verdad de Perogrullo, pero no está de más recordarlo.
La crueldad anida en nosotros y se practica en cualquier parte del planeta y en cualquier tiempo, saberlo nos permite elegir ejercerla o no. Hemos conseguido convertir el nazismo en eufemismo y apartándolo hacia ese compartimento estanco del mapa y en ese trozo de la historia nos quedamos tranquilos pensando que la atrocidad no va con nosotros, que aquella ignominia, aquel holocausto lo hicieron y protagonizaron otros, pero muchos alemanes se oponían, y también fueron perseguidos y asesinados sin que necesariamente fueran de religión judía o de origen israelita, a menudo lo olvidamos. Mientras otros muchos europeos celebraban la llegada de aquellas juventudes hitlerianas tan rubias y tan altas. Con respecto a estas últimas frases Michael Frayn se guarda una hermosa sorpresa invirtiendo los comportamientos que no voy a desvelar.
El padre de Stephen mientras cura y desinfecta con inmensa ternura la herida que le han hecho a su hijo en el cuello le dice que hay personas que disfrutan con la crueldad y que él ya ha visto demasiadas, (perdón por no citar textualmente), en ese momento le devuelve a su hijo la dignidad enviándole el mensaje correcto: nunca, jamás hay que ser como quien te ha causado esa herida. Le devuelve la fortaleza haciéndole comprender que ésta radica en dicha decisión, y yo añado que es bueno saber que tienes fuerza precisamente para no alardear de ella, para no tener que usarla.
“Juego de espías” analiza la zanja que separa el mundo adulto del de la infancia, todavía no sé si es inevitable esa brecha en la etapa -quizá más íntima de nuestra historia personal- en la que todavía buscamos las palabras para ponerlas en donde aún no las hay, las nuestras, las propias. En ese periodo en el que sólo sentimos y reaccionamos, el pensamiento aún está colocado en las emociones y en la intuición.
En la novela hay una imagen hermosísima que define con exactitud dicha zanja: Stephen, tras padecer una pesadilla se mete en la cama de sus padres en medio de las paredes que forman las dos espaldas. No puede ser más explícita.
“Juego de espías” se adentra en el origen de los miedos con una eficacia que hasta ahora yo no había contemplado ni en literatura ni en ninguna otra parte. Me sigo preguntando ¿por qué cuando somos niños no comunicamos la angustia?, ¿qué componentes de humillación y vergüenza hacen que ocultemos el dolor que nos infligen? Ahí está el acoso escolar para demostrarlo. Sin embargo paradójicamente esa zanja insalvable en apariencia como un cañón esculpido por un río se vuelve navegable cuando los miedos adultos y los infantiles son compartidos: la madre de Keith conecta con Stephen en el momento en el que los dos olfatean sus temores sintiéndose de la misma especie, y lo mismo sucede cuando el aviador escondido pronuncia en voz alta ante Steephen lo que sintió desde el cielo.
Una historia de amor se despliega ante los ojos del niño sobre un mapa de seda que ha de entregar junto a la frase “Para siempre”. Pañuelos, fulares que tapan o destapan, que ocultan o muestran en gargantas grandes o pequeñas…  Responsabilidad inmensa para un menor asustado e imaginativo. Encomienda que no cumple a causa del terror que le atenaza, por no haber sabido encontrar o aprovechar el momento adecuado, por sopesar la encrucijada de sus lealtades. El remordimiento que se instala en sus pequeñas entrañas por no saber a quién ser fiel con la palabra dada. Los niños no distinguen los niveles de importancia en los errores, en las faltas, en las equivocaciones y por ello no se otorgan el perdón y se limitan a acarrearlos.
Pero será la solidaridad innata cuando dejan de inducirle, cuando piensa por sí mismo la que salve y resarza a Stephen de toda confusión. Su padre le tranquiliza aunque el hijo no le responda, diciéndole que no ha hecho nada malo si le ha llevado comida y medicamentos al hombre escondido. Pero el hombre cruza las vías del tren.
“¡Qué cosas nos hicimos los unos a los otros en aquellos años de locos! ¡Qué nos hicimos a nosotros mismos!”  
Nos dice el protagonista en la madurez al llegar a las últimas páginas. 
La casa del niño no deslumbra tanto como la de Keith, pero el padre de Stephen en lugar de opulencia y oropeles sí le proporciona sin embargo cimientos para que en el futuro sea un hombre, un hombre bueno. Y puestos a seguir redefiniendo creo que a nadie se le escapa que la verdadera fuerza es la bondad.
“Juego de espías” es un libro que remueve, que transforma, que conmueve, que emociona. Pero sobre todo “Juego de espías” nos recuerda que los niños se miran en nosotros, intentemos al menos no estar sucios o limpiemos el espejo frente a ellos, para que sepan que todos nos equivocamos pero que los errores se pueden remediar. Toda mi vida he pensado que a los críos se les puede decir la verdad buscando la manera apropiada de hacerlo, es la muestra de respeto que más agradecen. Es posible que sea después cuando no queramos verla.
Agradezco esta joya literaria que mereció el premio Whitbread de novela en el 2002, pero a quienes de verdad quiero dar las gracias es a Stefan Weitzler, (cuando lleguéis a las últimas páginas entenderéis la sorpresa de este nombre que ni el escritor ni yo os habíamos anunciado) nunca antes había sentido con tanta hondura la verdad de la ficción, y me alegro de haber conocido a Michael Frayn, el autor, a través de esta bellísima novela llena de lirismo y voz tan singular que no se parece a ninguna otra, gracias a él, he navegado por el interior de mí misma. Frayn es la mano que te saca del abismo tras introducirte en él sin soltarte para que pierdas el miedo.
Es una novela preciosa que me regaló un reciente amigo vinculado con la biblioteca pública de mi ciudad.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

"Los besos en el pan", de ALMUDENA GRANDES

Retrato fiel de cómo esta etapa de crisis -que ya cumple una década en nuestro país- está transformando en profundidad continente y contenido.
Bajo la atenta, comprensiva, dignificante mirada de la autora contemplamos la adaptación de un barrio madrileño desde el que Almudena Grandes abre plan para hacerlo extensivo a todos los barrios de España: el injusto drama de desigualdad tan estoicamente sobrellevado por quienes lo padecen, es decir, toda la sociedad, ya que no se trata sólo de ideología sino de ser solidarios y la empatía va de que lo que te pasa a ti nos pasa a todos porque repercute, vivimos juntos y no aislados, no hay que mirar sin ver, no hay que torcer la cabeza hacia otra parte.
