Se estropea el ascensor de una comunidad de vecinos y este hecho les obliga a hacer acopio de comestibles, pasarán días hasta que lo arreglen, muchos de los habitantes del inmueble que apenas cruzaban unas frases manidas en el estrecho habitáculo durante el pequeño trayecto de subida o bajada se miran por vez primera con mayor detenimiento en “la tienda de abajo.” A partir de ese instante, de esos primeros segundos comienza la obligada coincidencia en cada rellano.
Ese es el espacio angosto y difícil que el autor elige para situar la mirada. Los enfoques y movimientos de sus retinas o de su imaginaria cámara se toparán con peldaños y puertas, distancias siempre cortas que sin embargo adentrarán al lector -a través del delgado haz de luz de sus mirillas- en los universos privados de cada casa: blindajes de soledades y aislamientos a los que el escritor contempla con sinceridad, respeto y comprensión profundos.
En su honestidad por mantenerse fiel a las sobrias herramientas escogidas el autor nos presenta a los protagonistas en las pequeñas ráfagas que se pueden atisbar durante unos segundos, y ahí reside el logro: los iremos conociendo a través del olor que emana de las casas, o del pequeño intervalo en el que una puerta se abre… La estela efímera del perfume de la crema corporal que exhala un bouquet de canela nos anunciará a la bella madre abandonada con una hija pequeña. El felpudo, ¿invertido?, nos señalará al muchacho que lo coloca de manera que le diga bienvenido a la calle cuando va a salir y no a su casa cuando ha de entrar, más adelante iremos comprendiendo por qué. Escucharemos el peculiar roce de unas deportivas con los talones envueltos en los bajos de unos pantalones caídos que se sujetan milagrosamente en el final del trasero de otro chaval. Nos fijaremos en el jersey de color panzaburro con manchas de otro vecino… y esa colección de primeras impresiones experimentadas en los primeros segundos irá dando paso, en dos o tres pinceladas cada vez, a explicaciones de enorme condensación y veremos con asombro cómo se puede meter toda la hondura y densidad de una vida en cuatro trazos certeros que el autor plasma con enorme eficacia. Del mismo modo en ningún momento el escritor, Héctor Alcolea Pérez, hará trampa añadiendo descripciones que el lector le agradecería, así que tendremos que acostumbrarnos sin más remedio a conocer a los personajes a través de sus monólogos interiores cada vez que se cruzan o se paran un instante a saludarse, y esperar para poder completar el dibujo, porque lo que importa es su esencia y la descripción va a ser dedicada en exclusiva a lo que habita detrás de cada piel y una vez más comprenderemos la complejidad tras las apariencias y jugaremos con la subjetividad y la conjetura, el señor de las manchas en el jersey las tiene por algún motivo que antes no sabíamos o no nos daba la gana ver porque es más sencillo juzgar con superficialidad y simpleza. Sólo así, con las distintas percepciones, incluida la nuestra, completaremos los perfiles, el escritor nos ayudará una pizquita en el esbozo con el portero al que utiliza al principio como hilo conductor para que nos haga las presentaciones y vayamos conociendo a los vecinos por orden de pisos, para ello comienza a limpiar la escalera del revés, es decir de abajo arriba, naturalmente el recurso viene a cuento: al estropearse el ascensor este personaje tiene que limpiar con más esmero porque todos van a ver la suciedad que antes no veían y también porque el trasiego al tener que subir y bajar a pie hace que se manche más, las razones de por que friega a la inversa las dejo a vuestra especulación -llegados a este punto ya habréis intuido que el autor está dando más de una lectura y más de un significado a cada conducta-, pero la ayuda del portero es la única concesión que Héctor Alcolea se hace y nos hace, ahora os explico más: No utiliza nombres. Sólo al llegar casi al final conoceremos el nombre propio del nuevo inquilino del piso décimo, hasta ese momento, o mejor dicho hasta ese segundo, no aparecerán en toda la novela. Notaremos que estamos oyendo el monólogo de otro personaje por un pequeño espacio en blanco y por algún pequeño detalle que lo define, pero siempre irá enlazado al interlocutor con el que se acaba de cruzar, y continuará por donde el anterior lo ha dejado como si de un juego de relevos se tratase y aunque casi toda la novela se desarrolla en primera persona el narrador omnisciente de vez en cuando nos echará otra mano para que podamos coser las piezas y saber tanto como él sabe.
