LA ENTREVISTA



LA ENTREVISTA
PILI ZORI

(Primer premio de prosa XVI Certamen Ciudad del Doncel 1995. Entregado el 27 IV 96)


La plataforma del plató parecía una isla amenazada. Alrededor de ella, el galimatías de cables semejaba una jauría de serpientes locas. Los operadores parecían marcianos desconectados del mundo, recibiendo órdenes de fuera, ensordecidos por auriculares de antenas que rascaban el aire. La jirafa, como un gran dios cibernético, amenazaba con desplomarse.
Clara disimulaba su asombro; nunca había estado en televisión, echó de menos las paredes, se sintió expuesta. “¡Qué diferente de la radio tan uterina, confidencial y acogedora!”.
El público se colocaba en los asientos, desorientado. Todo tenía un aire amenazador y hostil. Un batallón de mujeres y hombres iban y venían en un corre-corre frenético, el joven de la esquina braceaba sujetando a la vez un fajo de folios, como si fuera a soltar panfletos al aire.
“Será el regidor o algo así”, -supuso Clara.
-Un, dos, tres, cuatro… Entramos. –Pinchó el aire con el dedo índice en gesto imperativo.
Por un momento creyó estar en la NASA, y que la plataforma iba a despegar como un cohete. El silencio y la parálisis se hicieron instantáneos.
El entrevistador comenzó con una efemérides, rápida, de la década que dio paso de inmediato a la presentación de los libros y sus autores.
El otro escritor, conocido y veterano, la saludó despectivo y distante. Había llegado más tarde que ella, con aires de amo, caminando bajo palio, seguido de una corte de peluqueras y maquilladores serviles que le daban los últimos y precipitados retoques. Saludó con ostentación al presentador, mostrando con voz engolada que era más propietario de su amistad que Clara.
Se sintió desvalida. El prócer le había dejado muy claro, en segundos, cuál era su sitio y que ella no pertenecía a ese gremio.
No le había caído nunca bien, pero en ese instante se le derrumbaron todas las buenas intenciones previstas… “Tal vez  conociéndole en persona…”, había pensado minutos antes.
Atufaba a esa colonia, a ese perfume de hombre de líquido transparente que ya no se vendía; el aroma la estaba mareando.
“Pero ¿qué pinto aquí?”. Aún sentía el bochorno de haber tropezado con los cables. “¿Cómo me he metido en este lío?”.
El entrevistador seguía dando pie al peroratas. “Mira que le tengo asco al cubo de datos este, me está poniendo mala” -se decía observando la cara astuta del novelista- “el erudito, con esos ojos de zorro y tanta desfachatez”.
Las frases del escritor se escuchaban huecas y rimbombantes; ya se había acostumbrado al olor de su colonia.
Clara continuaba con su monólogo interior; era tan extrovertida que hasta para pensar dialogaba. “Parecemos prostitutos vendiendo la mercancía. A que hago que me mareo y me tienen que sacar de aquí. Anda anda, no seas irresponsable.” -Se reprendió.
El otro proseguía plúmbeo relatando sus viajes por todo lo largo y ancho de este mundo. Le iba a tocar el turno a ella. “Ya no aguanto más los nervios; a que me salen con la consabida preguntita ¿Qué opinas sobre la generación X? y la H y la V, no te fastidia. Como me encasqueten alguna de conflictos bélicos o situaciones geográficas me da un peterre, si no sé ni dónde leches está Sarajevo, lo mío y el mapa mundi… Saldré del paso, seguro” –se animó- “Vamos Clara, tira millas, ya va”.
El pilotito rojo de la cámara 2 casi la hipnotizó, el objetivo parecía imantado.
