Matar un Ruiseñor, de HARPER LEE

Boo Radley ha salido de su encierro para acompañarnos en el último tramo hasta la puerta de esta extraordinaria novela, su poderosa presencia protectora nos ha acompañado desde la sombra durante toda nuestra estancia en Maycomb. La palidez de su hermoso semblante ha recibido la luz del exterior por vez primera y la calidez del trémulo brazo que ahora nos presta acaba de salvar las vidas de Scout y Jem los hijos del íntegro abogado Atticus Finch.
En este imaginario pueblo sureño del estado de Alabama en el que la escritora Nelle Harper Lee recrea desde el recuerdo su pueblo natal, Monroeville, en el tiempo concreto de la gran depresión cuando ella cumplía 10 años, se desarrolla uno de los alegatos más bellos y eficientes contra el racismo y las desigualdades que haya dado nunca la literatura. Fue la única novela publicada por esta autora.

Siendo amiga de Truman Capote desde la escuela primaria -Truman Streckfus Persons entonces- era de esperar que apareciese en esas páginas de tintes biográficos quedando plasmado en el personaje de Dill. Se decía que ambos colaboraban en la obra del otro pero que a diferencia de Harper a Capote sí le gustaba paladear las mieles del éxito. Al parecer su distanciamiento se produjo durante la investigación del crimen que inspiró “A sangre fría.” En opinión de Harper, Capote se valió de malas artes para en su propio beneficio obtener información de uno de los condenados, deseándole secretamente incluso la pena de muerte con el fin de poder contemplar la ejecución y con esa experiencia conseguir la apoteosis de un brillante final. No estábamos dentro del corazón de estos amigos que desgraciadamente dejaron de serlo, pero en cualquier caso, lo que acabo de decir no representa ningún dato de rigor que agrande o menoscabe el talento y la hondura de ambos, lo aporto como intuición de las posibles grandes diferencias que pudieron emerger al convertirse en adultos y que tal vez les separaban incluso a su pesar.

Truman Capote se movía bien entre la aristocracia neoyorquina y las celebrities, su caída en el alcohol y las drogas distorsionó sus relaciones y no sólo perdió a Harper Lee por el camino. La autora de “Matar un ruiseñor” se ha negado siempre a conceder entrevistas –por ello me aventuro a pensar que la aversión quizá se deba a aquella etapa- y sin embargo acude feliz a los encuentros con lectores, especialmente si son estudiantes de institutos en los que se ha considerado su libro una lectura imprescindible para la vida y el desarrollo de la personalidad, de hecho en Alabama se hacen concursos anuales en los que se analizan y recitan de memoria sus pasajes.

Hacia el final de la obra hay una frase que se refiere a Boo Radley que bien podría ser un préstamo personal de lo que ella sentía en aquel tiempo, la pronuncia el sheriff y dice así: “…ponerle con su naturaleza tímida bajo una luz cegadora, para mí es un pecado.” Ella defendió su privacidad con uñas y dientes, y curiosamente a veces se puede producir la paradoja de que un encierro signifique la libertad.

Recibió el Pulitzer en 1961, es el máximo galardón otorgado por los Estados Unidos a periodistas y escritores de habla inglesa, con él premian la excelencia, y así figura en el enunciado de la categoría de Editorial periodística: “Se buscan excelentes textos con sonoridad, estilo clásico, propósitos éticos y morales, y poder de influencia en la opinión pública”. “Matar un ruiseñor” es literatura, pero sin duda bebe de las fuentes mencionadas, no en vano Amasa Coleman Lee, el padre de Harper Lee, fue editor periodístico además de abogado.

La escritora tardó mucho en finalizar su novela, cuentan que de hecho llegó a tirar los abundantes manuscritos por la ventana en una noche de nieve, menos mal que bajó a rescatarlos y a continuación compartió sus agobios con el editor Lippincot que de inmediato se dispuso a ayudarla para qué consiguiera poner en orden los recuerdos y dar cuerpo y estructura literaria a todos sus apuntes, (eso sí que parece ficción, quién pillara a un editor de esas características y encima con conocimientos de escritura, no sólo mercantiles). Durante la creación y en distintas etapas tuvo en mente varios títulos entre ellos “Ponte un vigilante”, más tarde decidió que la novela se llamaría “Atticus”, la autora escogió dicho nombre en honor a Titus Pomponious Atticus, un hombre destacado por su sabiduría, cultura y humanidad y gran amigo, además, del orador romano Cicerón.