La novela me ha remitido al neorrealismo cinematográfico italiano. Era necesario contar literariamente el dolor que nos aqueja y reflejarlo con el hiperrealismo de hoy, las casas de hoy, los coches de hoy aparcados en la puerta por falta de gasolina que les alimente, o de dinero para revisarlos, arreglarlos, renovarles el seguro…
La mirada periodística es exterior, aunque ahonde. La literaria, en mi opinión, es más profunda y completa porque añade la interior, porque hace que la historia se cuente desde las emociones, desde la psique, desde los pensamientos que no se pronuncian o no se oyen salvo por el indiscreto tabique delator que en medio de la noche multiplica un llanto masculino de timidez e introversión desesperadas. Porque relata el rugido del hambre que no se escucha en las tripas infantiles, pero que se asoma a los ojos de una niña con abuela xenófoba que prefiere mendigar en “Sólo para españoles”, paradójico ejemplo tópico y típico de esa mentalidad absurda que envuelve en celofán de soberbia un mundo de apariencias y patetismo muy patrio: Que no salga el humo aunque te abrases en llamaradas, aunque arda Troya, actitud reprobable, pero que tanto a la autora como a mí, en el fondo, nos produce conmiseración, y explica por qué hay determinados votos electorales que de ninguna manera se comprenden. Sólo Sofía, la maestra sin tapones en los oídos sabe escuchar el calambre hambriento en los honorables ojos de los niños incapaces de traicionar a su familia confesando que no comen.
Almudena Grandes sabe mirar con amorosa hondura a todo el mundo, a las chinas del establecimiento de uñas postizas que se sitúa frente a la peluquería de Amalia, (que hasta ese momento embellecía las cabezas de todo el barrio), la magnífica pero humilde estilista sólo pierde la vergüenza cuando tiene que pedir para otros, creando así su pequeño banco de alimentos.
Por ese mismo distrito sin nombre -que todos podemos reconocer en los nuestros- transita la abogada Marita que se deja la piel y los pies para acabar con los desahucios.

Begoña se librará de la adicción a las compras y del sucedáneo insatisfecho que contienen, “no hay mal que por bien no venga” podrían pensar algunos, pero ese mal no tiene que ver con la crisis ni con la capacidad adquisitiva, sino con una mentalidad superficial que sí se extendió durante largo tiempo.
Por sus aceras camina Ahmed cuya miseria desmoralizadora nos anuncia la posible captación con profanados cánticos de minarete. Parece que tampoco queremos entender ni el cómo ni el por qué de ese peligroso aviso, comprenderlo supondría atajarlo, pero es más fácil que se vaya la fuerza por la boca en desprecios y desahogos cobardes amparados en el bulto de la chusma. Para canalizar la ira en grupo sí parece que servimos.
A Almudena Grandes la he visto unas cuantas veces a lo largo de la vida en encuentros con clubes de lectura o en presentaciones de sus libros. Su novela “Malena es un nombre de tango” llegó a mis manos en un momento crucial de mi existencia, acababa de perder mi trabajo y de comprender la diferencia entre amigos y relaciones sociales. Ella presentaba su obra en una residencia de estudiantes y al poco tiempo en la Biblioteca Pública de mi ciudad, gracias al talismán de su novela me enteré de que los marcianos como yo, engullidores de libros se daban cita allí, y a partir de ese momento encontré un lugar de pertenencia que me resarció de todo el fariseísmo.
Aquel día fui a escucharla a la residencia de estudiantes con mi hija mayor, en ese momento Sara tenía quince años, acababa de estrenar la adolescencia, cuando concluyó el encuentro y nos fuimos le pregunté que si le había gustado la autora, y me respondió “Me ha encantado, tan alta, con esos “cacho” pies, y fumando todo el tiempo…”, traduzco: “Tan ella misma, tan poderosa, con los pies tan bien puestos en el suelo y al mismo tiempo con tanta capacidad para el vuelo”.
En agosto mi hija mayor cumplirá 37, ambas hemos leído todos los libros de Almudena según han ido saliendo, a excepción de “El corazón helado” (me regalaron un ejemplar en casa y otro los compañeros del club de literatura) aún no he empezado a leerlo ya que siempre tengo que dar prioridad a los de club, y sin embargo ella, mi hija mayor, sí lo hizo con fruición y vehemencia, dibujándose un árbol genealógico que todavía estará dentro de las páginas esperándome.
Aquel día de 1994 yo tenía 38, soy cuatro años mayor que la escritora. Recuerdo palabra por palabra lo que dijo -en el corazón el tiempo no transcurre- y la manera de mirar y de embestir con esos ojos tan negros que clava como dardos cada vez que escanea los tuyos. No lo cuento como anécdota de proximidad, aunque es curioso cómo ambas  -Almudena y yo- hemos ido cambiando de talla a la vez, cómo compartimos la afición por la cocina dándole el significado artístico y de expresión cariñosa y entrega que tiene… pero es más llamativo todavía que si me descuido repito algunas de sus frases sin darme cuenta y por supuesto sin ánimo de plagio ni de emulación, y a la vez encuentro muchas de las mías en su escritura o en las entrevistas que le hacen, y no porque caigamos en lugares comunes a todo el mundo, precisamente la sincronía se produce con las opiniones más singulares. Tenemos hasta el mismo modo de cabrearnos o conmovernos ante iguales circunstancias, y es que simplemente coincidimos sin más, y eso me alegra.
Lo digo para explicar que es un lujo seguir la evolución y trayectoria de alguien al mismo tiempo que ésta se va produciendo. Ahora se olvida que A. Grandes fue precursora de muchos avances verdaderos y reales. Hasta el momento en el que escribe “Las edades de Lulú” hablábamos entonces de liberación sexual femenina de forma muy técnica y eufemística aunque intentáramos ser brutalmente descriptivas –ese era precisamente el escondrijo- faltaba sin embargo ponerle nombre a lo que sentíamos como generación a caballo de muchas contradicciones, y ella encontró las palabras sinceras para colocarlas donde antes no las había y creo que nunca se le ha agradecido bastante, como suele ocurrir con los escritores de trato amable, sencillo y cercano, porque parece que lo que hacen es fácil.
“Malena es un nombre de tango” fue la reivindicación que produjo el exorcismo que barrió de un plumazo los restos de maldición contra el sexo femenino que todavía quedaban. Si mal no recuerdo terminaba con la expresión “¡Qué coño!”.
Según ella misma explica, al hacer balance de su trayectoria y de su carrera, comenzó a mirar a su alrededor a partir del nacimiento de la transición, y yo constato que estudió a la mujer desde todos los ángulos y roles posibles, como madre, como hija, en el trabajo… Rompió esquemas en “Modelos de mujer” demostrando -como es habitual en ella- que la belleza cabe en varias tallas y en distintas edades y desmenuzó los ingredientes que provocan el deseo, bastante más profundos que el mero calentón. Trató a fondo el triángulo en “Castillos de cartón”.
Y al fin, tras ese arduo recorrido se preguntó por el origen, y se encontró a sí misma situándose cronológica y vitalmente en tiempo y espacio.