La comunicación no verbal adquiere gran protagonismo: un pequeño gesto imperceptible, un peculiar sonido, un ligero olor a bebida en la vaharada de un aliento brevemente cercano… y es precioso ver como los pensamientos en soliloquio a menudo están formando un diálogo sin saberlo, y también sin saberlo una conversación con todos los demás miembros de la comunidad.
No sé si coincidiré con las intenciones del autor al interpretar que si no ha querido poner nombres ni singularizar ni parcelar colocando a los protagonistas en compartimentos separados, ni ha diferenciado marcadamente la voz, la personalidad y la forma de expresarse de cada personaje es precisamente porque no desea perder en ningún momento la idea de comunidad, de conjunto, para hablarnos de todo lo que nos hace creer que estamos solos en el enjambre sin estarlo, y de lo similares que somos por dentro a la hora de sentir y de la unión que formamos en el fondo. Perdón por el juego de palabras y su aparente contradicción: la de que la soledad nos una, diréis “¿En qué quedamos?, o estamos unidos o estamos solos”, pero es que ése es el quid de la cuestión: la soledad es una percepción anímica, un sentimiento, no un estado civil, y lo vemos con nitidez precisamente en esta escalera, en cuanto ha surgido la ocasión y llega el vecino nuevo de inmediato los demás se disponen a ayudarle a subir muebles en cadena hasta el décimo. En fin disculpad la simplificación, a este paso le voy a echar la culpa de las enfermedades urbanas a las empresas de ascensores y nada más lejos de mi intención.
Fuera ya de bromas y distensiones vuelvo a repetir que el contenido de la novela es de enorme complejidad y se adentra en terrenos inexplorados del alma humana poniendo palabras donde antes no las había.
No conozco al autor en persona y sé muy pocas cosas sobre él, pero sí sé una de las más importantes: que es un artista gráfico, un creativo con dominio de varios lenguajes al que imagino exprimiéndose el cerebro para conseguir la idea que concentre en muy pocos impactos el mensaje que envía, por ello, a alguien que piensa casi todo el tiempo en imágenes tengo que concederle un valor añadido por las difíciles elecciones que ha hecho: de entrada su novela es una exaltación de la palabra, es literatura purísima, su prosa poética alcanza la máxima precisión y por tanto la belleza, no el adorno –recalco- sino La Belleza que es muy distinto. Apenas tiene descripciones espaciales o físicas, hay momentos en los que se podría decir que sólo se escucha como si quisiera cegarnos y casi no se ve bajo la luz tenue de la bombilla del rellano, de ese modo lo que sí vemos en la ráfaga de los primeros segundos queda subrayado como una fosforescencia.
Sé también que Héctor es un hombre joven y ese detalle añade más valor a lo que a continuación voy a decir: Saber mirar, saber mirar dentro de los demás y comprender requiere una enorme madurez que nada tiene que ver con la edad, hay una descripción del alzheimer sin nombrarlo que sólo alguien con oído ultrasónico puede captar, y no por poética es menos verdad, da lo mismo el apellido, alzheimer, senilidad... o los estragos del tiempo, la señora ve como se asoma su marido durante unos segundos desde dentro de ese señor que ya no reconoce, y nos dice con el pensamiento que luego se va.
También hay un peligro latente entre las páginas de la novela pero el autor se encarga de acentuar que no reside dentro de esa criatura a la que el felpudo le dice bienvenido a la calle, y esa calle le regala saludos cordiales y los bollos y magdalenas de la panadería, ese chico a quien la voz que escucha en el interior de su cabeza le hace obrar bien y calmarse. No. De nuevo Héctor Alcolea desplaza la locura hacia donde verdaderamente está y la sitúa en el desprecio de la madre y en el rifle, que en la novela no se dispara, pero todos sabemos al cerrar el libro que algún día puede que sí y que los gritos de la madre serán el detonante que empuje el gatillo. Agradezco al autor la puntualización del matiz, para que cuando miremos al problema sepamos enfocar a la raíz y sobre todo me alegro de haber podido asomarme a la nobleza de su corazón sin cáscara.