El apellido Finch proviene de su madre Frances Cunningham Finch Lee, y quienes ya han leído el libro saben que el de Cunninghan también se lo entregó a otro personaje en la ficción que no por secundario es menos relevante, tanto que protagoniza uno de los puntos de inflexión más decisivos en una escena crucial, la de la cárcel en la que él lidera a un grupo de personas con ánimo de linchamiento. Desistirán ante las palabras instintivas de la pequeña Scout y la valiente escolta pertinaz de su hermano Jem en defensa de su padre, los niños no saben qué ocurre exactamente pero respiran el peligro que Atticus corre.

Finalmente se llamó “Matar un ruiseñor” y al lector le queda el trabajo de atribuir. A mí me parece que en esta historia ruiseñores hay unos cuantos.

“No hacen otra cosa que crear música para nuestro placer” –le explica Atticus a su hija Scout para que comprenda por qué no se puede disparar a un ruiseñor- “No se comen los jardines de la gente, no anidan en sus graneros, sólo cantan con su corazón para todos nosotros”. Esta acertada descripción contiene varias lecturas aplicables, por suerte, a bastantes personajes de la historia empezando por Tom Robinson, el acusado.
Esta preciosa novela iniciática se enfoca desde la mirada de la infancia, justo en ese umbral en el que se pierde la inocencia para contemplar sin vendas el mundo adulto, y el veredicto resultante es un retrato duro y diáfano que no admite componendas.
En muy pocas ocasiones se produce un hallazgo de vigencia que perdure tantísimo tiempo, año tras año, lustro tras lustro, década tras década… y que ha saltado incluso de siglo. ¿Por qué? Tal vez porque despierta y remueve la conciencia de un modo tan claro y tan de sentido común que nadie puede escabullirse.

La composición visual es tan perfecta para servir los contrastes en los momentos álgidos que su prosa poética en este caso vale tanto como sus imágenes:

Basta con mirar a Calpurnia, la empleada negra que ayuda a dirigir la casa y a educar a los hijos de Atticus ejerciendo un impecable papel de madre-maestra en colaboración con el progenitor y en coincidencia y sintonía con las pautas y principios del abogado para comprenderlo. La relación familiar explica sin palabras toda una forma de vida y de creencias.