La transición no había llegado por generación espontánea, era el resultado de la lucha de nuestros abuelos, y de la resistencia callada de nuestros padres. Como ella misma dice si se hablaba delante de los hijos de ciertas cosas se corría el peligro de que en su ingenuidad lo dijeran y delataran en los colegios, el país seguía acuartelado y atesorando fichas como poseso. Y así fue pasando el tiempo que permitió que a los vástagos nos educaran con la versión “ganadora” e ignorando la otra parte de la historia. Y por temor a la involución se huyó hacia delante dejando un vacío de contenido injusto y lagunas de memoria llenas de nombres propios, se propiciaron reconciliaciones nacionales tácitas que impedían mirar hacia el pasado, se retiraron las caras molestas que lo recordaban para en su lugar poner otras con más estilo de Sorbona y estudios de piano. Y dimos por hecho que la democracia estaba consolidada. Pero una democracia no funciona sin el sostén de su pretérito, y había que refrendarlo.
Ella era la nieta y le correspondía hablar, ser la voz de quienes no la tuvieron y así llegó la novela bisagra “El corazón helado”, el eje en medio de su obra a la que le faltaba toda la primera parte. Y es que nos guste o no, todos nacemos in media res.
En sus libros anteriores la prosa era apabullante, llena de lirismo, esplendorosa, barroca, con tono alto, ritmo ascendente y vuelo de águila. “Los aires difíciles” me resultó una bellísima innovación, con estructura de aire, ya que distintos vientos separaban las partes. Sin embargo cuando hace pocos meses leí “Inés y la alegría” (como ya he dicho hacía mucho tiempo que no entraba en las páginas de sus últimas novelas) el impacto que tuve fue muy distinto, subjetivo sin duda. Encontré su escritura mucho más sobria, sucinta… y tuve la sensación de que se manejaba como si llevase un gorrión trémulo entre las manos, con el cuidado de quien ha recibido como legado una historia referida y por nada del mundo quisiera desvirtuarla. Sentí que volaba bajo y con miedo. El telón de fondo me resultó oscuro, como un fundido en negro, como si no se atreviera a dar la luz para que no le dijeran: “No, ese paisaje está mal descrito, ese cuartel, o esa casa no eran exactamente así…” Me alegraré de estar equivocada cuando me introduzca de nuevo en sus episodios nacionales con el doble homenaje a Galdós y a los republicanos.
Recuerdo que yo discutía a menudo con sus personajes y con ella cuando elevaban sus quejas de “hija”, solía decirle: “ya te crecerán los tuyos y te enterarás” porque a veces su escritura hacía que me entrasen temblores por aquello de que los hijos eran baúles de recuerdos que después se iban a convertir en duros jueces amonestadores.
Aquel día en la residencia de estudiantes le pregunté que si no había tenido escrúpulos éticos por haber transparentado en las páginas a su familia, me pareció que daba un rodeo y le dije que entendía que no quisiera responderme, fue la primera vez que le vi la clavada de ojos y esa reacción honrada ante el reto. Respondió: “Reina no es mi hermana sino alguien más importante” y asintió haciendo una pausa para ver si entendía, yo afirmé también en silencio. “Pero tengo derecho a mi memoria”, concluyó.
Las dos nos hemos enterado, ya lo creo, y por fortuna no ha habido reproches sino elogios -que me caldean el corazón- por parte de mis hijas y buen balance, y hasta tengo un nieto adorable, que ojalá un día se pasme al enterarse de que soy Andrómaca (“El amor conyugal y filial frente a la crueldad de la guerra”. Otra preciosa ruptura de esquemas de la autora: las abuelas también son mujeres capacitadas para la “vida moderna” en las redes).
Creo que medir el paso del tiempo con el calendario de la literatura de Almudena Grandes constituye un hermoso vínculo. Nunca he intentado entablar amistad con ningún escritor consagrado, enseguida se les pone cara de póker por si les quieres pedir algo si se enteran de que escribes, pero sí atesoro lo mejor que tienen: sus novelas. 
En la entrada anterior de este mismo blog valoraba a los autores puente que poseen dos culturas y pueden explicar en ambos extremos de la pasarela los por qué de cada una. Almudena Grandes también es una escritora puente pero en su caso entre dos ideologías. Es una narradora de intenciones, bien definida en cuanto a su adscripción, pero no es casualidad que tenga lectores de tendencias políticas antagónicas ya que ella se crio dentro de una familia con miembros de los dos bandos y aprendió a posicionarse sin dejar de amarles, quizá por ello sabe explicarlos. Y tal vez por esa consanguinidad y por su sentido de la justicia puede hacer un viaje en el tiempo para colocarse en medio del combate.
Como toquecillo más frívolo para distender añadiré que es muy madrileña, expresiones como “era una chica monísima” son muy de allí, los castellanos somos más adustos.

Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

"Los desorientados", de AMIN MAALOUF

Adam, un profesor árabe de historia que vive exiliado en París, recibe desde su ciudad natal la llamada de un “antiguo amigo” que va a morir y quiere verlo. No había vuelto a su país desde que estalló la guerra 25 años atrás dispersando a todos los miembros del grupo universitario al que llamaron “Los bizantinos” por el alto nivel que alcanzaban sus disertaciones. En el intento de reunirlos sabremos qué les sucedió en la diáspora, y qué clase de vida llevan en la actualidad diseminados por distintos países del mundo. Con esa excusa el autor busca una especie de “cumbre” de encuentros que sirvan para que el lector se aproxime y empatice con la diversidad cultural y de sentimientos del grupo protagonista y que al mismo tiempo participe en el debate que el contraste suscita. La sinceridad y el desgarro -que sólo la literatura consigue- logra que nos sumemos a este desnudo anímico.
Aprecio mucho a los escritores que nos sirven de puente, que los construyen para eliminar separaciones, porque como el propio autor nos dice “Sin el conocimiento del otro no puede haber comprensión”, ya que no se trata de ocupar un mismo espacio sin relacionarnos, sino de convivir, intercambiar, y compartir.
Los escritores-puente tienen la ventaja de vivir o de haber habitado en dos o más países distintos, piensan en diferentes idiomas y por tanto conocen en profundidad las culturas y costumbres a ambos lados de la pasarela pudiendo explicar en cada extremo los acontecimientos que ocurren en el otro y por qué. Amin Maalouf, (el prestigioso autor, miembro de la academia de la lengua francesa, que se define a sí mismo como ”Libanés y francófono, greco-católico por parte de madre pero defensor de los valores laicos y democráticos, árabe y europeísta, mediterráneo y ciudadano del mundo…”) entre otros muchos premios como el Goncourt, también recibió el Príncipe de Asturias por acercar a Oriente y Occidente. Su combate personal, dicho por él mismo, es y será por siempre “contra la discriminación, la exclusión, y el oscurantismo”.