La bella mujer con olor a canela a quien la mirada exterior y sucia ve con las bragas por las rodillas, sonriente y hermosa en público, no castrada ni castradora, capaz, a pesar del daño, de sentir y despertar deseo, ha sido maltratada por ello, por ser deseable, y en privado llora, codiciada como cosa y no respetada como persona vuelve a decirnos Héctor en el subliminal subrayándolo con los verticales surcos que sus femeninas lágrimas desmaquillan, y es que la alegría ajena no se perdona y si va encaramada a unos tacones que anuncian su llegada menos. La alegría necesita un ambiente de libertad para manifestarse y no puede vivir si se le corta el tallo.
En cuanto a la renovación formal, la letra diferente para distinguir las dos historias que al final se ensamblan, la diferenciación de capítulos en letra o en romano, los apartados en negrita y la inserción de los dibujos crean una composición insólita, como la de esos perfumes nuevos y concentrados, atrayentes tanto por el diseño de su frasco como por el color y sus destellos y transparencias, que cuando los destapas te llenan el olfato de notas desconocidas que te emocionan.
En este mismo blog he reiterado varias veces que el arte busca caminos y canales como un torrente tirano y que tal vez sea él, el arte, el que obligue a los autores a explorarlos y construirlos como quien se adentra en la selva a golpe de machete, o en los subterráneos urbanos con carburo, pico y pala. En este caso ha sido una escalera recorrida en sus diez tramos por un hermoso pájaro de vuelo azul que tras salir de su doméstica jaula particular decidirá quedarse en la otra más grande y comunitaria cobijado detrás de los barrotes del portal acristalado que le defiende de ese enorme patio a modo de plaza que aún lo separaría un poquito de la peligrosa jungla de asfalto con árboles repletos de pájaros pardos y autóctonos acostumbrados al frío, otras aves pequeñas como él con las que le costaría convivir y ser aceptado.
Queda claro que al arte en su capricho le gusta entregar escaleras como escenario a los autores de Guadalajara: D. Antonio Buero Vallejo también se las arregló con la historia de la suya y el eco de su hermosa obra de teatro aún se extiende por el mundo sin haber perdido ni un ápice de su denuncia y empuje, le gustaba poblar su dramaturgia de seres ciegos, sordos o mudos para convertirlos en personajes-conciencia porque paradójicamente el hecho de tener eliminado un sentido les hacía ver más, o escuchar mejor. De algún modo sé que hay una conexión no buscada entre estos dos alcarreños que han respirado el mismo aire.
En esta época nuestra en la que se consume la lectura como si fuera comida rápida y buscando la comodidad del patrón tipo “Los primeros segundos” requiere una lectura sosegada y muy atenta, así que me disculpo de antemano y en cuanto tenga tiempo, -ojalá se pudiera comprar un poco como hace algunos días leía en las palabras de un escritor inédito-, prometo releerla ya que soy consciente de que se me habrán escapado muchos de esos segundos y detalles… y que alguna de sus importantes escenas se me habrá mezclado porque he tenido que compartir su lectura con otras, pero tenía impaciencia por presentaros esta novela de voz y estilo tan personales, este precioso álbum de instantáneas cuya primera edición ha sido tímida pero a la que le deseo larga vida en las próximas, para vosotros dejo la solución a los enigmas que suscita como por ejemplo lo que simboliza y representa el enorme huevo que aparece en la isla y que atrae a personas de todas partes del país y por qué el estado lo destruye y qué significa el cangrejo… aunque no pretendo que parezcan acertijos, y os dejo por hoy que ya he ‘subjetivizado’ bastante. Como ya he comentado otras veces la experiencia con un libro es íntima y personal y cada uno de nosotros entra en él para vivirla a su manera. Pero es maravilloso tener muchas aunque sean discrepantes. Así que gracias querido Héctor por tu espléndido y hermoso corazón y por tu prosa apabullante.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.
Ese es el espacio angosto y difícil que el autor elige para situar la mirada. Los enfoques y movimientos de sus retinas o de su imaginaria cámara se toparán con peldaños y puertas, distancias siempre cortas que sin embargo adentrarán al lector -a través del delgado haz de luz de sus mirillas- en los universos privados de cada casa: blindajes de soledades y aislamientos a los que el escritor contempla con sinceridad, respeto y comprensión profundos.
