EL FILO


Relato
Pili Zori

El destello de la navaja recorrió el filo, el pasaje escaso –ya no era hora punta- y somnoliento del vagón quedó inmóvil, una sensación de anchura y largura apenas perceptible amplió el espacio que el pánico empujó con invisibles y bruscas manos, las barras y asideros parecieron inclinarse a la vez a izquierda y derecha; los ojos oscuros del hombre joven y alto se clavaron bajo el lacio flequillo moreno como dardos en los de la mujer mayor; el silencio fue ocupado por los habituales y subterráneos sonidos del metro un poco más despejado.
-¿Y ahora? –bramó masticando las palabras- ¿mantiene usted que a las personas hay que quererlas más precisamente cuando menos lo merecen?
Desde los ojos de la mujer a los del hombre se hizo visible  -como un haz de láser- la línea recta, las pupilas de ella absorbieron la ira de él -un muchacho, pensó- hasta que al desbrozarla atisbó la tristeza; en apenas segundos sintió los alfileres que dentro de la piel del chico pugnaban por atravesarle la cuadrada y tensa mandíbula y los poros de los pómulos, también contempló los pequeños ríos y afluentes desbordándose imparables hacia un mar rojo en el blanco esclerótico de los ojos, y escuchó la avalancha de lágrimas retenidas en la garganta, al tiempo sólo lo expande el miedo y los momentos parecen horas; la mano de la abuela oprimía el hombro de la pequeña con la misma presión con la que ese hombre apretaba el mango del arma con la brillante hoja hacia abajo y con el puño cercano al muslo, había dejado de mostrarla en amenaza, tampoco advirtió nadie -concentrados en el hombre- el discreto movimiento de las pequeñas y lustrosas deportivas de la niña, y el abrigo sobre el párvulo babi deslizándose sin ruido y con sigilo por el asiento para que la yaya no la sujetase y poder zafarse así de esos dedos dulces convertidos ahora en garra, manos que limpian mocos, pelan fruta con un cuchillito como el del señor, y lavan la carita y aprietan las coletas.
En sincronía, de la espalda oculta tras la cazadora iba a surgir rauda y silenciosa la pistola del policía vestido de paisano que ocupaba el octavo asiento de enfrente, pero desistió a tiempo en las primeras décimas del instante. Las respiraciones de los viajeros más cercanos a la escena desaparecieron porque de pronto la trasera de los muslos aterrados respingó al notar las pequeñas manos. El haz que sujetaba los ojos de la abuela a los de él se trianguló en el vértice infantil: la nena abrazaba al hombre con la nuca rubia inclinada para mirarle con sus ojos de mar tranquilo.
-¿No tienes papás? ¿Ni yayos?
Sujetó la mirada en el desconcierto de ese señor que había sido mandón con su abuela, al que ahora se le hacían hoyos muy pequeños y temblones en la barbilla y seguro que tenía frío porque le tiritaban las piernas.
-Yo llevo dos sándwiches en mi mochila. Si quieres te doy uno. Y una barriguitas nueva como las que tenía mi mamá cuando era pequeña. Te la dejo.
Acercó la mano con olor a colonia reciente e intentó rodear la muñeca del hombre sin abarcarla. Y le susurró como si guardara un secreto:
-No debes coger el cuchillo pequeño de las patatas porque se te puede clavar si te tropiezas y te tienen que llevar en ambulancia con la sangre, yo una vez me clavé un cristal, y mi yaya no me deja ir descalza, ni coger cosas que pinchan.
La mujer hizo un leve gesto de stop al policía por instinto, sólo ella en parabólica había advertido el amago y negó con la cabeza para restar importancia y que la escena no se complicase más. Mi niña, por Dios, mi niña -le susurró el pensamiento ahogándole la garganta mientras la imaginación multiplicaba tragedias a velocidad de vértigo y la sangre se bajaba a los pies para quedarse allí detenida. El joven guardó con temblor avergonzado en el bolsillo la automática ya cerrada y la otra mano sin voluntad depositó una caricia leve en la cabecita dorada de la cría.
Las cuatro figuras salieron en la parada sin nadie que las escoltase hacia el andén, ya retomarían en la siguiente estación, y milagrosamente Laura Romero convenció al policía -otro muchacho a sus ojos- con la mentira piadosa de que el amenazante y novato navajero era un vecino intachable que estaba pasando por dificultades, y que no volvería a hacer algo semejante en la vida, ¿verdad tesoro?, que ella se ocupaba. El policía le confiscó el arma en un punto ciego extendiendo la palma de la mano en toda la expresión de generosidad clandestina mientras se alegraba de no ir con compañero en el transporte, estaban repartidos por los vagones a la busca y captura de una presa mayor. Sin peligro de cámaras -se cercioró- tampoco había visto móviles grabando. Falsa alarma -diría segundos después para curarse en salud- un capullo desesperado sin antecedentes, era su primera vez, no se ha atrevido.
-Quítate de mi vista, anda, y no hagas más el pringao, y recuerda que no se me olvida tu cara.
Los pasajeros que con una normalidad enfermiza, volvieron a incrustar los cascos en sus orejas, y a pasar páginas del libro, o a retomar el duermevela matutino, no habían escuchado el bisbiseo de la conversación entre la abuela y la niña que al quejarse de que uno de los amiguitos había sido malo recibió la sugerencia de que el mérito era quererle incluso cuando no lo mereciese, eso sí, sin aguantar que se portara mal con su nieta, porque entonces no sería un buen amigo, pero el hombre que iba de pie frente a ellas sí lo escuchó. Tampoco se preguntaron cuál sería el vínculo, y dieron por supuesto que se trataría de suegra contra padre separado o historias similares tan manidas, para ensimismarse -tras la interrupción- en sus propias zozobras hasta llegar a la parada correspondiente y encaminarse por inercia hacia el laberinto de callejones sin salida que conducen hasta los corrales de la nueva esclavitud. Pasarelas y pasillos de metal, hormigón y cristales con plantas ejecutivas y también con las de limpiar, y alrededor los parques repletos de parados y ociosos prejubilados sorteando cagadas de palomas y cotorras invasoras.
Nadie supo después que Armando Alcalde sí esperó en la cafetería a que ella llegase tras dejar a la niña en el colegio tal y como habían quedado. El resto de la conversación entre la mujer y el hombre hasta ese momento desconocidos también fue -por la fuerza de la costumbre- anormalmente asumido, cotidiano, desnaturalizado: despidos injustos, trabajos a salto de mata, paro, bajas por tristeza y nerviosismo, por incapacidad para respirar, dificultades para pagar el alquiler, el agua, la luz, la ropa… y envidia de los carteles y músicas que invitan a una igualdad mentirosa de consumo cruel que otros restriegan queriendo o sin querer como sucedáneo de la felicidad. Y la navaja una mala tentación que parecía más eficiente que las cuchillas de afeitar o más segura que las vías del metropolitano, o una desesperación carterista para la que sabía de sobra que no iba a valer.
-Ahora comprendo que te hayas incendiado al escucharme decir a mi nieta que tenemos que amarnos más precisamente cuando menos lo merecemos. Nos has puesto a todos los viajeros del vagón a prueba, chico de poca fe -sonrió dando vueltas con la cucharilla a su humeante infusión- pero no a ella –aspiró el suspiro-. Se nos olvida que los niños son el pie de la letra.
Armando se derramó al fin en lágrimas.
-¿Cómo se llama la nena?
-Lucía. Vaya nombre que le fue a poner mi hija. Aunque la verdad es que cada día me gusta más por lo que significa.
-¿Qué significa?
-Aquella que lleva la luz. –El joven asintió con la frente baja mirándose las manos que rodearon la taza de café por un instante.
- ¿Y tú?
-Laura. -Se produjo una pequeña pausa que ella se apresuró a rellenar-. Victoriosa, eso quiere decir.
Acarició con la mirada el rostro del chico. El hombre sonrió por primera vez en mucho tiempo, y su cabello liso y negro se iluminó, al igual que el destello inadvertido hasta ese momento en sus ojos.
-¿Siempre vences?
-Convences sería la pregunta. –Laura sonrió ladeando la cabeza- Algunas veces.
Armando significa Luchador ¿lo sabías?
Se llevó la taza a los labios, él pensó que todos los gestos resultaban afectuosos en ella, y en cuál habría sido su aspecto de joven. No tan sereno –imaginó al escudriñar por un momento la escritura roturada de ese rostro- y quiso contagiarse del presente sosegado que lucía tras muchas y arduas batallas.
-Me gusta la onomástica, me entretengo para no perder la memoria, los nombres son los primeros en escapar y si sé lo que significan puedo retenerlos. Hoy has ganado la contienda más dura. Puedes bajar la guardia.
No hablaron de sus vidas personales, coincidieron al pensar que habría sido una injerencia dentro de la burbuja creada para los dos, tampoco prolongaron el momento, ella tenía quehaceres.
Se abrazaron sabiendo que no se volverían a ver porque al destino ya no le gusta cruzarse en el camino de las vidas anónimas por la peligrosa, confusa y caótica circulación de hoy, y sólo se atraviesa en alguno para convencer cuando es estrictamente oportuno.