En 1975 estalló la guerra del Líbano y él se exilió a Francia junto a su familia.
Esta preciosa novela cargada de aliento poético y sutileza lírica que de entrada nos especifica que se puede ser árabe y cristiano, árabe y católico, árabe y musulmán, árabe y judío, árabe y ateo, árabe y agnóstico… nos sitúa en el mapa, nos muestra la convivencia pacífica que en los años setenta del siglo XX existía en esa perla de oriente que era Beirut (aunque dentro de las páginas el autor no haya querido pronunciar, a propósito, el nombre de la ciudad para obtener así un concepto más universal) cuna de la intelectualidad del mundo árabe cuya riqueza le provenía del intercambio, del “mestizaje” y fusión de las ideas. La hermosa urbe de la montaña blanca convivía con todos los credos al igual que sucedió en nuestro país muchos siglos atrás. Maalouf nos dice que “hemos desaprendido a vivir juntos”, y eleva el canto del cisne por la triste derrota de una cultura, delicada, sensible y brillante. Siente que su mundo se desdibuja y desaparece mientras él continúa vivo, y que asistimos a un conflicto de civilizaciones. Considera que nuestro siglo está teniendo un retroceso ético, y se mantiene firme en la creencia de que para construir hay que hacerlo en primer lugar con la cultura. En cuanto a lo que piensa sobre su también amada Europa es que no se puede comenzar por la unificación de la moneda diciendo que después aunaremos la economía y luego la política, sin tener en cuenta que, hoy por hoy, los países tienen políticas económicas y fiscales diferentes y por ello desiguales.
Contado así podría parecer que estoy hablando de un sesudo estudio sociológico, y aunque la novela lo contiene, la literatura cuando lo es con mayúsculas, como en este caso, se convierte en un altavoz mucho más potente y transformador ya que proporciona la catarsis que el diccionario define como “purificación de las pasiones del ánimo mediante las emociones que provoca la contemplación de una situación trágica”. La enciclopedia también añade que catarsis es “la liberación o eliminación de los recuerdos que alteran la mente o el equilibrio nervioso”. Es indudable que quienes han sufrido una guerra o han tenido que huir de ella necesitan más que nadie el exorcismo, y el lector -que no ha pasado por estos desarraigos y desgracias- tiene la obligación de abrazarlos y acompañarlos por los caminos y recovecos que ha surcado la tinta derramada en las páginas de esta bellísima narración. Es lo mínimo que se nos pide: que escuchemos, que nos acerquemos.
Amin Maalouf se acostumbró a valorar la pluralidad de opiniones y creencias desde la infancia. Estudió economía política y sociología y proviene de una larga tradición familiar periodística, con un abuelo anticlerical, una madre archicatólica y un padre musulmán, pintor y poeta de gran predicamento era lógico que saliese reflexivo, tolerante y con criterio propio. Trabajó como corresponsal de guerra en India, Bangladesh, Etiopía, Somalia, Kenya, Yemen, Argelia… y fue testigo en Vietnam de la batalla de Saigón. Naturalmente todo ese sedimento es el lujo impagable que nutre sus novelas, pero no es sólo un cronista, como ya he dicho cambia perfectamente de registro y de herramienta y domina de forma magistral el arte literario.
“Los desorientados” es quizá la obra a la que entregó más jirones personales, la que -según él mismo compartió en alguna entrevista que le hicieron- se alimentó de sus sueños, fantasmas, remordimientos y recuerdos. Para escribir combina fantasía con historia y filosofía en un ensamblaje vital, sutil, fluido, sensitivo y sensual que los lectores agradecen. Este libro no sólo es un canto a la amistad que nace y se desarrolla en el periodo universitario, etapa en la que se desea transformar y mejorar el mundo, también es una balada triste de nostalgia de quienes tuvieron que irse. La novela nos habla del exilio y de los sentimientos ambivalentes que dicha expatriación genera: de los de quienes se quedan y también de los de quienes se van. Los primeros, a menudo albergan el reproche velado ya que a veces piensan en su interior que quienes se fueron huyeron de las dificultades y volvieron cuando éstas habían concluido, y quienes se marchan sienten a su vez que tienen el legítimo derecho de ponerse a salvo a sí mismos y a los suyos sacándolos del peligro de muerte aunque dejen atrás vida y bienes, y guardan resentimiento y amor al mismo tiempo hacia un país que no supo cuidarlos ni protegerlos para que se quedaran.
Maalouf nos muestra que la guerra es la aberración en sí misma y que dentro de ella hombres y mujeres que en tiempo de paz habrían llevado una vida intachable se corrompen y pervierten. El planteamiento ético está servido, y el debate interno de Adam, el protagonista, es sangrante de tan doloroso. Él no quiere juzgar al amigo que se quedó y que acaba de morir, pero ¿acaso la muerte redime de todo mal?, ¿es perdonable el rastro de injusticia que dejas porque fallezcas?, ¿puedes elegir?
 El dedo señalador sale de las páginas para preguntarnos desde los labios de Tania, la esposa y ahora viuda de Mourad, perteneciente también a aquel grupo universitario “los bizantinos”, ¿qué habrías hecho tú? Personalmente le respondo que en las mismas circunstancias no todos se apuntaron al sol que más calienta y muchos padecieron persecución y muerte por no hacerlo, no siempre se antepone la supervivencia, y tal vez en la contienda sea donde la honradez cobre su máximo valor. ¿Se puede amar sin compartir o aprobar una conducta que te coloca en lados antagónicos? Casi estoy segura de que sí. Por ello Adam, un objetor de conciencia para mí, cuando habla de Mourad se refiere a él con el eufemismo de un “antiguo” amigo, no dice “viejo” amigo, ni “fuimos” amigos, el detalle expresa que mantiene el vínculo de amor aunque le sangre el corazón.

La novela nos habla de las traiciones a los principios, a nosotros mismos, a los demás... Es posible que Tania busque la aprobación del comportamiento de su esposo -para recuperar el buen nombre que de joven tenía- ante los ojos del personaje conciencia representado por Adam. Es probable que se reproche a sí misma en su interior haberse convertido en satélite del astro sin estar de acuerdo con él, y que por ese malestar interno se muestre al mismo tiempo beligerante y a la defensiva. ¿Por qué permaneció con Mourad?, ¿por decisión propia?, ¿por amor?, ¿por comodidad?, ¿tuvo elección? El lector decidirá. Pero lo importante es que  esos planteamientos importaban en un tiempo que quizá se haya diluido y hombres con la altura moral de Amín Maalouf lamentan profundamente la pérdida.