En su honestidad por mantenerse fiel a las sobrias herramientas escogidas el autor nos presenta a los protagonistas en las pequeñas ráfagas que se pueden atisbar durante unos segundos, y ahí reside el logro: los iremos conociendo a través del olor que emana de las casas, o del pequeño intervalo en el que una puerta se abre… La estela efímera del perfume de la crema corporal que exhala un bouquet de canela nos anunciará a la bella madre abandonada con una hija pequeña. El felpudo, ¿invertido?, nos señalará al muchacho que lo coloca de manera que le diga bienvenido a la calle cuando va a salir y no a su casa cuando ha de entrar, más adelante iremos comprendiendo por qué. Escucharemos el peculiar roce de unas deportivas con los talones envueltos en los bajos de unos pantalones caídos que se sujetan milagrosamente en el final del trasero de otro chaval. Nos fijaremos en el jersey de color panzaburro con manchas de otro vecino… y esa colección de primeras impresiones experimentadas en los primeros segundos irá dando paso, en dos o tres pinceladas cada vez, a explicaciones de enorme condensación y veremos con asombro cómo se puede meter toda la hondura y densidad de una vida en cuatro trazos certeros que el autor plasma con enorme eficacia. Del mismo modo en ningún momento el escritor, Héctor Alcolea Pérez, hará trampa añadiendo descripciones que el lector le agradecería, así que tendremos que acostumbrarnos sin más remedio a conocer a los personajes a través de sus monólogos interiores cada vez que se cruzan o se paran un instante a saludarse, y esperar para poder completar el dibujo, porque lo que importa es su esencia y la descripción va a ser dedicada en exclusiva a lo que habita detrás de cada piel y una vez más comprenderemos la complejidad tras las apariencias y jugaremos con la subjetividad y la conjetura, el señor de las manchas en el jersey las tiene por algún motivo que antes no sabíamos o no nos daba la gana ver porque es más sencillo juzgar con superficialidad y simpleza. Sólo así, con las distintas percepciones, incluida la nuestra, completaremos los perfiles, el escritor nos ayudará una pizquita en el esbozo con el portero al que utiliza al principio como hilo conductor para que nos haga las presentaciones y vayamos conociendo a los vecinos por orden de pisos, para ello comienza a limpiar la escalera del revés, es decir de abajo arriba, naturalmente el recurso viene a cuento: al estropearse el ascensor este personaje tiene que limpiar con más esmero porque todos van a ver la suciedad que antes no veían y también porque el trasiego al tener que subir y bajar a pie hace que se manche más, las razones de por que friega a la inversa las dejo a vuestra especulación -llegados a este punto ya habréis intuido que el autor está dando más de una lectura y más de un significado a cada conducta-, pero la ayuda del portero es la única concesión que Héctor Alcolea se hace y nos hace, ahora os explico más: No utiliza nombres. Sólo al llegar casi al final conoceremos el nombre propio del nuevo inquilino del piso décimo, hasta ese momento, o mejor dicho hasta ese segundo, no aparecerán en toda la novela. Notaremos que estamos oyendo el monólogo de otro personaje por un pequeño espacio en blanco y por algún pequeño detalle que lo define, pero siempre irá enlazado al interlocutor con el que se acaba de cruzar, y continuará por donde el anterior lo ha dejado como si de un juego de relevos se tratase y aunque casi toda la novela se desarrolla en primera persona el narrador omnisciente de vez en cuando nos echará otra mano para que podamos coser las piezas y saber tanto como él sabe.
La comunicación no verbal adquiere gran protagonismo: un pequeño gesto imperceptible, un peculiar sonido, un ligero olor a bebida en la vaharada de un aliento brevemente cercano… y es precioso ver como los pensamientos en soliloquio a menudo están formando un diálogo sin saberlo, y también sin saberlo una conversación con todos los demás miembros de la comunidad.
No sé si coincidiré con las intenciones del autor al interpretar que si no ha querido poner nombres ni singularizar ni parcelar colocando a los protagonistas en compartimentos separados, ni ha diferenciado marcadamente la voz, la personalidad y la forma de expresarse de cada personaje es precisamente porque no desea perder en ningún momento la idea de comunidad, de conjunto, para hablarnos de todo lo que nos hace creer que estamos solos en el enjambre sin estarlo, y de lo similares que somos por dentro a la hora de sentir y de la unión que formamos en el fondo. Perdón por el juego de palabras y su aparente contradicción: la de que la soledad nos una, diréis “¿En qué quedamos?, o estamos unidos o estamos solos”, pero es que ése es el quid de la cuestión: la soledad es una percepción anímica, un sentimiento, no un estado civil, y lo vemos con nitidez precisamente en esta escalera, en cuanto ha surgido la ocasión y llega el vecino nuevo de inmediato los demás se disponen a ayudarle a subir muebles en cadena hasta el décimo. En fin disculpad la simplificación, a este paso le voy a echar la culpa de las enfermedades urbanas a las empresas de ascensores y nada más lejos de mi intención.