El camino con ella -Cal, como los niños la nombran- hacia la iglesia de los negros con Jem a un lado y Scout al otro, blancos como la nieve y fregados más que bañados para la ocasión como muestra ante los suyos de su buen trabajo vuelve a subrayarlo.
Y los niños, de nuevo sentados en el apartheid de los negros durante el juicio, en la parte alta de la sala… vuelven a corroborarlo. A veces para cambiar el mundo basta con un gesto que defina una actitud. Atticus conoce por su nombre a cada uno de los vecinos del barrio negro. Se me saltaron las lágrimas al ver las escaleras llenas de los mejores presentes para el hombre que los había defendido aunque perdiera.
No me extraña que el guionista Horton Foote se llevase el oscar al mejor guión adaptado porque el trabajo estaba prácticamente hecho, característica común de los grandes escritores sureños son muy cinematográficos. (Lástima que no hayamos podido ver la película en grupo, la biblioteca pública está a rebosar de actividades todos los días –buena señal- y no queda ningún espacio libre para la proyección, y dadas las condiciones de nuestro punto de reunión no se puede, la sala de juntas, a la que la directora llama de usos múltiples, en la que nos congregamos alrededor de una gran mesa es magnífica para propiciar el coloquio, pero dificultosa para ver cine porque como somos tantas en círculo nos impediríamos la visión unas a otras, hay poco espacio entre las sillas y los muebles y si alguna se retrasara obligaría a remover, por esa razón decidí finalmente suspenderla a pesar de que los trabajadores de la biblioteca se habían esmerado en los preparativos, nunca será suficiente nuestro agradecimiento ya que aguantan con infinita paciencia que les tomemos al asalto las estancias y también a ellos. La película está libre, de todos modos, para sacarla prestada y verla en casa.
Perdonad el inciso, me gusta que imaginéis el entorno. Continúo. Decía que no hay un modo mejor de discernir sobre lo que es justicia y lo que no que presentándolo en forma de juicio para que el lector, el espectador… pueda ver y discernir con claridad los argumentos a favor y los que están en contra. Tal vez por ello gustan tanto los libros y películas de juicios. Intentar comprender la vida desde todos los ángulos, con todos los puntos de vista posibles es un ejercicio obligado, algo así como lo que entendemos por caminar un largo trecho con los zapatos de otro. Cada vez es más importante la lucha interior por no adocenarse por no dar nada por hecho sin haberlo tamizado antes por nuestra reflexión, sólo así se tiene derecho a opinar, de lo contrario estaremos repitiendo consignas, lo escuchado en los medios… y nunca podremos adquirir nuestro propio criterio. Hacerse preguntas es más duro que seguir directrices, pero sólo así se pueden ir creando leyes más pormenorizadas y justas y por supuesto revisables.
Robert Mulligan dirigió la película en 1962 y fue otro bombazo (ocho nominaciones y 3 oscar: mejor actor, mejor dirección artística y mejor guión adaptado). El film a la par que la novela se mantiene en el tiempo, las miradas de estos dos grandes artistas, Harper Lee y Mulligan, contribuyeron a crear un modelo paterno de rectitud y honestidad en un medio hostil que todos los hombres de cualquier tiempo querrían emular, ambas, novela y película, colocan en su sitio y especifican lo que es la verdadera valentía, que nada tiene que ver con la vanidad del alarde, y sí con la dignidad y la necesidad de luchar aún a sabiendas de que la batalla está perdida. Una de las enormes cualidades de libro está en los matices, en esa forma de distinguir lo individual de lo colectivo, en ese afán por no englobar y justificarse al amparo de actitudes gregarias.
En nuestro club intentamos como siempre verle las tripas a esos bajos instintos o sentimientos que llevan a las personas a sentirse superiores a otro ser humano y con derecho a despreciar, tal vez necesitemos espantar los miedos indefinidos que nos atenazan y necesitemos inventarnos un enemigo común, el de turno, para que pague el pato, haciéndonos la ilusión de que así nos ponemos a salvo.
También, como de costumbre en el club, se hicieron análisis históricos, artísticos, psicológicos y sociales sobre esta novela tan pedagógica con los que llegamos a la conclusión de que no sirve de nada que alguien tire todos los palos del sombrajo si no tiene preparados otros nuevos para guarecerse, la libertad es como la tierra de cultivo, primero hay que abonarla para que germine después. No te pueden soltar en medio del desierto para decirte: Hala, ya eres libre, ejerce.
Hasta llegar a que en los Estados Unidos haya un presidente negro han tenido que ocurrir muchos acontecimientos que E. V., una de mis compañeras, tuvo la gentileza de ilustrar. Tal vez, al menos eso espero, estén próximos los tiempos en los que las personas nos miremos a los ojos sin plantearnos de qué color somos -salvo para sentirnos atraídos por la belleza de la variedad- y por debajo no quede ningún lastre latente pudriendo nuestro corazón. Tampoco olvidemos que aquí pastoreamos serios problemas de convivencia con las personas que nos llegan de otros territorios, y aunque comprendemos de maravilla el problema de la segregación que se produjo en Estados Unidos porque está lejos lo que ocurre aquí es exactamente lo mismo.
Había una canción bellísima que cantaba Rosa León, -no conozco el nombre de quien la compuso, perdonad- espero que os guste como regalo:


EL PUNTO Y LA RAYA

Entre tu pueblo y mi pueblo
hay un punto y una raya.
La raya dice no hay paso
el punto vía cerrada.