“Los desorientados” explora en los ingredientes de la identidad, haciendo que nos preguntemos, ¿a qué país pertenezco?, ¿al de nacimiento?, ¿al de acogida? ¿Qué seríamos y qué pensaríamos si hubiésemos nacido en otros lugares del mundo? El autor nos cuenta -dentro y fuera de las páginas- que hay naciones que acogen mejor al inmigrante que otras, y también a quienes regresan. Un compañero sociólogo del escritor, le comentó, en cierta ocasión, que el tiempo de las sociedades no es el mismo que el de la vida humana, que las sociedades necesitan más, para que germine, crezca y se desarrolle el cambio, años, siglos quizá. Aunque nosotros deseemos que las transformaciones se produzcan durante nuestro paso por la tierra, y añadió que ese deseo distorsiona la visión objetiva de la historia.
Parece obvia la reflexión, pero a mí me devolvió la esperanza, y me vino a la mente la imagen de esos extraordinarios profesores que cada año cambian de alumnos y los pierden de vista sin saber si sus enseñanzas han arraigado, si su semilla ha germinado. Dichos docentes hacen lo que tienen que hacer en su paso por la existencia para que otros puedan beneficiarse, como quienes luchan contra el calentamiento global, la conservación de las especies, o el amor a sus semejantes sin que les importe ver resultados inmediatos. Y es que es importante explorar en cualquier parcela para averiguar en qué consiste lo correcto y así poder ponerlo en práctica. Tal vez hoy más que nunca, cada uno de nosotros tenga que aplicarlo en su pequeño trocito ya que es notorio que la batalla la ha ganado el dinero que constituye un trofeo en sí mismo y no un trueque. Ha vencido y deslumbrado el brillo de los oropeles, la embriaguez del poder.
“Los desorientados”, además de ser una hermosa partitura en fuga que va añadiendo voces que incrementan la emoción, es también un juego de espejos en los que se reflejan temas candentes como por ejemplo la pareja. Lleva a debate la monogamia y la poligamia para contrastar cuáles serían las sutiles diferencias entre el o la occidental que tiene un o una amante secreta o echa sus canas al aire con consentimiento tácito y aprobación social soterrada pero hipócrita y sin embargo presume en el exterior de monogamia. O la poligamia oriental permitida y a la vista. El lector se pregunta si el reencuentro amoroso entre la independiente Semiramis –miembro del grupo universitario de Los bizantinos- dueña del samaritano hotel en el que se refugia Adam es o no reprobable, o por el contrario si el paréntesis de aquel tiempo les pertenece. Los pasajes entre los dos suscitan mucha reflexión. ¿Qué es lo que desean demostrar Semiramis y Dolores al pedir permiso? ¿Se está analizando la fidelidad? ¿Sabrá si en realidad su pareja vuelve por amor o por el compromiso? ¿Es lícito tener parcelas individuales dentro de la pareja?, ¿Está bien conservar la carpeta de asuntos pendientes con amores del pasado? Imagino que la diferencia radicará en si hay o no peligro de enamoramiento y que la respuesta se hallará en cada caso. Para mí que me relaciono de forma posesiva con marido, hijos, familia, amigos... y que me encelo fácilmente me resultaría difícil recuperar la confianza y tal vez prefiriese no saber, pero cada pareja es un misterio, y por supuesto dueña de sus razones.
En la novela, Semiramis sólo se debe las explicaciones a sí misma porque no tiene compromiso, pero se las da a Dolores, la pareja de Adam. ¿Qué buscan con ese riesgo ambas? ¿Una pidiendo prestado y otra consintiendo? ¿respetar parcelas?, ¿poner a prueba? Se supone que el encuentro amoroso entre Semiramis y Adam es algo que debieron realizar en su juventud y no se atrevieron, y que tan sólo durará esos días, como así sucede dentro de las páginas, pero ¿y fuera de ellas?, ¿qué ocurriría? Supongo que entre hipótesis y realidad cabrán muchas respuestas.
Seguimos con el mismo juego de espejos y el autor nos va presentando sucesivamente a los demás amigos, en este caso a dos que se asociaron, arquitectos que consiguieron enorme fortuna al construir importantes edificios. En esta ocasión el escritor nos hará reflexionar sobre la utilidad de la riqueza ya que uno de ellos se pregunta para qué sirven y a quiénes sirven los edificios que construye, (de nuevo surge el debate ético que nos hace pensar que el arte ha de tener la función que el artista desea darle y constituir además un bien social). También contemplamos a ambas parejas, la mujer de uno es avarienta y envidia la vida del otro socio aunque repartan a partes iguales, quizá el autor quiera decirnos que las bajas pasiones se dan en cualquier ámbito y que no dependen del tamaño del patrimonio adquirido, finalmente uno de ellos elegirá el retiro en un convento, la decisión sirve al mismo tiempo para mostrar distintas opciones de vida y espiritualidad. Nada está escrito al azar, (ni siquiera que Adam en París esté escribiendo desde hace años la biografía de Atila). La escena en la que el amigo que opta por disfrutar de su capital degusta junto a Adam unos frutos que sólo aparecen en una temporada y lugar concretos, es preciosa, el amigo que pone a su disposición el avión privado, que podría proporcionarle cualquier capricho es feliz junto a él compartiendo el único antojo: paladear esa deliciosa fruta en su compañía.
Entre todos esos colegas de antaño veremos a un fundamentalista, la grandeza consiste en que Adam no lo vetará ya que confía en que la palabra y la capacidad de escuchar, debatir y rebatir es la posesión más valiosa. Otro trabaja en la Nasa o en el Pentágono, (disculpad la imprecisión, hablo de memoria) acudirá al encuentro teniendo que mentir en su empresa, detalle importante que también dará que pensar al lector. El siguiente vendrá desde Brasil... Aquellos muchachos que en los años setenta leyeron los mismos libros que todos los jóvenes devoraban al mismo tiempo en cualquier parte del mundo regresarán al núcleo del sol naciente como rayos luminoos.
El sorprendente final abierto de la novela es un aviso de que todo está en suspensión, un anuncio del peligro que la incomunicación y el egoísmo conllevan, pero también contiene la esperanza que siempre encierra la frase no escrita que el lector deduce “Tenemos que hablar”, ese es el mensaje enviado a los cuatro vientos: "Hemos de juntarnos y hablar", el precio de este primer intento resulta muy caro, pero por ello mismo hay que seguir insistiendo. 
Aquellos muchachos que hoy rondan los sesenta años siguen deseando realizar la cumbre mundial que paralice el doloroso desencuentro entre Levante y Poniente, y eso es lo que verdaderamente importa.
Esta vez no voy a pedir perdón por haberme extendido, la novela, que también es larga, requería mi modesto análisis. En Oriente siempre hubo menos prisa.