“Debo tener una cara de imbécil… y las ojeras, seguro que parezco Drácula, pero por qué habré dejado que me maquille la borrica esa, casi me rompe el coxis al tirarme al sillón. ¡Joer qué mala leche tengo!, pobrecilla no daba abasto, voy a controlarme, estoy asustada, y cuando me asusto me vuelvo una borde. En el fondo es puñetera envidia, ¿dónde voy al lado de él?, intentaré ser positiva”. –Respiró hondo.
“Con la ilusión que me hacía ver un plató… todo es una mentira, que no me vuelven a mangonear, que no… mañana se entera, –se refirió a su agente-. “Me tira aquí, a los leones y se queda tan pancha cobrando los dividendos… qué injusta soy. ¿No querías darte a conocer?, pues toma, este es el precio… promoción, promoción de la novela. No miro al oráculo de Delfos éste, que me corto”.
Ahora hablaba del karma.
“Claro que tiene un culturón el tío…”
Se sintió intrusa, como una advenediza. “¿Qué hace…?”
Casi dio un respingo al ver al cámara agachado. “A que llevo una carrera en las medias. No faltaba más que eso. Atenta, -se apremió- ya me toca”.
La voz del entrevistador estaba terminando de perfilar su currículum.
-… Clara Bandrés nos ha deleitado con su ópera prima Tintes esquizoides, sorprendente relato… Bla, bla bla…
“Deleitado” eso le gustó, y los ojos protectores del presentador, siempre le había maravillado su rostro lleno de historia y esas arrugas de arado. Tenía en la cara raíces de campo, ascendencia de pobre, y el barniz de hombre de mundo de vuelta de todo, pero sin pérdida de entusiasmo, todavía con capacidad de asombro. Se la metió en un bolsillo y creó la atmósfera adecuada, ese ambiente cómplice que le decía: No tengas miedo, sé lo que te pasa.
Lo que más apreciaba Clara era el instinto, el lenguaje de los fluidos corporales y el aura.
“Si supiera que una vez le envié una carta” ¡Qué hombre tan genial! En la carta le decía al concluir: … Di algo sin pronunciar mi nombre, para que sepa que la has recibido. Y así lo hizo. En el sobre había escrito como título del programa por confusión, una frase que él pronunciaba a diario al comenzar y que ella había confundido con el encabezamiento El SOL SALE PARA TODOS. Tres o cuatro días después asomó el rostro a la pantalla y espetó: He recibido una carta entrañable e insólita; en la dirección se lee Javier Heredia. Torre España. Programa El sol sale para todos. Gracias amiga, gracias. No pensaba recordárselo. 
Era un momento en el que él estaba muy denostado, imitado por los cómicos hasta la saciedad… y aguantaba el tirón estoico, y ella le apreció para siempre jamás, con esa incondicional ternura que le daba la certeza de que las fronteras las rompe siempre el afecto. Tenía debilidad por los honestos; ese instinto nunca le fallaba. Entendía mal la vida, la mitad de las veces los árboles no le dejaban ver el bosque, pero los caballeros y las damas no se le despintaban, y este era Caballero sin espada, de los que te defienden cuando nadie da un céntimo por ti.
Adoptó la postura felina, inconsciente: mirada fija, cogote tenso, frente al ataque, brazo izquierdo apuntando al suelo, mano derecha en el mentón, frunce en el ceño, respiración rápida y corta.
-… su novela nos transporta a un mundo ficticio –enlazó el presentador-. ¿Por qué Tintes esquizoides? No parece estar relacionada con el trastorno.
-Por favor no me llames de usted, no me apaño.
¡Zas! Conseguido, todos los presentes en distensión, menos Branco, que asomaba las fauces para saborear a priori el gustazo que se iba a dar machacando a la pardilla en el coloquio de después. “No me apaño” -pensó altivo- se la iba a merendar. Ni una sonrisa le había dirigido la niñata, ¡a él!, tan acostumbrado a la pleitesía.
No sabía el retóricas con quien se la estaba jugando, Clara podía ser imprevisible si se sentía atacada.