PILI ZORI

8 comentarios:

  1. Maravilloso relato, especialmente por la fuerza que encierra en tan solo unas pocas líneas. Un potente retrato minimalista de la sociedad actual.

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  2. Un millón de gracias Sara, me hace muy feliz tu opinión. Un abrazo enorme.

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  3. Es precioso Pili, me ha encantado. Un beso grande.

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    1. Gracias Isa. Qué alegría me da verte asomada por este rinconcillo. Un honor siendo tan gran lectora como eres. Muchos besos.

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  4. relato corto pero intenso. Emociones que casi pueden palparse en el cruce de miradas. El miedo furioso que desborda en el filo de la navaja choca con la inocencia de la niña, arrebujandose esperanzado en el abrazo bondadoso de la abuela. Pii me ha gustado mucho. Un beso Loli Saboya

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  5. Gracias mi queridísima Loli, llenas de luz cualquier espacio. Un abrazo Pili Zori

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  6. Pili qué bien escribes y qué magistralmente expresas los sentimientos. Me ha encantado. Los niños tienen mucho que enseñarnos y a veces no tenemos la paciencia suficiente para comprenderles.
    Muy bonito.
    Marta T.

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  7. Gracias Marta, eres un lujo. Sí, los niños ponen todo en su lugar, y después nuestro crío interior se esconde dentro de nosotros para que seamos adaptables, pero siempre que perdemos brújula no tenemos más que convocarla para que la niña salga y podamos abrazarla, abrazarnos a nosotros mismos en ese territorio esencial. Te q m.

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