Por poner alguna pega, y lo cierto es que he de rebuscarla, diré que habría agradecido como lectora más pinceladas descriptivas sobre el físico de los personajes, y algunas sobre los espacios, pero de sobra sé que el escritor quería recalcar que la acción se produce en el interior de todos los personajes y por ello forzó la desnudez y despojó de distracciones. La novela está resuelta en espacios íntimos, distancias cortas y con diálogos a dúo. Un acierto enorme es el de utilizar el lenguaje escrito en forma epistolar o de diario para reflejar la intimidad del conductor, Adam habla en primera persona, pero al salirnos de la cursiva encontramos al narrador omnisciente en tercera para completar, de ese modo consigue el enfoque subjetivo y también el objetivo, la construcción es sencilla pero eficaz..
Terminaré con los extraordinarios titulares que como buen periodista el autor sabe subrayar:
“Nacer es venir al mundo y no en tal o cual país, ni en tal o cual casa”.
“Nací en un planeta no en un país”.
“Me prometía en mi fuero interno con una pizca de orgullo que no regresaría a vivir a mi país hasta que fuera otra vez el que yo había conocido. Sabía que era imposible, pero aquella exigencia no era negociable y sigue sin serlo”.
“Es mi forma de ser fiel y nunca he tenido otra”.
“Todo hombre tiene derecho a irse, es su país quien tiene que convencerlo para que se quede”.
“Las religiones ya no son religiones sino facciones, partidos, milicias”.
“Es fácil reponerse de la desaparición del pasado, de lo que no puede uno reponerse es de la desaparición del porvenir”.
“Las leyes de la sociedad no son las de la gravedad, con frecuencia te caes hacia arriba y no hacia abajo”.
Ha sido una experiencia conmovedora, confieso que he llorado en muchos tramos, que siento un gran cariño por el corazón elegante de este escritor que aún nota malas caras cuando le escuchan hablar en árabe, este autor que comenzó su discurso de agradecimiento por el Premio Príncipe de Asturias pidiendo disculpas por no hablar nuestro idioma, recalcando que lo entendía en gran parte pero que no lo hablaba, ¡un francés con esa deferencia hacia nosotros!, no sé si soy injusta al decir con ironía que no es habitual.
Regalaré el libro a mis hijas, a mi hermano, a mis personas queridas...
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili Zori

"El hombre inquieto", de HENNING MANKELL

He caminado por las páginas sobrecogida. Henning Mankell murió en octubre de 2015 a los 66 años. Fue en enero de 2013 cuando tras un accidente de coche descubrió que su dolor cervical no era debido a tortícolis o contractura sino que provenía de un tumor cuyo foco se encontraba en el pulmón y que la enfermedad estaba extendida. En el 2014 decidió compartir con su público lector la lucha y la zozobra ante la inminente despedida.
Su novela “El hombre inquieto” fue publicada en 2009, pero no es la única vez que veo premoniciones en otros autores, en la primera obra de Delibes “La sombra del ciprés es alargada”, aparecía en el personaje de ficción gran parte de la historia clínica futura del propio autor y también de la emocional. Creo que hay algo automático en nuestra memoria que nos hace ir sin recordarlo a donde nos hemos dejado olvidadas las llaves o ese objeto que creíamos extraviado, una especie de inventario en el que una parcela de nosotros mismos anota todo lo que nos ocurre por fuera y por dentro mientras a la vez realizamos otras tareas o vivimos diversas experiencias. Recibimos todo lo que acontece y en algún lugar de nuestro ser se almacena. En realidad estamos interconectados, nos alumbra el mismo sol y nos velan las mismas estrellas, repercutimos en los demás y los demás nos repercuten. De modo que sabemos sin saber. ¿Dicho conocimiento corresponde al instinto?, ¿a lo escrito en el ADN?, ¿a la zona ancestral…? Pues no lo sé, pero lo que sí sé es que nuestra sangre es la tinta, y que tiene ojos y oídos, y que escribe claro y bien antes de que el tintero definitivamente se derrame. Los pájaros saben hacia donde van sin tener que decidirlo, nosotros también.
Kurt Wallander, el alter ego de Mankell, sí sabía y por ello se despidió marchándose al país del olvido al que con tanto acierto bautizó el doctor Alois Alzheimer, se escapó por esa escalera de incendios -de la que hablaba Manuel Rivas- que es la locura, una nueva y prematura a la que a veces llaman demencia senil. Y noté al recorrer cada renglón que este intuitivo policía en el fondo estaba al tanto de lo que le ocurría a su creador, por ello me conmovió el trasvase de los sentimientos, de la preocupación real pero inconsciente que el autor traslada al personaje de Baiba, la amiga que se acerca para despedirse de Kurt Wallander, el gran amor apasionado pero inconcluso del policía, la mujer que renunció a casarse con él. Que ella se salga de la carretera a propósito o no es una incógnita, pero lo que no es un enigma es que a menudo entre las líneas se leen con nitidez los verdaderos impulsos de los escritores, las secretas y difíciles preguntas que a veces se hacen, los íntimos deseos que se les escapan, sin querer o queriendo, en mensajes cifrados y dirigidos a lectores concretos y próximos desde las zonas más recónditas de su psique o de su alma. Y un enfermo terminal perfectamente se podría plantear en hipótesis arrebatos que luego no realizaría por las consecuencias que les podrían acarrear a los seres queridos, son sombras que les pueblan la cabeza de forma momentánea y que la avariciosa musa de la literatura atrapa como si le perteneciesen para proclamarlas con su habitual indiscreción, espesas nubes que después se despejan porque finalmente triunfa el poderoso deseo que el aquejado tiene de permanecer entre los suyos, de estar con ellos hasta el último suspiro si la medicina le garantiza que paliará su dolor y que no será una carga para nadie, y creo con certeza haber visto en esa transparencia, voluntaria o involuntaria, a Henning Mankell, al igual que en otras ocasiones de menor relevancia pero que también dibujan los rasgos anímicos de este escritor, como cuando Kurt Wallander, sin ir más lejos, tiene un sueño erótico con una mujer negra, se trata quizá de una pequeña pincelada, aparentemente inconexa, que se cuela desde el exterior de la narración y que en mi opinión –por supuesto subjetiva- el autor le prestó a Kurt. Mi explicación es que Mankell pasaba medio año en Mozambique potenciando como dramaturgo el Teatro de Maputo y otro medio en Suecia, así que experimentar durante el sueño deseo por alguna hermosa mozambiqueña no resulta extraño. Pero estas “grandes pequeñeces” pertenecen a la subtrama, a los trazos del carácter del protagonista, que en este caso desvelan más que la propia trama sobre los rasgos y el temperamento de este autor que consigue como Velázquez crear la atmósfera, el clima y el aire perfectos por los que el lector penetra y respira para quedar envuelto alcanzando así un nivel de empatía con el protagonista que le convierte en él. Crear la atmósfera no es lo mismo que ambientar, es entregar el soplo de vida a ese nuevo mundo que antes no existía y que el autor levanta. Y conseguir que un personaje evolucione en el tiempo, hacer que pasen los años por él requiere enorme maestría y la serie Wallander, si mal no recuerdo, tiene doce entregas.