Jaime Heredia tenía el cuerpo adelantado. El lenguaje no verbal funcionaba.
“Eso es, distancia corta, ahí me muevo bien.” –Se dio aliento ella.
-Es su privilegio, –sonrió Heredia divertido al mostrar la palma de la mano en ademán de reverencia.
Ella le siguió el juego.
-Pues te concedo el honor de tutearme, –y continuó con la respuesta-. Dicho de un modo sencillo, trata de un viaje a través de la mente en contraste con la vida real que de por sí es bastante caótica e inconclusa.
Las preguntas y respuestas fluían, el entrevistador estaba sinceramente interesado por los personajes y sus significados. La escudriñaba más allá de las palabras, la leía en los gestos, la estudiaba.
-¿Por qué en la ciudad de Remotum siempre es de noche?
-No tiene explicación más allá, me gusta la luz de neón, me encanta la noche, las noches de mi novela son luminosas, y la protagonista, Sauce, es una mujer llena de luz, clarividente y equilibrada. En Remotum se despoja de esclavitudes, no hay nada oscuro, espero.
Jaime Heredia se mantuvo callado, ella rellenó el silencio.
-…en Remotum el personaje se asume y se asimila; se encuentra y se enfrenta a sí misma, desciende a los instintos, se despoja de atavismos, de cultura y de intelecto para recuperar su esencia y volver de nuevo a Laberinto, ciudad donde siempre es de día. Laberinto representa la vida real, por decirlo de forma simple, aunque no se sabe con exactitud cuál de las dos ciudades es más cierta. La novela trata del eterno conflicto entre el consciente y el subconsciente, Sauce busca el equilibrio entre las dos ciudades, sabe que si una domina a la otra la balanza dará como resultado la locura, por ello debe permanecer durante tiempos exactos en ambas. Laberinto es la censura, la obligación social, los límites; Remotum es el arte, la libertad absoluta, la ausencia de prejuicios, la creatividad. Resulta un equilibrio delicado en el que la protagonista sufre, pero fundamental para su supervivencia. Roza también el mundo onírico. El título se debe a que lleva dos vidas; de ahí lo de Tintes esquizoides, me pareció una buena síntesis. Espero que no conduzca a equívocos.
-¿Podemos interpretar que se desarrolla en un tiempo futuro?
Heredia reforzó la pregunta dibujando hacia adelante una espiral en el aire con la mano.
-No, en un mundo aparte sería más exacto.
Al fin pasaron al coloquio. Ella tomó aire y se removió en el sillón, Branco se dispuso para el careo, abrigando en secreto el deseo de acaparar protagonismo y situarse por encima exhibiendo el oficio. Eso era lo que poseía, más oficio. Reconoció el chispazo de talento que tenía la muchacha “otra con pinta de best-seller.” Era injusto; él llevaba una vida entera y su obra aún no había sido traducida, todos estos novísimos con la cultura del cine, venían arrasando, desplazando como kamikazes sin modales... ¡Malos tiempos para perpetuarse!, –se lamentó-. Él era un monstruo sagrado, se merecía el reconocimiento; estaba cansado de alumnos y columnas para sobrevivir, y resultaba vergonzante en el mundillo presentarse a los certámenes apalabrados para poner el cazo. “Seguro que tiene hasta defectos ortográficos, pero ahí está, insolente y erótica; introducirá cuarenta tacos en las próximas novelas y le cogerá el puntillo exacto al sexo; venderá como rosquillas sin conocer a los clásicos. Me hago viejo…”
“Dentro de diez años te lo diré”, pensaba Clara al unísono …”cuando me aprenda los trucos listillo, y sepa hacer bolos repitiendo el mismo sermón”. Reconocía que aún estaba sin pulir, y temía el descalabro, pero el esfuerzo por creer en sí misma merecía la pena, y el proyecto de futuro como novelista ya era un hecho. Estaba saltando sin red, y el vacío le venía muy grande y daba vértigo.