Fuera ya de bromas y distensiones vuelvo a repetir que el contenido de la novela es de enorme complejidad y se adentra en terrenos inexplorados del alma humana poniendo palabras donde antes no las había.
No conozco al autor en persona y sé muy pocas cosas sobre él, pero sí sé una de las más importantes: que es un artista gráfico, un creativo con dominio de varios lenguajes al que imagino exprimiéndose el cerebro para conseguir la idea que concentre en muy pocos impactos el mensaje que envía, por ello, a alguien que piensa casi todo el tiempo en imágenes tengo que concederle un valor añadido por las difíciles elecciones que ha hecho: de entrada su novela es una exaltación de la palabra, es literatura purísima, su prosa poética alcanza la máxima precisión y por tanto la belleza, no el adorno –recalco- sino La Belleza que es muy distinto. Apenas tiene descripciones espaciales o físicas, hay momentos en los que se podría decir que sólo se escucha como si quisiera cegarnos y casi no se ve bajo la luz tenue de la bombilla del rellano, de ese modo lo que sí vemos en la ráfaga de los primeros segundos queda subrayado como una fosforescencia.
Sé también que Héctor es un hombre joven y ese detalle añade más valor a lo que a continuación voy a decir: Saber mirar, saber mirar dentro de los demás y comprender requiere una enorme madurez que nada tiene que ver con la edad, hay una descripción del alzheimer sin nombrarlo que sólo alguien con oído ultrasónico puede captar, y no por poética es menos verdad, da lo mismo el apellido, alzheimer, senilidad... o los estragos del tiempo, la señora ve como se asoma su marido durante unos segundos desde dentro de ese señor que ya no reconoce, y nos dice con el pensamiento que luego se va.
También hay un peligro latente entre las páginas de la novela pero el autor se encarga de acentuar que no reside dentro de esa criatura a la que el felpudo le dice bienvenido a la calle, y esa calle le regala saludos cordiales y los bollos y magdalenas de la panadería, ese chico a quien la voz que escucha en el interior de su cabeza le hace obrar bien y calmarse. No. De nuevo Héctor Alcolea desplaza la locura hacia donde verdaderamente está y la sitúa en el desprecio de la madre y en el rifle, que en la novela no se dispara, pero todos sabemos al cerrar el libro que algún día puede que sí y que los gritos de la madre serán el detonante que empuje el gatillo. Agradezco al autor la puntualización del matiz, para que cuando miremos al problema sepamos enfocar a la raíz y sobre todo me alegro de haber podido asomarme a la nobleza de su corazón sin cáscara.
La bella mujer con olor a canela a quien la mirada exterior y sucia ve con las bragas por las rodillas, sonriente y hermosa en público, no castrada ni castradora, capaz, a pesar del daño, de sentir y despertar deseo, ha sido maltratada por ello, por ser deseable, y en privado llora, codiciada como cosa y no respetada como persona vuelve a decirnos Héctor en el subliminal subrayándolo con los verticales surcos que sus femeninas lágrimas desmaquillan, y es que la alegría ajena no se perdona y si va encaramada a unos tacones que anuncian su llegada menos. La alegría necesita un ambiente de libertad para manifestarse y no puede vivir si se le corta el tallo.
En cuanto a la renovación formal, la letra diferente para distinguir las dos historias que al final se ensamblan, la diferenciación de capítulos en letra o en romano, los apartados en negrita y la inserción de los dibujos crean una composición insólita, como la de esos perfumes nuevos y concentrados, atrayentes tanto por el diseño de su frasco como por el color y sus destellos y transparencias, que cuando los destapas te llenan el olfato de notas desconocidas que te emocionan.
En este mismo blog he reiterado varias veces que el arte busca caminos y canales como un torrente tirano y que tal vez sea él, el arte, el que obligue a los autores a explorarlos y construirlos como quien se adentra en la selva a golpe de machete, o en los subterráneos urbanos con carburo, pico y pala. En este caso ha sido una escalera recorrida en sus diez tramos por un hermoso pájaro de vuelo azul que tras salir de su doméstica jaula particular decidirá quedarse en la otra más grande y comunitaria cobijado detrás de los barrotes del portal acristalado que le defiende de ese enorme patio a modo de plaza que aún lo separaría un poquito de la peligrosa jungla de asfalto con árboles repletos de pájaros pardos y autóctonos acostumbrados al frío, otras aves pequeñas como él con las que le costaría convivir y ser aceptado.