H. Mankell era un hombre comprometido que en diversas ocasiones participó en escuadrillas que quisieron romper el bloqueo al pueblo palestino... Pronunció frases como “Escribir es iluminar con una linterna los rincones de penumbra”, o “La historia no es sólo lo que queda a nuestra espalda, también nos acompaña”, “Si algo he aprendido es que uno nunca debe creer que sabe mucho sobre los pensamientos e ideas de los demás”. Mankell pensaba que el escritor tenía la obligación de mirar a su alrededor para ser la voz de quienes no la tienen. Y como buen creador de novela negra cumplió con la característica propia del género: tirar de la manta para que aparezca lo que las sociedades esconden. Desgraciadamente le tocó nuestro tiempo tan enrevesado y difícil de entender. El autor diferenciaba entre los narradores que escriben para escarbar y sacar a la luz y los que lo hacen para ocultar, él pertenecía a los primeros. En la página 205 Kurt Wallander dice: “A mí me asusta la oscuridad de un denso bosque, este paisaje abierto impide esconderse y eso está bien”.
Así que estoy segura de que “El hombre inquieto” a su modo fue un balance personal y literario, una despedida de la ficción, dado que después escribió “Arenas movedizas” y en dicho libro biográfico plasmó esa etapa de la enfermedad y del debate y reconciliación consigo mismo dando por bueno todo lo vivido.
No había leído ningún libro de la serie Wallander, pero me alegro de haber comenzado por el último, sólo la literatura te proporciona esa maravillosa perspectiva, puesto que no vivimos hacia atrás ella le enmienda la plana a la historia y nos permite el flashback montándonos en su precisa máquina del tiempo para poder viajar en pretérito.


“El hombre inquieto” reúne en sí misma varios géneros, aunque me gusta poco clasificar, la colocación se la dejo a los estantes de las tiendas de libros o a los de las Bibliotecas públicas porque agrupar en ese orden orienta al lector, pero sólo distingo entre literatura y lo que no lo es, y esta novela es purísima y está llena de un lirismo que como decía cala hondo en nuestro tiempo. Dejémoslo entonces en que contiene espionaje, se la puede considerar además policíaca, thriller político, documento histórico, reflexión filosófica, balance personal… y Mankell conjuga todas las claves, todos los registros consiguiendo la unidad a través de la mirada y el pensamiento íntimos de un Hombre, no de un héroe ni tampoco de un antihéroe, sino de un policía que se sale del estereotipo. Por ello es más importante, para mí, lo que la narración rezuma que la propia trama en sí aunque también hablaré de ella.
La novela no da gritos, no echa broncas, no saca el dedo para señalar, tampoco zarandea al lector para que despierte, pero en ese tono suave de sordina no deja nada por decir, y que Kurt Wallander prefiera la solidaridad a la ideología, se fije en la política que hacen los políticos y no en los políticos en sí (es una llamada de atención que el escritor dejó caer tímidamente y con respeto porque no se sentía quién para decirle al lector lo que tiene que pensar o hacer. Recogemos la delicada sugerencia). Me gusta que cuando Kurt piensa que el mundo es una porquería se le desborde el wc, o se atasquen los contenedores de basura, porque no son imágenes puestas en las páginas por azar, como tampoco lo son el espejo resquebrajado por una grieta cuando él se encuentra dividido, ni el olvido freudiano de la pistola en el bar ni la posterior rotura de la muñeca, se trata de alguien que no quiere disparar, broche que se cierra con el recuerdo de cuando, años atrás, tuvo que hacerlo, dichas imágenes contienen varias lecturas y son profundamente bellas, como la de estar sentado en un banco del parque junto a otro hombre y reconocer con naturalidad y sin aspavientos que años atrás le había metido en prisión, o llevar en autostop, sin saberlo, a una parricida de aspecto dulce e inofensivo, o ser atacado a la salida del teatro y que a una señora de enorme fundamentalismo ecológico le importe más el tiempo en el que el protagonista ha tenido los faros y el motor encendidos que si se encuentra bien, ya que está sangrando por la nuca (de nuevo una escalofriante mención premonitoria al accidente de automóvil que el autor tendría y al dolor cervical que encubría un mal latente y de mayor envergadura). El inspector piensa que el delito es el miedo y nos invita a abrir un debate sobre a quienes favorece que se instale el temor en nuestras existencias. Y no olvida recalcar que hace su trabajo por sentido del deber, no porque crea en las resoluciones de los juzgados y por tanto en el sistema judicial que a menudo desbarata su trabajo. También en este punto podemos preguntarnos qué es el sentido del deber. Resulta obvio que el ex presidiario que está sentado en el banco, y la chica que coge en autostop son toques inquietantes que subrayan que no hay pericia ni experiencia suficientes para conocer, comprender y saber quiénes somos y lo que llevamos dentro. Como es natural en el retrato sociológico aparecen al paso los prejuicios xenófobos contra inmigrantes y refugiados mientras el lector se entretiene en no perder el hilo de la trama dejando que el subliminal penetre en su interior. Kurt Wallander es un policía intuitivo en apariencia que resuelve a veces por golpes de sangre, creo que aún no se han desgranado los componentes de lo que llamamos de manera abstracta intuición y retomo con lo que en renglones anteriores ya he dicho, conocemos muchos datos sin saber por qué, al radar nos llega todo, y es más que probable que la intuición sea un archivo fidedigno y eficaz que guarda su propio orden y sus propias normas. Aunque pensemos que estamos solos o aislados en la protección de nuestros hogares, en nuestras pequeñas vidas acotadas en otras casas, oficinas, pueblos y ciudades, ocurren hechos y acontecimientos que se interrelacionan y nos afectan y dibujan todo el panorama mundial que nos explicaría con nitidez las respuestas si supiéramos leerlas, creo que era lo que Mankell intentaba a través de Kurt Wllander: dar respuestas mundiales desde su pequeño pueblo sueco, y por ello me parece más honrado que observemos al protagonista con todos los ingredientes de su día a día y no sólo parcelado en su trabajo. En la vida vamos a cualquier parte con todo junto: nuestros pensamientos, la carga de las preocupaciones, las alegrías, los sinsabores, el pasado… sin que ello nos impida trabajar o resolver las tareas cotidianas con eficacia, y ese es otro de los logros de esta gran novela sin compartimentos estanco: que el protagonista transite por las páginas en paralelo con todo el equipaje que configura a este gran ser humano sencillo y con “defectos” que arrastra y acarrea situaciones sin arreglo, como la de su ex-mujer, Mona, que padece un serio problema de alcoholismo del que Wallander no se puede zafar cuando ella necesita ayuda porque es la madre de su hija, tema que también abre una deliberación sobre cómo gestionar adecuadamente los irrompibles vínculos de los padres divorciados. Me conmovió la relación entre padre e hija, Linda. Kurt se muestra ante ella sin encubrimientos, con toda la humildad de quien ha sido cogido en falta al dejarse el arma en un restaurante. Nos encontramos ante dos colegas de profesión que sin aparcar los roles filiales consiguen lazos sinceros en los que se distinguen bien las finas e invisibles líneas del respeto que no traspasan, y que dejan ver claro cuando se incordian mutuamente y cuando se necesitan. Conmueve la sensación que Kurt tiene de no conocer a su hija una vez que lleva vida independiente, y de nuevo propone un análisis sobre cómo es y cómo debería ser el vínculo con los hijos cuando éstos ya no viven contigo.