Branco se dispuso al ataque, usurpando el papel de entrevistador a Jaime Heredia. Había leído la novela, quedaba claro, y se había preparado a fondo para el combate. La sedujo un poco con preguntas laterales, pero ella no tragaba; tenía esa mirada ladeada de la desconfianza, y él empezaba a arrepentirse de no haberla saludado con más efusión.
Atacó directamente con postas, nada de salvas, al grano.
-¿No crees que ese juego freudiano queda un poco simple y precario en tu novela?
“A que me cago en su madre”.
-Esa era la intención. No pretendo hacer ensayos. Creo en los símbolos del bien y del mal, y por supuesto me gusta el psicoanálisis, da un gran juego literario. –Trató de no resultar seca ni cortante. Jaime Heredia pasó a un segundo plano con gusto. Ante todo era periodista y ahí había carnaza y audiencia; el duelo a muerte había comenzado y la chica se defendía bien.
-Me pregunto, -persistió Branco sarcástico- si has dibujado a Sauce hipócrita a propósito, porque una mujer que en Laberinto acata las normas, no lucha, no transgrede, y en Remotum se desmelena es una cobarde, no traspasa la fantasía y de luchadora y comprometida tiene poquito.
“¡Será cabrón!, se le está olvidando hasta lucirse. Va a matar. Pero ¿qué le he hecho a este tío? Tranquila Clara, no le des caña, eso es lo que quiere el iluminao este. Déjale que se ponga al descubierto, que la cámara le cace la mala intención, la mala baba, hazte la ingenua”.
-Puede que tengas razón en parte. Sauce no es una heroína, por ello es más creíble, aunque estarás de acuerdo conmigo en que las revoluciones personales son interiores, bastante lentas y tardan en repercutir socialmente. Pero si me permites te diré que para nada es hipócrita, ni es necesario que elija entre los dos mundos porque en realidad forman parte del mismo. Te reitero que es un viaje interior.
-Sí, pero termina en los brazos de Telémaco. Delega en él para que le saque las castañas de fuego. No es muy feminista el discurso ¿no crees?
Clara estaba visiblemente dolida. No quería caer en contradicciones, así que se dispuso a sincerarse y que saliera el sol por Antequera. Con lo que iba a decir ya estaba pillada, la tildaría de cursi y femenina en el sentido más peyorativo de la palabra, pero no cabía otra respuesta.
-Creo en el amor, igual que Sauce. Es un acto de fe, siento no poder argumentarte otra cosa. Y respeto profundamente el feminismo; gracias a él estoy aquí sin tener que disfrazarme de hombre como Concepción Arenal, y sin pseudónimo masculino para escribir. Creo que el movimiento feminista entre otros muchos valores y logros tiene ese: el de ser el vehículo que hace que yo tenga la oportunidad de expresarme, aún a riesgo de parecer machista, no es un club excluyente ni elitista, pero vamos… en mi opinión, acusar a Sauce de machismo porque se enamora, resulta un poco absurdo, y digo se e-na-mo-ra, no se somete que es muy distinto.
Asombrada, descubrió en los ojos de Branco la sorpresa. La siguiente pregunta discurrió por otros derroteros en un último intento de hundirla.
-El nombre de Telémaco ¿simboliza algo? -Arremetió de nuevo, se iba a cargar uno por uno todos los pilares de la novela.
“Ya salió el grecorromano de las narices. Mírale, está en su salsa. No puedo más, no lo soporto. Me levanto y le meto un bofetón que lo estampo”.
-No, -respondió chula-. Simplemente me gusta el nombre, como Pedro, Miguel o Luis. Confieso que no suelo recurrir a las fuentes de la mitología o de la historia, eso lo hace mucho mejor un experto como tú. Sé que te gusta documentarte –dijo con sorna- yo escribo con prisa, a vuelapluma, corrijo poco y consulto poco. Cuando esté en periodos de sequía recurriré a los clásicos o a las guías de viajes. “Encaja esa, mierdero.” No obstante, llevas razón, el periplo hasta Itaca de Telémaco, la búsqueda del padre, Ulises, y la compañía de Minerva, son símbolos extraordinarios para incluir en una novela, pero ya lo hizo Fenelón muy bien y soy humilde a la hora de hacer citas.