Queda claro que al arte en su capricho le gusta entregar escaleras como escenario a los autores de Guadalajara: D. Antonio Buero Vallejo también se las arregló con la historia de la suya y el eco de su hermosa obra de teatro aún se extiende por el mundo sin haber perdido ni un ápice de su denuncia y empuje, le gustaba poblar su dramaturgia de seres ciegos, sordos o mudos para convertirlos en personajes-conciencia porque paradójicamente el hecho de tener eliminado un sentido les hacía ver más, o escuchar mejor. De algún modo sé que hay una conexión no buscada entre estos dos alcarreños que han respirado el mismo aire.
En esta época nuestra en la que se consume la lectura como si fuera comida rápida y buscando la comodidad del patrón tipo “Los primeros segundos” requiere una lectura sosegada y muy atenta, así que me disculpo de antemano y en cuanto tenga tiempo, -ojalá se pudiera comprar un poco como hace algunos días leía en las palabras de un escritor inédito-, prometo releerla ya que soy consciente de que se me habrán escapado muchos de esos segundos y detalles… y que alguna de sus importantes escenas se me habrá mezclado porque he tenido que compartir su lectura con otras, pero tenía impaciencia por presentaros esta novela de voz y estilo tan personales, este precioso álbum de instantáneas cuya primera edición ha sido tímida pero a la que le deseo larga vida en las próximas, para vosotros dejo la solución a los enigmas que suscita como por ejemplo lo que simboliza y representa el enorme huevo que aparece en la isla y que atrae a personas de todas partes del país y por qué el estado lo destruye y qué significa el cangrejo… aunque no pretendo que parezcan acertijos, y os dejo por hoy que ya he ‘subjetivizado’ bastante. Como ya he comentado otras veces la experiencia con un libro es íntima y personal y cada uno de nosotros entra en él para vivirla a su manera. Pero es maravilloso tener muchas aunque sean discrepantes. Así que gracias querido Héctor por tu espléndido y hermoso corazón y por tu prosa apabullante.
Un abrazo y hasta el próximo encuentro.
Pili Zori
Tuve la inmensa suerte de hacerme con un ejemplar de los “Primeros Segundos” de Héctor Alcolea Pérez en los primeros días del mes de agosto y su lectura me acompañó a lo largo de todo el mes porque, como bien dices, su lectura ha de ser reposada y consciente. Programé una segunda para más adelante pero tras la lectura de tu crítica, solo los escritores sois capaces de descubrir en una obra literaria matices que al resto de los mortales nos pasan desapercibidos, creo que la llevaré a cabo estas Navidades.
ResponderEliminarSi la literatura es un arte no cabe duda de que esta novela coral es un claro exponente y un bello ejemplo del mismo. Héctor utiliza las palabras de una forma magistral, a medio camino entre la poesía y la prosa, para concebir una obra hermosa, que completa con unos sugerentes dibujos.
Particularmente me he conmovido con la lectura del breve relato del Papá Nuel y la historia de Manuelillo, el niño que el nacer “había llorado sin necesidad de palmadita alguna” frase con la que Héctor nos descubre su triste destino.
No quiero alargarme más y terminaré con una frase de Héctor sacada de una entrevista concedida a la prensa asturiana que nos descubre el pensamiento de este joven autor “La vida es lo que queda cuando dejas la rutina y a la que dedicamos muy poco tiempo”
Vaya, Pili y Anónimo, qué placer leer estos comentarios. Y no lo digo por cuestiones de ego, para esto practico la autocomplacencia, sino porque de verdad disfruto leyendo cómo ha llegado mi vago mensaje a convertirse en algo más allá de la prosa según el cerebro que lo procese.
ResponderEliminarMuchas gracias Pili por todo lo que dices, y también lo que haces. Algún día te daré más pistas para seguir el hilo del relato, aunque esperaré a que termines la segunda lectura... ¿qué es el ascensor?
Un abrazo enorme!!
Felicidades a Héctor por tan genial obra, pocas veces se disfruta tanto intentando desmenuzar un libro para no perder detalle...por cierto, ¡me encanta el capítulo sobre el Emú! Arantxa desde Huelva
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