Y así entre todos los pueblos
raya y punto, punto y raya.
Con tantas rayas y puntos
el mapa es un telegrama.

Caminando por la vida
se ven ríos y montañas
se ven selvas y desiertos
pero ni puntos ni rayas.

Porque estas cosas no existen
sino que fueron trazadas.
Para que mi hambre y la tuya
estén siempre separadas.
Es bonita ¿verdad?

Y ya para terminar, aunque el libro da un de sí enorme, es necesario dar cuenta también de algunas objeciones, poquitas pero las hubo. No se nos escapó que el paso del tiempo sí se notaba en una parcela: la de revolución pendiente que en aquellas fechas aún tenía que hacer la mujer, creo que algunos comentarios la propia autora hoy los cambiaría.

A mi compañera J. A. le parecieron forzadas y poco creíbles algunas escenas como la de que a los niños se les permitiera estar presentes en un juicio por violación, y tampoco creía que el lenguaje de Scout correspondiera a su edad. Llegamos a la conclusión de que aunque algunos pasajes estuviesen forzados sí eran necesarios para mantener el punto de enfoque que la autora había escogido, en todo momento es el de los niños y en esa decisión tenía que mantenerse, por ello Jem y Scout están siempre presentes, bien escuchando a escondidas o bien participando activamente. J.A. añadió que le hubiese gustado que Atticus no fuera tan perfecto para podérselo creer mejor: “Yo quiero mucho a mi madre” -expresó- “pero también le veo defectos”. Dilucidamos sobre si la novela estaría hecha con intención de homenaje a la memoria de su padre en cuyo caso la autora habría querido destacar su rectitud obviando lo demás, a lo que L. S. apostilló que por fortuna sí hay personas así y que su madre era una de ellas.
En un tiempo de tanta corrupción viene bien recuperar el verdadero sentido de una profesión casi sagrada como es la abogacía.
C.O. recalcó que Atticus no estaba defendiendo en particular al hombre negro sino a la justicia que nos engloba a todos y que el tema principal no era el personaje sino la idea que transmitía.
Se vertieron opiniones extraordinariamente enriquecedoras, no puedo reseñarlas todas pero cerraré con una de las más bonitas, la pronunció M.J.: “A mí leer este libro me hace sonreír por las ocurrencias de los críos y por su forma de mirar el mundo, me deja feliz”.
Teniendo en cuenta que refleja una época de crisis similar en muchos aspectos a la actual es esperanzador que nos recuerden que hay otros aspectos además de los materiales y que nos las podemos arreglar sin acobardarnos y sin dejar por ello de señalar las injusticias.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro en el que habremos leído “Desgracia” del Premio Nobel John Maxwell Coetzee.
Pili Zori

4 comentarios:

  1. Feliz cumpleaños. Un beso muy fuerte.
    Teresa

    ResponderEliminar
  2. Gracias princesa, un abrazo. Pili Zori

    ResponderEliminar
  3. Hola Pili,
    Tengo que decirte que me están encantando todos los libros que estamos leyendo este año en el club. Matar a un ruiseñor nos ha dicho muchas cosas. Hay personalidades, como la de Atticus Finch, que enamoran, a mí me ha pasado con este personaje, que me ha creado una envidia, por supuesto sana. Su saber estar, su comprensión, su saber mantener la calma, la manera de educar a sus hijos, qué maravilla!!! Ojala hubiera más Atticus Finch en el mundo que nos dejaran a todos los demás aunque fuera un pequeño resquicio en nuestra conciencia para mejorar la convivencia entre todos. Aún así, hay que ser optimistas y darnos cuenta, mirando hacia atrás, todo lo que se ha conseguido en términos de igualdad desde la época en que se desarrolla el libro.
    Un beso muy gordo Pili.

    Y por su puesto a todos los lectores, hoy día 23 de Abril,...FELIZ DIA DEL LIBRO!!!

    Marta

    ResponderEliminar
  4. Gracias Marta, siento mucho que no puedas acudir esta tarde a leer tu preciosa carta de amor a la biblioteca y que no contemos con tu joven y bella presencia. Un abrazo. Pili Zori

    ResponderEliminar