“¡Buff!, menos mal que B.U.P. lo hice por letras, como siga por ahí me hunde, ni siquiera sé si he dicho bien lo de Fenelón. Y mi corta o vasta cultura no se avala con los títulos de los que don pedante presume”.
El escenario estaba caldeado. Jaime Heredia metía alguna cuña conciliadora, pero disfrutaba como espectador con el fragor de la batalla. Nunca antes había visto descolocarse a Branco, siempre despectivo e impertérrito. El cabreo sordo le hacía parecer más humano, no le quedaba ni un asomo de su cinismo habitual, ¿qué estaba proyectando?, se preguntó el presentador con preocupación intrigada.
La gran vaca sagrada no se esperaba el ataque frontal, ni la capacidad de respuesta. Con razón dicen cuidado con la loba herida, había encajado mal y le delataban los dientes apretados y la estrechez de los ojos. 
No hay enemigo menor, la había subestimado. Esa pequeña muestra de crueldad que ella le había lanzado le tenía confuso, excitado; era la punta del iceberg.
Mientras nacía en él un amor dañino y esclavo, en ella crecía la enemistad. Y sin embargo en ese mismo instante Adolfo Branco le habría entregado su vida. Aumentaba en él un deseo perverso, morboso; la imaginó con tacones de aguja envuelta en cuero, con aires de Sade… pobre viejo corrompido. Anheló ser su Pigmalión y el Fausto de Goethe al mismo tiempo. Quiso conquistarla a dentelladas, en una turbulenta y oscura pasión destructiva y después matarla, estrangularla para revivirla mil veces sumisa y postrada a sus pies. Sólo deseó... deseó… el candor joven de la muchacha era más fuerte ¡Pobre niña! Incapaz de imaginar la dolorosa y placentera "aberración", ser puro y limpio y con talento, talento, talento… la palabra le martilleó en el cerebro como un eco antiguo, él ya no lo tenía, vivía de las rentas, con carácter retroactivo, no le gustaban sus últimas obras, variantes tramposas sobre lo mismo, espirales de ida y vuelta por mucho que las defendiera como sus constantes vitales, como los leit motiv que le definían, y de pronto se sintió agotado, exprimido, exhausto. Ni siquiera el litro de J B que se iba a echar al coleto lograría atontarlo, serenarlo. “Ella es el ángel de la muerte que viene a pedirme el relevo. Estoy acabado, cansado, terriblemente cansado…”
Jaime Heredia confirmó su primer pálpito: esa chica se tragaba la cámara. Ocurría pocas veces de ese modo tan virgen, llenaba la pantalla, la traspasaba con una pericia singular, que probablemente perdería con el tiempo y lo hacía de forma natural, sin ser consciente, comprobó el monitor, había que aprovecharlo.
-Primer plano de los ojos, aguántalo ahí, -susurró el realizador, en control ya hacía rato que lo ejecutaban junto al de las visibles y aceleradas palpitaciones en el cuello, ella y el lenguaje de su cuerpo daban las órdenes.
-Tiene madera la chavala, agitadora y peleona… Ni en los mejores duelos políticos tú, -comentaba el mezclador. Al menos durante un buen trecho se divirtieron con David y Goliat.
Branco se decidía ya a poner el broche, le iba a soltar el colofón de: “…Las mujeres suelen autocompadecerse y no son capaces de crear algo que no sea autobiográfico y sentimental…” pero un puntazo de honradez se lo impidió. Fue ella quien cerró el debate.