Hay en “El hombre inquieto” pequeños detalles que muestran la diferencia entre ser o no ser un escritor grande, como por ejemplo cuando K. Wallander se da cuenta de que Linda sabe de memoria el teléfono de sus suegros, y el lector ve en la lacerante observación cada uno de los sentimientos encontrados de celos, de exclusión, inferioridad o desventaja, de usurpación y de culpa que sin embargo no ponen en cuestión el enorme grado de intimidad y de amor que padre e hija se profesan hasta en los enfados. Al mismo tiempo vemos como la relación de Kurt con su hermana es distante y como ambos hijos ven distinta la convivencia que mantuvieron con su progenitor porque conservan recuerdos diferentes de las mismas situaciones. El protagonista es justo con todos y cada uno de los personajes, ya que admite de su padre la crítica generacional a los que como Kurt hoy tienen sesenta años, por la falta de interés político y social, la escena es un recuerdo, en ella el padre –artista que siempre repetía la misma obra, de nuevo el dato nos ofrece varias interpretaciones- le lanza un pincel a la cabeza para recriminarle que no haya votado. Wallander descubre tardíamente que su hija sin embargo sí muestra interés por la política y eso supone una nueva esperanza generacional.
En términos artísticos la novela es hermosa por detalles como el de que al rememorar en su oficina la conversación mantenida con Linda sobre Alemania Oriental y los viajes de Louise, su suegra, a Berlín, escuchemos a lo lejos cómo se abre una puerta para después cerrarse, el símbolo sonoro es significativo. O cuando investiga con parsimonia y minuciosidad en el despacho de su consuegro y comprendemos cómo las cosas hablan de nosotros, nos describen, nos delatan… Los barcos dentro de las botellas, el tren en funcionamiento en el interior de un acuario… no creo que se pueda expresar mejor la idea claustrofóbica del mundo con submundos que se creen libres estando presos dentro de otros. Los comienzos de los capítulos, tan informadores en metáfora del contenido posterior… En fin, esos pequeños toques de brillo me parecieron una preciosidad, al final la belleza profunda, no sólo la estética, la componen los pequeños toques llenos de sentido.
Resulta muy interesante que el autor eligiese un caso a investigar que al protagonista le toca tan de cerca: la desaparición de sus consuegros, porque todo lo que ocurre a nuestro alrededor nos toca aunque creamos que no va con nosotros, o no nos incumbe, y por ello es bueno que nos coloquen en la tesitura de pensar y preguntarnos ¿y si me ocurriese a mí o afectase a los míos?, y debido a esa toma de postura llegamos en esta ocasión -como en tantas otras en literatura- a entender que los personajes de la novela no son en sí mismos los protagonistas sino el vehículo, el recipiente que transporta las ideas que el escritor quiso transmitir, por tanto y desde lo local, Ystad, una pequeña población de Suecia, la novela irradia hacia el Este y también hacia el Oeste, el investigador tendrá que remontarse a los años de la guerra fría, pero antes el lector ha recibido una perspectiva histórica en un magnífico prólogo que se hará más comprensible en páginas posteriores al personificarse en el matrimonio Van Enke.
Todos los países tienen un dolor, una herida incurable que marca un antes y un después, que tambalea la confianza de sus habitantes, en Suecia fue el asesinato de Olof Palme. Personalmente mientras leía me daba igual si había pistas falsas para intrigar y hacer que el lector especulase, que los cabos estuvieran mejor o peor atados, me parecía secundario aunque imprescindible el hallazgo del aparato del submarino ruso encontrado, si la piedra americana simbolizaba la piedra de toque, si los zapatos y los calcetines de la esposa de Van Enke que aparecieron al lado del cadáver tenían una interpretación espiritual, litúrgica, o ninguna, el extraño bosque en el que fue encontrada… sin embargo lo que si me asustaba era la extremista manera de pensar de aquellos militares y poderes fácticos armados hasta los dientes que tenían en sus manos tantísimo poder, y me sobrevino una imagen del mundo en 3D como las de esas estadísticas que reflejan en forma de rascacielos que suben o bajan los contenidos de lo que informan, y de pronto vi en dicha imagen a Chile elevándose, destacándose en el tiempo de Salvador Allende con un modo de pensar y de hacer distintos, y súbitamente atisbé a esos seres invisibles que son quienes en realidad mueven los hilos del globo terráqueo diciendo: “Quita, quita, a ver si el ejemplo va a cundir y nos fastidian el tinglado” y comprendí que no les resultase difícil buscar coartadas en el tablero mientras creaban falsos enemigos locales, propiciaban enfrentamientos entre potencias… y disponían de sicarios individuales a quienes echarles la culpa, y perdimos a Allende. Lo mismo debió ocurrir con Suecia, todos mirábamos con esperanza hacia aquel nuevo modelo que funcionaba, y el señor Palme se convirtió en un estorbo. Y el último ejemplo ha sido Grecia, así que mientras no cundan los nuevos patrones y nos mantengamos entretenidos en nuestros pequeños reinos de taifas sin que el rascacielos chivato de que un nuevo orden prospera crezca, nos dejarán en paz en nuestro pequeño cubículo, y como dice mi hija, “casi mejor que no tengamos petróleo ni nada que les interese para que al menos dentro de nuestra pequeña parcela podamos sentir algunos soplos de libertad”.
Ya sé que estoy cayendo en la teoría fácil de la conspiración, pero a veces lo más sencillo es lo que somos incapaces de ver aunque lo tengamos delante de las narices. A lo mejor hay que girar el foco hacia los crueles abusones, minoría oculta y sin rostro que acapara riquezas y se divierte a costa de la pobreza de medio mundo mientras azuza cada hormiguero para que nos sacudamos entre nosotros. Llevamos demasiado tiempo haciendo el imbécil.
Me gustaría que este torpe in memoriam a Hening Mankell reconfortase a los suyos si es que he sido capaz de acercarme aunque sólo sea un poco a sus valientes y admirables intenciones.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.

Pili Zori