-Te agradezco mucho el apasionamiento. No creí que mi novela resultara tan polémica, y viniendo de ti es un enorme cumplido. Prometo que en la próxima tendré en cuenta tus sugerencias. “En la próxima te meto como personaje y te pateo las tripas, ¡por la madre que me parió, cerdo! Que te hubieran hecho este destrozo a ti con tu primera novela”.
Aguantó como pudo hasta las despedidas. No le dio la mano, se excusó y salió despavorida alegando tener prisa.
Berta la esperaba en el coche.
-¡Has estado magnífica!, exclamó jubilosa. Pero ¿qué te pasa?, ¿por qué lloras?
-Porque no hay derecho, iba a por mí sin compasión. Ha sido una encerrona, Berta. No te lo perdono. ¡Menudo estreno! Y encima en directo.
Berta le puso la mano en el hombro, condescendiente.
-Son gajes del oficio. Tú eres fuerte. Estoy contigo, no te preocupes. -Se aferró al volante y evitó mirarla-. ¿Vas a ver a Enrique?
-No, llévame a casa por favor. Me diría que tengo manía persecutoria y pagaría los vidrios rotos, no he querido que me acompañara, precisamente para que no me atribuyeran lo que ese sinvergüenza ha querido insinuar y además le tengo harto. Dice que no sabe si se acuesta conmigo o con mis fantasmas. No sé… me huele a despedida. Lo triste es que tampoco me importa demasiado; últimamente no hace más que desconcentrarme llamándome a todas horas. Creo que tiene miedo de la fama, o de lo que sea esto, y yo también, no sé de qué va el olimpo de endogámicos sobrados Berta, tan sólo quiero escribir, entregarte el manuscrito y que me dejen en paz, no valgo para esta feria.


Fueron pasando los años y el duelo duró indefinidamente. Branco depositaba claves en sus novelas que sólo ella entendía. Clara respondía en las suyas en una especie de código extraño y maléfico. La intuición de los libreros hacía que las obras de ambos aparecieran juntas en los escaparates; del mismo modo los editores se ponían tácitamente de acuerdo para lanzar las publicaciones a la vez. Branco llegó a guardar turno en la caseta para que ella le firmase, arrepintiéndose antes de ser localizado por su mirada. Desgastaba el vídeo de la entrevista. Le seguía la trayectoria como un detective enajenado. Se hizo el encontradizo en innumerables ocasiones; llegó a suplicar en las redacciones de los periódicos en los que ella colaboraba, hasta se hizo un lifting para aparecer en un coloquio que Clara vería seguro, gastó fortunas en diseñadores y sastres que le cosían a medida y arriesgó la salud hasta el infarto dando una imagen patética de viejo chocho y excéntrico al levantar pesas en el gimnasio.
Los críticos les apodaban Ditirambo y Rocabruno, para citar la película de Gonzalo Suarez. Al igual que los personajes del film, ninguno de los dos podía escribir sin el otro. Corrieron habladurías sobre su amor loco y platónico durante años.
La evolución de Clara, como se auguraba, fue meteórica. Ajena a la obsesión que le crecía achacaba sus rarezas a su manía compulsiva de escribir. Se decía: “necesito todo el tiempo para mí”. Satisfacía esporádicamente sus necesidades físicas con cuerpos provisionales, y con crueldad de mantis tiraba a los hombres a la papelera como si fueran folios inservibles. No hubo muchos después de Enrique. Los compañeros la llamaban monja a sus espaldas, la célibe. Mira que es rara esta mujer.
Sin apenas advertirlo compraba los libros de Branco casi a escondidas y como un bebedor solitario buscaba las noches para beberse los párrafos justificándose a sí misma, oculta tras su orgullo se decía: “lo hago para estar al día, para que no me pillen infraganti en las entrevistas con esta manía que tienen de relacionarnos. Lo cierto es que se estaba convirtiendo en una adicción mortal. Curioseaba las revistas para ver sus últimas andanzas, buscaba las adquisiciones que él traía de sus viajes y se quedaba alelada, ensimismada, ante las pastas de sus libros, temiendo abrirlos y, a la vez, anticipándose al placer de la sorpresa. Se desazonaba, sin comprender por qué, cuando descubría a alguien burlándose de él, después de reírle la gracia se sentía traidora. Él era su enemigo, todas las afrentas eran pocas, todos los rencores pequeños. Trataba de hacer acopio de odio, pero cada vez le costaba más conseguirlo, “síndrome de Estocolmo”, se justificaba, engañaba, reprimía...
Pero detrás de su orgullo crecía ese tumor voraz que la vinculaba con él. No reconocía los celos cuando sarcástica y mezquina escudriñaba sus compañías para gruñir: “siempre hay un roto para un descosido, cada cual tiene lo que se merece”. Todas le parecían barbies insulsas y anodinas. Lo que ella no sabía es que Branco se hastiaba de buscarla en otras sin reconocerla en ninguna.
A medida que avanzaban las publicaciones y los años, ambos se volvían más anacoretas. A lo largo del tiempo se encontraron varias veces para terminar, en cuestión de segundos más peleados y perplejos que antes. Siempre brillantes en los ataques, alimentando el morbo de periodistas, pero sin que Clara entendiera los golpetazos del corazón en las paredes de su pecho, ni la gelatina caliente de su vientre, “es la aversión que le tengo, que me enciende” –se esforzaba por creer, imponiéndose la embustera certeza.
No se sentía malgastada, ni siquiera pensaba en ello. Su nueva casa con piscina cubierta y pantalla de televisor gigante le parecía ajena. Seguía escribiendo en la cocina; en realidad dos estancias constituían su mundo: la cocina y el dormitorio. Lo demás eran tributos, ostentación necesaria de cara a la galería, era imprescindible –aseguraba su agente- recibir de vez en cuando a algún que otro ramillete de fabuladores y bardos y Clara cumplía como si pagase el impuesto revolucionario. Se había propuesto con disciplina alemana, publicar libro por año y, así iban ya quince, a costa de mala salud, de tabaquismo exacerbado, de alteraciones de sueño y desorden de comidas.
Berta la quería en silencio. Nunca pronunció la frase: búscate a alguien que te cuide, te haces mayor. Esquivaba sus enfados. Clara era leal y no quiso cambiar de representante. A esas alturas ya no era necesaria profesionalmente, pero Berta atesoraba orgullosa su amistad. Los demás escritores habituales de la editorial eran selectos, pero Clara era otra cosa, la manager veía en ella el estigma esclavizador del genio. Seguía igual que entonces, con canas sí, con la piel más colgante pero igual de desorientada, zozobrante y joven.
Para Berta verla escribir era un privilegio, a menudo se acompañaban en el despacho cada una en un escritorio y en riguroso sileencio, no se le podían meter correcciones, seguía componiendo de oído y sólo admitía el apunte de: eso no suena, no suena bien. Y es que Clara -para su editora- tenía música en las manos, si se le sugería algo podía adaptarlo a su sinfonía interior, pero jamás como Berta lo proponía, ella dirigía el baile y nunca se dejaba llevar. Al principio le hacía daño, era indómita y soberbia, pero la sonrisa pueril cuando Berta sentenciaba después de la larga espera y del devoro de uñas: “Ahora sí suena, Clara, ya lo creo que suena, es heavy total”, compensaba su carácter impulsivo.
-Te invito.
-No me hagas chantaje Clara.
-Venga que sí, que te invito.
-De verdad que no puedo, he de ir a casa, no he visto en todo el día a los chicos y Diego estará harto de aguantarlos.
-Es una joya de hombre.
-Pues búscate uno así, que merodeadores no te faltan.
-A mí no hay quien me aguante, amiga mía.
-¿Dónde piensas ir de vacaciones?
-A Bali.
-¿Cómo Branco? –Se le torció el gesto. Su agente lamentó el descuido.
-Ni que sólo pudiera ir el Marco Polo ese.
Pero sí. Iba a ir a Bali para verlo a través de los ojos del escritor, para calzarse sus mocasines, para meterse en su piel y recorrer sus paraísos. Iba a ir por él, pero no lo confesaba, no lo sabía.



Aquel viernes no había tenido ni la radio ni el televisor encendidos. El último magazine le vomitó a la cara la noticia, les faltó tiempo para hacer leña del árbol caído:

Adolfo Branco ha fallecido víctima de un coma etílico. Era conocida su adicción al alcohol y su afición indiscriminada a los fármacos. Ha sido hallado frente al televisor en su domicilio. Contemplaba una vieja entrevista dirigida por el maestro Jaime Heredia, en la que se daba a conocer por vez primera a la novelista Clara Bandrés. Desconocemos la relación entre ambas circunstancias. Su defunción está rodeada de fatalidad y misterio. La muerte es siempre devastadora; tras ella se nos ha marchado un genio.

Se ahogó histérica en una desesperación desenfrenada. Pasó al cuarto de baño hurgó en el último cajón. Corrió hacia el tanatorio, salió del taxi y voló con el abrigo encima del pijama. Entró en la sala como un torbellino dejando a la prensa y a los curiosos estupefactos, apartó a la última conquista sedienta de focos. Se abalanzó sobre el féretro y le asestó dos puñetazos en el pecho, y entre sollozos entrecortados todo el país la oyó exclamar:
-¡Maldito! ¡Maldito seas! ¡Yo sólo quería que fueras mi amigo… mi amigo!
Se recompuso y el gentío quedó sorprendido al ver que sacaba del bolsillo del abrigo un peine y un frasco de perfume antiguo, Lin Abart, ya no se fabricaba, pero aquel primer día, ella había seguido la estela. Extrañamente ese era el recuerdo más vivo, más pertinaz que tenía de él. Dos días después de la fatídica entrevista, compró, llevada por un impulso irresistible que no acertaba a comprender, cuatro frascos del elixir. Ahora sí entendía por qué a veces se echaba unas gotas; ahora sabía que le añoraba, que durante todos esos años le había echado de menos, que le necesitaba. En un ritual idólatra le besó la mano con reverencia. Le pasó el peine y le ungió el cabello con el perfume. Depositó tres gotas más en el cuello sin latido con las puntas de los dedos y se volvió hacia la gente.
-Le faltaba esto –dijo mostrando el frasco-. Era su perfume favorito, su aroma. 
Tenía la voz ausente y los ojos perdidos. Se marchó y un respetuoso silencio la acompañó. Nadie filmó más. Abrieron un pasillo que Clara atravesó con porte regio.
Al día siguiente Jaime Heredia, retirado hacía tiempo de las cámaras, especulaba -siendo él esta vez el interrogado- sobre el amor platónico y fuera de época que ambos se profesaron, del que ella nunca tuvo conocimiento. 
Tal vez como a Sauce se le había instalado en el subconsciente su Branco, su Telémaco. Tal vez él tuvo razón aquel día. Sauce fue cobarde y sólo supo rozar la fantasía.
Se encontraron a destiempo.
Cuando ella iba él ya venía.
Cuando ella vivía, él ya moría.
“Te esperaré en Remotum, Branco.
Esta vez sí que me atrevo,
y me enseñarás cuánto sabes.
Ya llego Branco ya llego.
Ya estoy contigo”.

La botella de J B cayó al suelo, y de la mano derecha se escurrieron las tres últimas cápsulas.
  
“Y escribiremos juntos, Branco.
Y no seré hipócrita,
Ya nunca más estaré ciega,
Ahora te entiendo.
Ya estoy en Remotum, Branco
Te quiero”.



Pilar Zori

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